“¡A vino nuevo, odres nuevos!” (Mc 2, 22).
“Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido viejo y la rotura se hace más grande. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más ni el vino ni los odres. ¡A vino nuevo, odres nuevos!” (Mc 2, 21-22). Es este el ícono evangélico que –a mi manera de ver– mejor muestra la situación actual de la iglesia y del cristianismo. Por todos lados se pide renovación y desde muchos lugares surgen experiencias renovadoras o intentos de renovación. Es la frescura de la espiritualidad que se abre camino entre los senderos casi desiertos de una religión en agonía: ¡Es el vino nuevo que se hace presente para regalarnos el amor y celebrar la vida! Pero insistimos en poner este vino nuevo en odres viejos. Ese es el drama de la iglesia: aferrada a los odres de la doctrina y sus obsoletas estructuras no sabe aprovechar ni disfrutar del vino nuevo. A menudo no sabe qué hacer con este vino nuevo y se desperdicia. Necesitamos odres nuevos para este vino espumante y gracioso, un vino lleno de vida y de burbujas, un vino de buen cuerpo y robusto. Un vino con tanta fuerza que va rompiendo sin piedad los odres desgastados y rajados. Es el vino nuevo que pide reformular al cristianismo y a la iglesia. “Reformular a la iglesia”: propuesta un tanto atrevida y arriesgada. Fiel a mi sentir y mi conciencia siento también que es un camino necesario, urgente e imprescindible. También porque, por un lado, ya se está dando. Se está dando naturalmente, a partir de la base, de la gente común, de los laicos. Y también por algunos que otros gestos del Papa Francisco. Pero, en general, la jerarquía parece “no saber” o hacer la vista gorda. Así, también, la teología “oficial” y el magisterio. Acompaño a muchas personas y grupos que ya no se sienten reflejados en esta iglesia. Muchos se alejan paulatinamente buscando otras fuentes de agua viva y no cisternas agrietadas (Jer 2, 13). Otros resisten e intentan el cambio desde dentro. En fin: algo se mueve y se está moviendo, que la jerarquía lo sepa o no, lo quiera o no. Quiero dar mi aporte en este sentido. ¿Por qué reformular? Me pareció el término más correcto: respetuoso del pasado y audaz con el futuro. Hubiera podido usar “renovar”: pero hablar de renovación en muchos casos no tiene toda la profundidad necesaria. A menudo el “renovar” se esfuma y diluye como una simple mano de pintura sobre un revoque en ruina. Reformular es más contundente: mantiene la esencia y a la vez permite enterrar definitivamente algunos aspectos y dar cabida a otros. Unas premisas que me parecen importantes: La iglesia institución es uno de los grandes obstáculos para el hombre moderno y, a menudo, también para el creyente. Las instituciones en general están en crisis y están mal vistas. Muchas veces con razón: toda institución con el pasar del tiempo pierde el espíritu originario que la suscitó y se enreda en una sinfín de incoherencias: “hacer carrera”, corrupción, fanatismo, exterioridad, legalismo. No es necesario poner ejemplos para la iglesia, me parece. La institución iglesia va repensada y reformulada. Muchas veces se tiene la impresión que la iglesia sigue más el derecho canónico que el evangelio, se preocupa más de cumplir con sus reglas y normas que de atender al Espíritu, defender doctrinas que acompañar al ser humano en su búsqueda y dolor. Con todo esto no se quiere negar que cierto nivel institucional y jurídico sea necesario, al contrario. Lo necesitamos por nuestra existencia concreta y frágil, marcada muchas veces por el egoísmo. Pero no podemos permitir que lo institucional sofoque al genuino Espíritu –hecho muy recurrente lamentablemente–. Repensar lo jurídico-institucional en la iglesia significa reformular sus propios fundamentos a partir de la evolución de la humanidad y de los logros de estos siglos en el campo de los derechos humanos, la antropología, la psicología, la sociología, la espiritualidad. La iglesia institución funciona casi como una monarquía. El Papa, amparado por el derecho, puede hacer prácticamente cualquier cosa. Así los obispos en sus diócesis. Todo organismo eclesial es simplemente “consultivo”. En un mundo que, después de tanto sufrir, logró en su mayoría el modelo democrático y participativo, una visión de