La exigencia de refundar la Iglesia no la hemos inventado nosotros. El tiempo nos ha puesto en un camino de curvas sobre el hielo y debemos aprender a recorrerlo, sin saber del todo lo que hay al otro lado de la segunda curva, sólo que sigue estando allí Jesús, y que el invierno actual puede y debe convertirse en primavera. No podemos parar, pues dejar las cosas como están, manteniendo el sistema actual, parece la peor, al menos desde el punto de vista cristiano.
No se trata de romper con violencia lo que existe, sino de crear más allá de la nieve actual le nueva ciudad de puertas abiertas que vió en “sueño” el profeta del Apocalipsis (Ap 21-22). Tampoco Jesús derribó personalmente el templo (él anunció su caída), sino que lo derribaron celotas y romanos luchando por el control del sistema; pero aquel templo estaba ya vacío, muerto, antes que ardiera en las llamas de la guerra. Un tipo de religión oficial desaparece, pero hay nuevos caminos abiertos, con agua de evangelio. Cae un sistema, un tipo de “caparazón ya endurecido”, un organigrama donde muchos quedan fuera, pero no para que desaparezca la vida y las buenas conexiones personales y sociales, sino todo lo contrario: para que esas conexiones puedan funcionar mejor. No se trata de bendecir la pobreza, sino todo lo contrario: de abrir un camino de riqueza compartida, desde los más pobres (sin que se excluya a nadie). No se trata de negar a los hermanos, hermanas y madres, sino abrir un camino para que todos podamos ser hermanos, hermanas y madres, como anuncia Jesús en Mc 10, 28-31. No se trata pues de romperlo todo, para que llegue el caos (no se trata de romper la caña vacilante o de apagar la mecha ya debilitada), sino de fortalecer las cañas, de encender los fuego, mil fuegos de vida, para todos los hombres y mujeres. No se trata de de gozarnos en el puro caos, sino de crear desde el frío actual unas formas más intensas de comunión personal, de comunicación social y de esperanza, desde el evangelio. 1. Partir de lo que existe. Algunos sienten prisa: les gustaría que llegaran nuevos romanos imperiales (como el 70 EC) para destruir la sacralidad externa de la iglesia actual. Otros sostienen es tiempo apocalíptico: acaba la iglesia, termina el cristianismo, pero acaba también la vida sobre el mundo. En contra de eso, pienso que las cosas tienen un sentido y que es mejor apoyarse en lo que existe, pues mucho de ello es bueno: fruto de un largo proceso de fe y sufrimiento, camino esperanzadamente abierto. Lo que a veces parece simple iglesia en ruinas (visión de Francisco de Asís) contiene elementos que deben aprovecharse y restaurarse, según el ejemplo de aquel que no quiso quebrar la caña cascada, ni apagar la mecha humeante (cf. Mt 12, 20). Aquí debe aplicarse la paciencia histórica, hecha de ternura ante lo que parecen ruinas . Ciertamente, el Estado Vaticano debe desaparecer ya, hoy mejor que mañana; y con ese Estado el sistema de la Curia romana, con nunciaturas políticas y congregaciones que expresan el “dominio” de la iglesia romana sobre el conjunto de la cristiandad católica. 2. Fin de la Curia Vaticana. Desde hace siglos se viene hablando de una reforma “in capite et in membris” (de Roma y del conjunto de la cristiandad). En contra de lo que podía pasar en otro tiempo, sentimos una gran ternura por Roma (su historia y arte), pero pensamos que las funciones centralizadoras y burocráticas de su Curia Vaticano resultan no sólo innecesarias sino contraproducentes. Nos cuesta comprender la autoridad y sentido de unos monseñores o nuncios (arzobispos, obispos), sin comunidad donde cultivar normalmente su fe y sin tarea directamente misionera o creadora de vida cristiana. No me atrevo a presentar como inválidas sus “ordenaciones”, pues tengo una visión extensa de los ministerios, pero me parecen poco valiosas, pues sitúan a un obispo de la iglesia en un lugar donde es muy difícil el ejercicio de su tarea evangélica, en contacto de amor y comunión con los creyentes. La imagen de una Curia vaticana, de obispos sólo varones, en un clima de burocracia sacralizada, está más cerca del folclore que del evangelio. No se trata de pequeñas críticas externas , sino que criticamos el riesgo de identificar el Reino de Jesús con un sistema sacral, la comunión creyente con la uniformidad, la presencia de la iglesia cristiana en el mundo con la institución. El ministro del evangelio es, por definición, un hombre o mujer que llega de modo directo a los excluidos del sistema y crea comunión directa entre los fieles. Eso es difícil en la actual Curia Vaticana, donde parece que la documentación y burocracia, en línea de sistema, se sitúan por encima de la libertad y comunión personal del evangelio. 