De entrada, puede sonar extraño leer semejante consigna: "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto". Sobre todo, si somos conscientes, tanto de las nefastas consecuencias del perfeccionismo, como de los problemas no resueltos que busca ocultar –y que suelen guardar relación directa con sentimientos de culpabilidad y de indignidad-.
Algunos exegetas interpretan que, en hebreo, se querría aludir a algo "completo". En ese sentido, la invitación a ser "perfectos" habría que entenderla como una llamada a aceptarse en toda la propia verdad. Este sentido sería totalmente asumible desde una antropología humanista, como un principio básico de unificación y crecimiento: acéptate con toda tu verdad, con tu luz y tu sombra, tus aciertos y errores, tus cualidades y defectos... Pero no sería extraño que el escriba autor del evangelio quisiera realmente hacer una llamada a la "perfección", tal como la han entendido muchas personas religiosas a lo largo de la historia. El propio grupo fariseo se caracterizaba por una actitud de ese tipo y numerosos colectivos religiosos han nacido y han crecido siguiendo las pautas de formación del llamado "ideal de perfección", que tanta rigidez, culpabilidad, escrúpulos... y fariseísmo ha generado. No sería extraño que esa fuera la interpretación de Mateo, porque ya Lucas modifica las palabras de Jesús para escribir: "Sed misericordiosos [compasivos] como vuestro Padre es misericordioso [compasivo]" (Lc 6,36). Sin duda, esta expresión parece más ajustada, incluso por todo el contexto. La compasión constituye una de las entrañas del mensaje evangélico, y ha sido especialmente subrayada por Lucas. Jesús aparece fundamentalmente como el hombre compasivo y fraternal, hasta el punto de identificarse con todos, especialmente con aquellos que pasan necesidad, llegando a decir: "Lo que hicisteis a uno de ellos, me lo hicisteis a mí"(Mt 25,31-45). Porque la compasión nace de la comprensión. Solo cuando yo sé –no conceptual, sino experiencialmente- que "tú eres otro yo", brotará de mi corazón un sentimiento compasivo y una acción eficaz en tu favor. Y únicamente entonces seremos capaces de leer y comprender las palabras de Jesús que recoge el texto que estamos comentando. Sin aquella experiencia –sin la sabiduría que nace más allá de la mente-, es imposible amar al enemigo, dar la capa a quien te quiere quitar la túnica, o no rehuir a quien te pide. Una tal actitud brota únicamente en aquellas personas que, de un modo consciente o no, se viven en conexión con su verdadera identidad, la identidad compartida con todos los seres. De otro modo, es imposible. Y convertimos el texto del evangelio en un principio moralizante que exige algo inhumano, para terminar frustrados, decepcionados o cínicos. Vivirse en conexión con la verdadera identidad implica haber tomado distancia del ego, hasta el punto de dejar de creer que lo es que bueno para el ego es bueno para mí. Y empezar a descubrir justamente lo contrario: quien "yo soy" sabe que "tu bien es mi bien", porque somos solo uno. Lo que ocurre es que eso no puede verse ni vivirse desde el yo. Porque mientras dure nuestra identificación con él, no podremos hacer otra cosa que sostenerlo a toda costa y a cualquier precio. Sin embargo, en los momentos en que nos hallamos en conexión con nuestra verdadera identidad, no solo amamos lo que es, sino que vemos caer cualquier exigencia egoica, porque el ego ha dejado de ser nuestro centro de interés. La conclusión a la que llegamos parece evidente: se trata de favorecer la comprensión, de crecer en consciencia. Y ello implica avanzar en la desidentificación del yo. Todos los medios que nos ayuden a reconocer que no somos el yo, serán bienvenidos como herramientas que nos hacen crecer en libertad y en consciencia de nuestra verdadera identidad. Esta es, en mi opinión, la razón última por la que Jesús no fue un moralizador, sino un maestro de sabiduría. Porque solo desde la sabiduría (= el reconocimiento "saboreado" de nuestra verdadera identidad) es posible la compasión.
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