iglesia monárquica o casi es inaceptable. Y esto, más allá de las fallas de los sistemas democráticos y su –sin duda– posible y necesaria mejoría. Obviamente en la iglesia se habla de comunión. Hasta existe una propia eclesiología de comunión. Hay experiencias muy lindas y positivas en este sentido: pero casi siempre a partir de la base. Comunión sí, pero si decide la jerarquía y como decide: ¡Qué extraña comunión! ¿Dónde fundamenta la iglesia este proceder muy poco evangélico? En una lectura parcial, interesada y superficial de los evangelios y en un criterio tautológico, es decir, que se explica en sí mismo. Simplificando, el razonamiento es el siguiente: la iglesia afirma que su autoridad le viene de la Palabra de Dios. ¿Y quién afirma lo que es Palabra de Dios y la interpreta? La iglesia. Algo así no es transparente y no resiste a la crítica de la razón y a la autonomía del ser humano que es uno de los grandes logros de la modernidad. No reconocer la autonomía del ser humano y de las leyes del universo supondría relegar a “Dios” en un cuarto aislado e inaccesible y quedarse en un oscurantismo, esclavos de creencias. Hay aún más: muchas leyes eclesiásticas se fundamentan en interpretaciones de pasajes evangélicos. En dichas interpretaciones muchas veces no hay coherencia ni igual criterio. Las doctrinas del Papado, del pecado original y de la indisolubilidad del matrimonio por ejemplo se fundamentan en muy pocos versículos e interpretados literalmente o casi. Las preguntas se hacen solas: ¿Por qué algunos versículos se toman al pie de la letra o se interpretan rígidamente y otros no? ¿El criterio de interpretar el mensaje evangélico en su conjunto no vale para estos versículos? Parece que hay distintos criterios de interpretación, según convengan o menos al poder establecido o a la necesidad o menos de confirmar tesis teológicas y doctrinales. Un camino hacia una mayor coherencia y autenticidad es necesario. La iglesia, si quiere ofrecer al mundo una palabra autentica, debe poder abrirse a un dialogo a 360 grados con sus críticos y con todo el mundo. Tiene que poder ofrecer argumentos válidos anclados en la experiencia y en la razón, no en una supuesta autoridad recibida de Dios (fideísmo) y de la cual es imposible un comprobante. Otros ejemplos pueden esclarecer: la elección del Papa y los obispos y el magisterio. La elección del Papa es sumamente anti-democrática y no tiene en cuenta la eclesialidad. El Papa elige los cardenales que, a su vez, elegirán al Papa sucesivo. No hay ninguna forma de participación del pueblo. Y ni que decir, que los cardenales son todos varones. Obviamente se fundamenta todo esto bíblicamente. Fundamento que no existe por supuesto y que se intenta crear estirando y manipulando los textos. La elección de los obispos es sumamente autoritaria y falta total de transparencia. El rol de los nuncios es fundamental y muchas veces el Nuncio de turno no conoce fehacientemente la realidad. Las consultas son parciales y envueltas en un oscuro misterio. Los informes que llegan a Roma no se conocen y también están rodeados de misterio. Por no decir que también acá juegan simpatías, acuerdos, etcétera… El pueblo cristiano –la enorme mayoría de los cristianos– prácticamente no tiene ninguna voz en la elección de sus pastores. Lo mismo se puede decir –tal vez matizando un poco– de los párrocos. El magisterio está también envuelto en una sacralidad que no tiene. Con Francisco –sus palabras, gestos y pedidos de perdón– quedó claro, por ejemplo que la doctrina de la infalibilidad papal no se puede sostener. La jerarquía exige obediencia al magisterio: no se puede pensar ni opinar distinto. Por lo menos “oficialmente”. Se crea así una brecha hipócrita terrible. Varios obispos y sacerdotes (y, mucho más, catequistas y laicos) no concuerdan con las posturas “oficiales” de la iglesia pero no se atreven a expresarlo y –menos– a ponerlas arriba del tapete. Sería mucho más honesto, humanizador y evangélico que el magisterio pierda su carácter absoluto y dogmático para volverse abierto, dialogante y orientativo. En la práctica concreta en definitiva, lo que se vive en la iglesia, es autoritarismo y no autoridad. La autoridad, bien lo sabemos, no se impone, sino que se reconoce. Y la jerarquía sigue