3. En favor de Pedro (=Papa). El obispo de Roma en cuanto tal no es necesario, pues no lo hubo hasta entrado el II EC (aquella iglesia estaba dirigida por presbíteros), pero de hecho ha realizado una función de pacto y unidad, sintiéndose vinculado a Pedro (y Pablo), cuya memoria y confesión mantiene Roma. La mejor aportación de esa iglesia es que empiece siendo una entre otras, dejando que esas otras exploren y busquen su camino, en clave de evangelio. Eso significa que debe abandonar sus funciones actuales de sistema, no con la tristeza de haber sido derrotada, sino por fidelidad al evangelio . Desaparece, como hemos dicho, la Curia Vaticana, pero queda el Obispo de Roma, con una tarea básica de guiar y animar su comunidad, en diálogo con las restantes iglesias, tomando como referencia especial a Pedro, signo de unidad en el conjunto del Nuevo Testamento. Se abre así un modelo distinto de unidad en comunión, que no sea un simple retorno a la historia más antigua (con sus reuniones, sínodos, concilios y encuentros comunes), ni tampoco una continuidad de lo que ahora existe (dirección unificada de la administración de las iglesias), sino experiencia de comunión dialogal entre iglesias hermanas y autónomas, dentro de un mundo unificado, a otro nivel, por el sistema. En esta comunión aún no explorada deberá decir su palabra de recuerdo, de impulso en caridad y de concordia en la fe el obispo de Roma, como signo personal (histórico, presente) de comunicación entre las comunidades. Por eso me pronuncio a favor del Papa. 4. Sin necesidad de protectores Hemos vivido por siglos en estado de cristianismo protegido, bajo autoridad de personas especializadas (sacerdotes) que nos han guiado, como a menores de edad, diciéndonos lo que podemos y debemos hacer. Los jerarcas ha sido así como madre, que engendra a sus hijos menores, maestra, que enseña a los ignorantes; ellos nos han ofrecido su doctrina, fijadas en línea fe (dogmas) o de acción (sacramentos), como si sólo tuviéramos obligación de “escuchar a los doctores”, dejándonos guiar por su magisterio, ministerio y sacerdocio. Esa actitud de protectorado bondadoso no responde al estilo de Jesús, que no fijó conclusiones, sino que abrió caminos, para que pudiera recorrerlos cada uno (cada iglesia) de manera autónoma: por eso habló en parábolas, dejando a los demás en libertad para pensar y decidirse; trató como a maduros a todos los que estaban a su lado. Por el contrario, cierta iglesia posterior ha querido guiarnos como a niños, nombrándonos obispos y pastores y diciéndonos aquello que debemos creer, en contra de la buena pedagogía, que no resuelve a los alumnos los problemas desde fuera, sino que les anima a buscar y recorrer de un modo personal su propio camino, aunque sea con equivocaciones. 5. Creatividad comunitaria. Ciertamente, la iglesia es lugar donde nacemos a la fe y aprendemos a vivir; pero sobre todo es casa donde compartimos el pan y dialogamos, como hermanos-hermanas y madres (cf. Mc 3, 31-25), en madurez humana y búsqueda comunitaria. Este ha sido y será un camino difícil. Ciertamente, ella ha dejado resquicios de autonomía creadora, que han explorado genialmente los grandes místicos como Juan de la Cruz, que muchas veces han debido exilarse interiormente para expresar sus experiencias; pero en general ella es una institución obsesionada por la seguridad y control de sus fieles. Dice que es casa de todos, pero los jerarcas monopolizan su palabra, presentándose como Magisterio sagrado, que todos los demás han de acoger con reverencia. Ciertamente, es una institución venerable, que acoge a acoge a muchos pobres y ofrece espacio de amor para millones de personas, pero tiene miedo de la creatividad comunitaria y del diálogo leal entre los fieles. Por eso debemos cambiarla, por amor al evangelio. No se trata de dejar a los creyentes solos, cada uno ante su Biblia, como han hecho algunos grupos protestantes, sino de potenciar comunidades, capaces de explorar y tantear, de crear y ofrecer caminos de evangelio (en libertad y comunión), en este tiempo nuevo en que la mayoría parecemos amenazados por el sistema . El evangelio es camino que nadie puede recorrer por nosotros; así nadie puede darnos soluciones hechas, sino que debemos buscarlas, amarlas, conversarlas, en comunión y conservando por lo menos el derecho a equivocarnos. Allí donde la jerarquía sabe, dice y decide, mientras los demás callan y obedecen (sin tener ni siquiera el derecho a equivocarse), está en riesgo la misma verdad de la iglesia. Aludo al principio de falsación de K. Popper y al título del bello libro de A. Domingo M., El arte de poder no tener razón. La hemenéutica dialógica de H. G. Gadamer, Univ. Pontificia, Salamanca 1991 6. Hogar contemplativo. Muchos hemos recorrido un camino de compromiso