La dicotomía entre religión y política es uno de los temas más espinosos entre los seguidores de Cristo, católicos o no, que lo entienden de manera diferente. Quizá lo que deberíamos matizar de entrada es el concepto “política”, ya que una cosa es la política partidista como ejercicio necesario para la gobernabilidad de un país, y otra muy diferente la llamada denuncia profética de las injusticias ante las que un seguidor de Cristo no puede quedarse indiferente, o lo que sería peor, directamente cómplice.
Jesús de Nazaret entró de lleno en esta segunda categoría de política hasta el punto de que lo mataron porque llegó demasiado lejos con su ejemplo. Y sus seguidores más directos hicieron exactamente lo mismo. Ninguno entendía nada de la política convencional de alianzas estratégicas ni de espacios de poder o estaban capacitados para administrar el funcionamiento del día a día en lo que los romanos llamaban res publica. Pero no dejaron de incomodar a las autoridades judías por sus graves inconsecuencias hasta convertirse en una molestia peligrosa para los dirigentes romanos. Su fruto enorme se basó en que su coherencia estuvo a la altura de sus convicciones llegando a convertirse en el referente para todas las generaciones posteriores. La iglesia de Cristo se ha metido en política en ambas direcciones. Muchos profetas y comunidades enteras han mantenido su coherencia en la fe, la esperanza y el amor a pesar de los peores pesares. Las mayores matanzas y persecuciones de la historia a los seguidores de Cristo se están dando ahora mismo, sin que muchos creyentes en la fe de Jesús apenas levantemos la voz en el Primer Mundo. Pero la Iglesia Pueblo de Dios se ha organizado en la Iglesia institución a medida que ha ido creciendo y a partir de ahí hemos llegado a cohabitar espacios de poder en los que nunca debimos estar, propiciando guerras de religiones hasta romper violentamente la unidad de los cristianos amenazando con la cruz a los contrarios: católicos y protestantes son la realidad más significativa de lo que comento, donde la religión y la política han cohabitado en ambos casos con el poder mundano de manera muy poco evangélica. De repente, el Papa Francisco nos sorprende una vez más con la mejor política posible: el impulso para la reconciliación entre católicos y luteranos. No se habla de unidad de las iglesias sino de reconciliación, que es mucho más importante, estando cerca, al parecer, la rehabilitación de Martín Lutero al que Francisco tilda de “reformador en un tiempo en el que la Iglesia no era un modelo a imitar: había corrupción, mundanismo, el apego a la riqueza y el poder”. Y apostilla que “las intenciones de Martín Lutero no estaban erradas, no fue un hereje y su gesto de la Dieta de Worms fue necesario”. Le faltó decir que hizo política profética dentro de la Iglesia. Pero a aquella pluralidad de carismas y de miserias humanas le faltó humildad y escucha para gestionarlas propiciando una espiral que luego fue imposible de controlar hasta convertir a Dios en un patrimonio excluyente de cada uno de los bandos. La realidad es que Lutero no quería dividir la Iglesia sino reformarla, aunque él tampoco fuera un ejemplo de diplomacia ante la simonía generalizada y corrupciones varias que nadie trataba siquiera de ocultar. Pero al final, se impuso la peor de las políticas con la peor de las religiones: violencia doctrinal que derivó en la física hasta el punto de que los principales gobiernos europeos se pusieron a guerrear entre ellos por asuntos de religión. Eso sí que fue una pésima política religiosa. Volviendo al presente, algunos se afanan en que sus oraciones les den fuerzas para trabajar juntos en la gran tarea del Reino para ser profetas de la coherencia amorosa de Cristo con los que necesitan urgentemente de ayuda, en común unión con todos los que participan de esta sensibilidad ante el dolor humano. Otros, en cambio, ante la mera posibilidad de que exista una confesión mutua al mismo Dios sin descartar que la intercomunión pueda hacerse realidad (es decir, la participación común en la eucaristía entre cristianos cuyas iglesias no están en comunión entre sí) amenazan con otro cisma si esto se produce. De la misma manera que la denuncia profética es la política evangélica a seguir, no es menos cierto que la reconciliación en clave de sanación con la humildad y el reconocimiento mutuo de aciertos y errores es esencial porque son gestos proféticos. Como afirma el cardenal Kasper refiriéndose a Lutero, el Evangelio es la fuente de la doctrina y la caridad es la fuente de la vida moral. En definitiva, la mejor política evangélica pasa, en el caso del ecumenismo, por un verdadero trabajo en común en lo esencial. Unidad no es necesariamente uniformidad. De lo contrario, todos seríamos de la misma altura, con igual color de piel, el mismo idioma y parejos gustos y sensaciones. La unidad en lo esencial está en el Amor Dios, con todo lo que supone amar de verdad para un cristiano, sea católico, ortodoxo o reformador. Y es aquí donde no podemos despistarnos como Iglesia por más tiempo.
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