Cuando mi siervo Yúbal me anunció que Salima había llegado y quería verme, me pregunté con inquietud si se habría agravado su estado. Hacía tiempo que se había oído el sonido grave del sofar anunciando el comienzo del sábado y, aunque no soy judío sino griego, vivo en Jerusalén hace tiempo y conozco bien las prescripciones en torno al reposo sabático que Salima estaba, sorprendentemente, contraviniendo. Si venía a visitarme después de que en el cielo hubiera aparecido la primera estrella, momento en que daba comienzo el sábado, era porque su estado de salud se había agravado. Pero por otra parte ¿cómo no me había avisado para que fuera a visitarla yo a su casa, como había hecho en otras ocasiones?
Conocía hacía tiempo a esta mujer y desde el primer momento me inspiró una viva simpatía la entereza con que soportaba una enfermedad que la aquejaba desde hacía al menos doce años, y la tenacidad con que luchaba por curarse. Mi admiración y mi compasión hacia ella habían aumentado a medida que me iba adentrando más en el conocimiento de las tradiciones judías ya que, en el mundo en que vivía, el flujo de sangre que padecía era considerado mucho más grave que una simple enfermedad: según la legislación judía, una mujer aquejada de hemorragias frecuentes quedaba confinada en el ámbito de la impureza y en un estado de indignidad, inmundicia y degradación difíciles de comprender desde las categorías de un griego culto como yo. Por eso, a la penosa limitación corporal que la imposibilitaba para la maternidad, se sumaba una exclusión social y religiosa y un deshonor más duro aún que su misma esterilidad. Yo había utilizado todos los remedios que poseía desde mis conocimientos de la medicina, pero todo había resultado inútil. Supe que había acudido a otros médicos y no se lo reproché, tanta era su desesperación y su ansia por curarse. Ahora estaba arruinada y no había podido pagarme sus últimas visitas. Cuando la vi me quedé atónito: la mujer que estaba ante mi nada tenía que ver con la que yo conocía. Su mirada sombría era ahora radiante, el color había vuelto a su rostro, su expresión antes abrumada había sido remplazada por una sonrisa y estaba ante mí erguida y expectante, con un evidente deseo de contarme lo que le había ocurrido. Escuché en silencio su asombrosa narración: su obstinado convencimiento de que aquel rabbi galileo de quien todos hablaban podía curarla; la decisión de incorporarse al grupo de los que le apretujaban, los empujones que dio hasta conseguir tocar por detrás el borde de su manto y la sensación inconfundible de una corriente de vitalidad que llegaba hasta ella y hacía desaparecer su mal. Me habló de su tremenda confusión cuando el rabbi se volvió preguntando quién le había tocado y de la fuerza misteriosa que le hizo confesar en alto que había sido ella: - Y entonces él me miró haciendo desaparecer de mí cualquier rastro de temor, y tuve la sensación de que, en medio de toda la muchedumbre, sólo estábamos los dos. Me llamó “hija”, continuó con una voz emocionada, y afirmó que no era él, sino mi confianza lo que me había sanado y que podía marcharme en paz. ¿Te das cuenta Sorano? De nuevo soy alguien que puede mirar de frente y mi vientre puede aún engendrar vida. Pero creo que ha sido por expresar ante aquel hombre lo que he estado ocultando tanto tiempo lo que me hace sentirme envuelta en dignidad y en justicia. Algo en su mirada me decía que no tenía por qué avergonzarme de nada, que nadie podrá quitarme la paz profunda que él me concedía y que, incluso si mi enfermedad hubiera continuado, yo podría saberme salvada y bendecida. Cuando terminó su relato, volvió a agradecerme el afecto e interés con que siempre la había tratado y se marchó. Abrí entonces la pequeña bolsa con que había insistido en pagarme y miré aquellas monedas con una sensación extraña: sentía que no me correspondían porque no había sido yo quien la había curado. Pero sabía también que con ese dinero nunca hubiera podido pagar lo que había hecho con ella el rabbi de Galilea. Él la había sacado más allá del círculo estrecho de las transacciones económicas y la había conducido al campo abierto de la gratuidad y de la relación de persona a persona. Y me di cuenta con cierta nostalgia de que nunca yo, con toda mi ciencia, podré conseguir la fuerza misteriosa de aquel hombre que había arrebatado a Salima de las sombras de la muerte y había hecho de ella una mujer nueva.
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