que ha venido marcado, en los años setenta y ochenta del siglo XX, por la teología de la liberación, como recordé en la primera parte de este libro. Lo que entonces sentimos y dijimos continúa siendo válido. Pero ahora, pasados los años, con la nostalgia de un fracaso (los problemas siguen, el sistema resulta imparable) y, sobre todo, con más honda experiencia de Jesús, queremos destacar el aspecto contemplativa de la iglesia, que es hogar de misterio, casa donde se comparte el pan de la plena humanidad, especialmente la palabra que brota de la boca de Dios (cf. Mt 4, 4), en un camino donde destacamos tres palabras. a. Libertad. Queremos que la contemplación sea expresión de la más honda autonomía, sin imposición de varones sobre mujeres (o viceversa), sin clausuras dictadas por la jerarquía, de manera que sean los mismos contemplativos quienes busquen y exploren su camino. b. Eclesialidad. Queremos que la contemplación sea un aspecto central de la vida cristiana, de manera que haya lugares y momentos donde creyentes puedan reunirse para compartir la experiencia de fe, en silencio o cantando, de un modo temporal o para siempre, ofreciendo al conjunto de la iglesia el testimonio de la experiencia fundante de Cristo. 3. Encarnación. Como he dicho ya, el siglo futuro debe ser un tiempo de amor contemplativo, si no quieren que el sistema le destruya. Pues bien, le contemplación cristiana ha de encarnarse y ofrecer su testimonio en los lugares donde el ser humano está más estropeado, es decir entre los excluidos del sistema, en gesto de plena gratuidad 7. Libertad creadora: ¡viene el reino! La iglesia habla de libertad y reino, pero da la impresión de que muchos han dejado de creer. Unos suponen que el ciclo cristiano termina: esto se acaba, resistimos un tiempo, mantenemos algunas estructuras, luego Dios dirá; somos los últimos de una larga historia, de mil años de tradición cristiana occidental. Otros tienen miedo y defienden el sistema: se creen llamados a mantener el orden y guardas las estructuras, en plano de dogma y disciplina, como si Cristo les necesitara para mantener la iglesia; normalmente se fijan en cosas secundarias (hábitos y rezos exteriores, estructuras caducas). Pues bien, en contra de unos y otros, pienso que este es un tiempo de bellísimo para sembrar evangelio. No se trata de hacer y programar, en línea de sistema, como si todo dependiera de nosotros, sino de dejar que la Palabra de reino penetre de nuevo en nuestra tierra (Mc 4). Esto es lo que importa: no tener miedo y explorar formas de vida cristiana, desde el evangelio, en comunión cordial con el conjunto de la iglesia, pero sin estar esperando las directrices directas de una jerarquía, que normalmente llega tarde. Se trata de ser iglesia, de acoger la voz del evangelio y de crear vida cristiana, con autonomía, en la línea de todo lo que he venido diciendo en este libro. En este fondo destaca nuevamente la importancia de los ministerios, que no tienen carácter sacerdotal (en el sentido clásico del término: no ofrecen víctimas, ni aplacan a Dios con sacrificios), pero son fundamentales, como mediadores de Palabra y Amor comunitario. No hay iglesia visible sin ellos, ni fraternidad sin institución, que organiza el amor desde el evangelio. Ellos resultan menos necesarios en un contexto religioso como el budista, donde cada iluminado puede y debe realizar su camino a solas. Pero, según el evangelio, son imprescindibles, pues los creyentes comparten la fe y amor en Cristo: la reciben, expanden y celebran por y con los otros. Como Cristo fue ministro (servidor) del Reino de Dios (de los humanos), así sus seguidores: todos son ministros de la Humanidad reconciliada, de maneras diferentes, dentro de una iglesia que se encuentra llena de tensiones, en momento de crisis. En este contexto queremos evocar el tema de la re-forma de los ministerios, conforme a dos caminos que deben acercarse (completarse), para bien de la Iglesia: Camino oficial. El Vaticano mantiene una actitud tradicional: insiste en el sistema y actúa como “estado religioso unificado”, con nuncios ante las naciones, nombramiento directo de obispos, formación presbiteral en seminarios, celibato, exclusión de mujeres etc. Mirado de un modo exclusivista, este modelo se encuentra a mi entender ya seco, y así me atrevo a confesarlo después de trabajar durante casi treinta años a su servicio, como profesor de seminario y facultad de teología, en la formación de estudiantes para el presbiterado. Está acabado (al menos en occidente), por la escasez vocacional y, sobre todo, por el tipo de vocaciones que prepara, desligadas de sus comunidades, separadas de la vida y crecimiento real de los cristianos. Las facultades de teología son para el estudio del cristianismo