La "anécdota" evangélica, a propósito del viaje de Jesús a su pueblo, revela lo que suele ser un funcionamiento frecuente entre las personas que, a su vez, pone de manifiesto la inconsistencia de donde nace.
No es extraño que el ser humano se mueva entre la credulidad ingenua y la desconfianza preventiva. Ambas actitudes denotan falta de libertad interior y de confianza en sí mismo. La credulidad lleva a asumir acríticamente posicionamientos ajenos, que son fácilmente idealizados. Al hacer así, se proyecta en algo o en alguien la seguridad que no halla dentro de sí. Eso explica que, a mayor inseguridad, mayor proyección, credulidad e idealización. La desconfianza apriorística constituye un mecanismo de defensa por el que la persona busca protegerse frente a aquello que pudiera cuestionarla o trata de descalificar a alguien ante quien se sentiría inferior. También aquí parece claro que tanto la protección exagerada como la descalificación del otro esconden miedo a lo diferente o, sencillamente, a lo nuevo, y algún sentimiento oculto de inferioridad. Entre ambas, es la libertad interior la que permite adoptar una postura abierta y, al mismo tiempo, razonablemente crítica, sin caer en idealizaciones infantiles ni en descalificaciones asustadas. La persona adulta es capaz de acoger todo sin perder sus propias referencias internas. Y precisamente porque encuentra apoyo sólido en ella misma tolera posturas diferentes a la propia, con las que no tiene dificultad para convivir. La libertad interior se apoya en el amor a uno mismo y en la humildad. El primero favorece que la persona pueda acogerse y sentirse unificada; la segunda, gracias a la aceptación de su verdad completa, le permite descansar en ella, sin temor y sin orgullo. Tanto la credulidad como la desconfianza se alimentan del miedo. De hecho, el orgullo no es sino la máscara con la que se disfraza el miedo a no ser importante o a quedar por debajo de los demás. Todo ello indica que solo superando esos temores ocultos se puede encontrar la paz y la confianza. Y el camino para lograrlo pasa por la aceptación amorosa de la propia verdad. En la medida en que el yo vaya integrándose, crecerá también la capacidad de trascenderlo. Dejaremos de identificarnos con él para descubrir que nuestra verdadera identidad es una con todos los seres –por lo que carece de sentido cualquier comparación- y ella misma es confianza y seguridad, libertad interior. Como dijera Jesús, el reconocimiento de la verdad de lo que somos nos hace libres (Jn 8,32).
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