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Se rompe con Dios cuando se rompe con la naturalezapor: Vicente Martínez

11/2/2011

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La Humanidad ha perdido el sentido cósmico de su origen y con él el sentido de la vida y el sentido de su dimensión espiritual. El hombre se ha alejado de Dios porque se ha alejado de la realidad de la Naturaleza –hombre incluido: es decir, de sí mismo-, que es donde Dios se encuentra realmente encarnado.

En ella, en la vida que en ella late, más que en las doctrinas teológicas, le escudriña la mística. San Juan de la Cruz lo expresó muy poéticamente en su Cántico Espiritual:

Pastores, los que fuerdes

allá, por las majadas, al otero,

si por ventura vierdes

aquél que yo más quiero,

decidle que adolezco, peno y muero”.

Y otro tanto hace la amada cuando, con este mismo lenguaje místico-poético, entona en  el Cantar de los Cantares:

 “Como manzano entre los árboles silvestres es mi amado entre los mancebos. A su sombra anhelo sentarme, y su fruto es dulce a mi paladar”.

La famosa inscripción del oráculo délfico rezaba:

“¡Oh hombre! conócete a ti mismo

y conocerás el universo y los dioses”.

Tradicionalmente mutilado en su segunda parte, es ésta, sin embargo, la que nos descubre el verdadero sentido del augurio: la única vía segura para el conocimiento de Dios y del Universo es el conocimiento de uno mismo. La transcripción completa del texto clásico nos lo evidencia:

“Te advierto, quien quiera que fueres, ¡oh tú! que deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. Si tú ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras excelencias? En ti se halla oculto el Tesoro de los Tesoros”.

Los ritos arcaicos –sacramentos laicos al uso- se registraron como “marcas sin” (“cerveza sin”, “leche sin”) al despojarles de la fuerza vital de la naturaleza. Con el quebranto de esa fuerza se desvaneció el sentido del vínculo como expresión de la solidaridad con el entorno: los otros y lo otro; y también como el estado de pertenencia a algo fuera y dentro de nosotros.

Aunque el tiro de gracia nos lo dimos a nosotros mismos cuando el Catecismo de la Santa Madre Iglesia nos propuso –y nos impuso- que “los enemigos del alma son tres: Mundo, Demonio y Carne”. 

El día que Hércules se encontró en Libia con el gigante Anteo en su décimo trabajo, luchó con él. Y se percató de que al derribarlo, el hijo de Júpiter y Gea –la madre Tierra- se imbuía de la fuerza de un dios cada vez que alguna parte de su cuerpo entraba en contacto con el suelo. Al darse cuenta de ello, Hércules consiguió vencerlo elevándole en el aire y ahogándole entonces entre sus poderosos brazos. Así nos lo pintó Gustavo Doré.

El mito de Anteo se formula como una sarcástica alegoría del drama de nuestra realidad. Su simbolismo hace referencia, en sentido positivo, al vigor que se adquiere cuando nos mantenemos en contacto físico, psíquico o espiritual con la Naturaleza y, negativamente, cuando rompemos con ella, cuando hemos tomado partido por Zeus y nos posicionamos olímpicamente en las alturas. (¡Qué error tan de bulto haber tomado al pie de la letra las palabras de Jesús “Mi reino no es de este mundo”!)

El hecho más trascendental de esta ruptura con el Universo es la desavenencia con Dios.

Quizás nos falte todavía la suficiente conciencia para percatarnos de que, a nivel de átomos, la composición de nuestro cuerpo no se diferencia de la del resto del universo. Y que no somos sino el resultado de la alquimia nuclear, desarrollada a lo largo de más de trece mil millones de años en el espacio y en el tiempo, como sugiere la obra de Altschuler, Hijos de las estrellas. Y hasta es posible que en este sentido habría que hablar del hombre como una cosmo-construcción.

Así lo intuyeron prácticamente los diferentes relatos sobre el nacimiento de la humanidad, en los que se hace resaltar que nuestra raza surge de la Tierra.

En la tradición taoísta el ser humano aparece como un elemento más de la Naturaleza. En sus caligrafías el hombre jamás es protagonista. Se le representa de tamaño minúsculo en medio de otros elementos del paisaje y en estrecha relación con la totalidad.

El ser humano está en estado de simbiosis con el resto de seres que integran no sólo la tierra sino el universo entero. De tal modo que su existencia, evolución y desarrollo es interdependiente con ellos. Es decir, va más allá de sí: va hasta el entorno no humano.

La idea bíblica de un “pueblo elegido” –en consecuencia, separado de todos los demás pueblos- no es espiritualmente de recibo. Es más: la religión cristiana agrava esta ruptura haciendo al hombre hijo del Padre Celestial. Tampoco es de recibo una Humanidad “especie elegida”, frente al resto de las criaturas, pues todos cuantos seres existen –vivos o inertes- son por igual titulación hijo de Dios.

El precio de la individualización, del establecimiento de fronteras para afirmar la identidad colectiva, ha llevado a la pérdida de la conciencia de ser uno con toda la realidad. Y ha llevado, sobre todo, a fratricidas duelos entre las partes –las guerras de religión-, incluso con un Dios al frente violentamente reclutado –y forzado a luchar contra sí mismo- como mercenario, en cada bando.

En la sugerente película El árbol de la vida, Palma de Oro en el Festival de Cannes 2011, una voz en off abre la escena recogiendo esta visióndualista del mundo tradicionalmente presentada por la Iglesia:

“Las monjas nos enseñaron que hay dos caminos que puedes seguir en la vida, el de la naturaleza y el de lo divino; puedes elegir cuál vas a seguir”.

Malick, su director, apenas utiliza el lenguaje de la palabra y la razón.  Es un lenguaje el suyo básicamente de imágenes sensoriales y de sentimientos: el vehículo más adecuado para el conocimiento de la Naturaleza y, a través de ella, para el encuentro con Dios.

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