en el contexto de la cultura y religiones de la tierra. Las vocaciones ministeriales han de surgir y cultivarse desde el interior de las comunidades cristianas, que son semillero (seminario) para aquellos que deseen (y sean encargados de) realizar tareas apostólicas, varones o mujeres, célibes o casados, sin desligarse de su entorno y su trabajo humano, tras un tiempo de maduración y prueba, reasumiendo de forma no patriarcal la inspiración de Pastorales. En principio, sólo las comunidades pueden suscitar y animar ministros de evangelio (especialmente presbíteros y obispos). Es normal que esos ministros conozcan la Palabra, pero no tienen por qué ser especialistas en ella, pues los teólogos se dedicarán básicamente a la enseñanza, no al ministerio de organización eclesial. La forma actual de preparar ministros en abstracto y para todo (celebración y enseñanza, dirección comunitaria y servicios sociales…), elevándoles de nivel al ordenarles de presbíteros (e incluso de obispos), sin referencia a una comunidad concreta en la que puedan compartir la fe, me parece carente de sentido (o vale sólo para casos excepcionales, de posibles misioneros). Camino extra-oficial. Hay comunidades que empiezan a reunirse por sí mismas, sin un presbítero oficial, suscitando desde abajo sus propios ministerios de celebración y plegaria, servicio social y amor mutuo etc, como al principio de la iglesia. Son comunidades que han comenzado a compartir la Palabra y celebrar el Perdón y la Cena de Señor sin contar con un ministro ordenado al estilo tradicional, pero sin haber roto por ello con la iglesia católica, sino todo lo contrario, sabiéndose iglesia. Estos “ministros” pueden recibir nombres distintos: a veces se les llaman colaboradores, otra son auxiliares o párrocos seglares, otras asistentes pastorales… Lo del nombre es lo de menos. Más importante es el hecho de que algunos están reconocidos y realizan funciones oficiales: todo lo del presbítero menos “consagrar” y “absolver” de manera solemne. En otros casos, tanto las comunidades como sus “ministros” actúan sin respaldo oficial, llegando incluso a consagrar y absolver los pecados, en celebraciones de la Cena o Perdón. En caso de conflicto con la jerarquía pueden afirmar que actúan de un modo “privado”: lo que presiden no es Eucaristía o Penitencia sacramental, sino celebración piadosa (no oficial) de la Cena y Perdón de Jesús. Pero esta parece una disputa de palabras. Las comunidades que actúan de esta forma carecen de visibilidad oficial (no tienen comunión ministerial externa), pero pueden estar en Comunión real con el conjunto de la iglesia. Ellas son, por ahora, pequeñas y frágiles, pero estoy convencido de que van a multiplicarse, eligiendo sus ministros (varones o mujeres), para un tiempo o para siempre, conforme a la palabra de Mc 9, 39 no se lo impidáis. Desde el momento en que el sistema sacral pierde fuerza, ellas pueden elevarse, creando una comunión o federación de iglesias, como al principio. Teológicamente hablando, estas comunidades no integradas (por ahora) en el orden oficial de la Gran Iglesia no plantean dificultades. Así nacieron al principio las iglesias, así eligieron sus ministros, así se federaron formando unidades mayores. Por ahora, la Gran Iglesia no admite ese modelo, pero lo hará pronto, no sólo por la fuerza de los hechos sino, por la misma evolución de sus ministerios oficiales, que irán perdiendo sacralidad sacerdotal (carácter jerárquico) para convertirse en servicios comunitarios de carácter flexible, desde el interior de las mismas comunidades. De esa forma se irá acercando la iniciativa del pueblo cristiano y la tradición de las grandes iglesias, en un camino de re-forma cristiana que nadie puede asegurar o fijar de antemano. El organigrama jerárquico de la iglesia actual es más propio de un sistema burocrático sacral y estamental que de una comunión de seguidores de Jesús. Sólo así se entiende el hecho de que ordene ministros en sí (presbíteros sin comunidad, obispos sin iglesia), como expresión de honor y cambio de estado (elevación estamental), con una fiesta que evoca las celebraciones paganas de concesión de títulos de nobleza. Muchos de esos ministros absolutos (sin comunidad o iglesia), mantienen un carácter difícil de precisar, de manera que parece preciso que volvamos a los primeros tiempos de la iglesia, que en el siglo V (Concilio de Calcedonia, año 451) prohibía la ordenación en sí, sin referencia a una iglesia. Un ministro cristiano que pierde o abandona su comunidad o tarea ministerial dentro de una comunidad o iglesia deja de ser ministro, sin necesidad de dispensa o “reducción al estado laical” (que es una terminología no cristiana).
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