exigiendo obediencia y fidelidad en detrimento de la libertad de conciencia. El evangelio es también testigo clarividente de todo eso, pero la jerarquía hace oídos sordos. A Jesús se le reconoce autoridad, él no la exige en ningún momento. La gente misma le reconoce a Jesús cierta autoridad por su coherencia de vida. El “principio autoridad” de la iglesia tiene que dejar lugar al “principio autenticidad”, como afirma el teólogo italiano Vito Mancuso. La autenticidad de una vida es reconocida por la gente sin necesidad de imponer ningún tipo de autoridad. Todo esto conduce al respeto de la conciencia, cosa afirmada por el catecismo pero muy poco practicada por la jerarquía. “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (1795. El texto reenvía al documento conciliar Gaudium et Spes 16). Sigue –de manera menos violenta pero más oculta y perniciosa– cierta inquisición: la libertad de pensamiento que también la iglesia reconoce en sus documentos, en la práctica no es reconocida. Roma controla los obispos, los obispos se sienten controlados y controlan a los sacerdotes, los sacerdotes se sienten controlados y controlan a los laicos… ¡terrible circulo vicioso y tan poco evangélico! ¿Se puede ser cristiano así? Ya di mi respuesta, como podrán imaginar. Obviamente todo este planteamiento –supongo– no le gustará mucho a la jerarquía: su poder está amenazado. Y siempre buscarán respaldo en la tradición y en la subjetiva suposición de que su autoridad viene de Dios. Hasta que se escudan en este argumento todo sincero dialogo es imposible. También porque este “dios” del cual vendría su autoridad, ha muerto. O, tal vez, nunca ha existido. Todo esto está profundamente unido al segundo camino. Camino teológico-doctrinal Desde la teología surge la doctrina y desde la doctrina se exigen maneras de vivir, de entender la vida, de comportarse. Después de los primeros concilios ecuménicos la doctrina fue marcando el camino del cristianismo y la vida concreta de muchas personas. La teología y la doctrina de la iglesia, después de los primeros siglos de frescura y mística, fueron empapando la vida del cristiano. La iglesia, unida al poder político, fue desarrollando la teología y la doctrina a partir del imperio y se fue estableciendo con las características propias de un imperio/estado: poder legislativo, ejecutivo, judicial. La liturgia misma tiene una importante derivación imperial… ¿y tiene que ver con el evangelio? Ahora bien: al leer el evangelio uno no se ve apabullado por disquisiciones teológicas ni oprimido por pesadas doctrinas. Al contrario: trasluce en cada página libertad y frescura. Notamos a un Jesús amante de la vida, hombre libre, preocupado por hacer el bien y revelar el rostro misericordioso del Padre. Todo esto obviamente –no soy tan ingenuo– no significa que teología y doctrina no tengan su lugar y no sean también importantes. La teología… ¡hasta me gusta! Significa volver a priorizar la experiencia y la vida por encima de la teología y la doctrina: criterio clave en todo camino espiritual y criterio usado por el mismo Jesús. Sin duda la teología y la doctrina católica marcaron una época y tuvieron sus logros y sus importantes aportes. En este cambio de época es fundamental tener la valentía de reubicarlos y recomprender su aporte a la vida de la iglesia y del cristiano común. El camino, a mi parecer, tiene dos vertientes. Por un lado –ya lo adelantamos– volver a priorizar la vida por encima de la teología y la doctrina. Este proceso, por cuanto tan sencillo y hasta lógico, no resulta tan fácil a la hora de su aplicación concreta. ¿Qué me sirve un hermoso pensamiento teológico o una fantástica doctrina si no transforma mi vida, no me hace mejor persona y más capaz de amar? ¿Qué me sirve “saber” (racionalmente) que Dios es Uno y Trino si mi vida relacional es un desastre y si no soy capaz de relacionarme? La falacia esencial está en la concepción de la verdad: el cristianismo – más que nada la iglesia jerárquica en su magisterio – fue deslizando el eje desde lo existencial a lo racional/intelectual. La verdad pasó a ser un enunciado/contenido mental, con poca o ninguna relación con la vida real y concreta. Comprender entonces que La Verdad no se puede afirmar ni definir a través de conceptos es fundamental. La Verdad es inabarcable e indefinible, la Verdad nos abarca, sostiene, desborda por todos lados. Como la Vida. Cuando se hace la indebida equiparación entre dogma y verdad estamos reduciendo la Verdad a nuestros conceptos, siempre relativos y condicionados. Una anécdota muy conocida de la vida de San Agustín lo refleja muy bien: “Un día San Agustín paseaba por la orilla del mar, dando vueltas en su cabeza a muchas de las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la Trinidad. De repente, alza la vista y ve a un hermoso niño, que está jugando en la arena, a la orilla del mar. Le observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar, llena el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un hoyo. Así el niño lo hace una y otra vez. Hasta que ya San Agustín, sumido en gran curiosidad se acerca al niño y le pregunta: «Oye, niño, ¿qué haces?» Y el niño le responde: «Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo». Y San Agustín dice: «Pero, eso es imposible». Y el niño responde: «Más imposible es tratar de hacer lo que tú estás haciendo: Tratar de comprender en tu mente pequeña el misterio de Dios».” Más allá de la historicidad o menos del acontecimiento refleja la postura del teólogo y místico de Hipona. Todo esto nos lleva a la segunda vertiente. La misma expresión de la fe en dogmas y doctrinas está condicionada y limitada por la cultura, la época, el lenguaje, las coordinadas sociales, filosóficas y religiosas. Solo para poner un ejemplo: el concepto de “persona” que está a la base de todos los dogmas cristológicos y trinitarios hunde sus raíces en la cultura griega del primer siglo. El concepto de persona que tenemos hoy – la conciencia humana va evolucionando – es muy distinto, más completo, más profundo. No podemos seguir con el mismo concepto de persona, como si Kant (1724-1804), Kierkegaard (1813-1855), Husserl (1859-1938), Freud (1856-1939), Mounier (1905-1950), Wittgenstein (1889-1951), Jung (1875-1961), Buber (1878-1965), Perls (1893-1970), Maslow (1908-1970), Marcel (1889-1973), Heidegger (1889-1976), Piaget (1896-1980), Rogers (1902-1987), Levinas (1906-1995), Frankl (1905-1997), Hellinger (1925), Grof (1931), Wilber (1949) no hubieran existido… y solo por citar unos pocos pioneros y casi solo de cultura occidental. No podemos ignorar los descubrimientos y los análisis de la psicología transpersonal, de la filosofía, la espiritualidad, la física cuántica. La teología y la doctrina católica siguen apoyándose en buena parte en la filosofía de Aristóteles y en la teología de San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino. Sin duda grandes pensadores que abrieron caminos y pusieron fundamentos válidos. Pero también hay aspectos que son superados, cosas que hay que dejar y otras que reinterpretar y actualizar. Es el trabajo, justamente, de la teología a la cual le cuesta perder seguridades y dejarse interpelar por lo nuevo. En muchos casos lo que guía la teología no es el amor por la verdad y la necesidad innata del ser humano de comprender, sino el miedo. Miedo a “perder” la supuesta fidelidad a una verdad mental y expresada en dogmas. Estoy convencido que el punto más urgente que está a fundamento de todo es dejar el “teísmo”. El teísmo es una concepción religiosa que entiende a la divinidad como a un Ser separado que interviene en el mundo desde afuera. Es la manera de entender a Dios que todavía predomina en el cristianismo y en la iglesia. Toda la liturgia, la moral, la vida de oración, la espiritualidad está impregnada de teísmo. Desde siempre los místicos de todas las tradiciones vivieron otra experiencia que intentaron expresar desde otras categorías y lenguaje. El camino evolutivo de la humanidad y el cambio de paradigma que se está dando nos invitan a dejar el teísmo y a entrar en otra – y más profunda e integral – experiencia de Dios y de lo trascendente. Todavía no hay una palabra clave y reconocida que sustituya a “teísmo” o, por lo menos, la desconozco. Se intentan algunas y tal vez la que obtiene más aceptación es “pan-en-teísmo”: Dios está en todo cual principio, origen y sostén. Pero no se confunde con el todo: eso sería el “panteísmo”, que desde siempre la iglesia tachó de herejía. A mí me gusta usar otra palabra, más sencilla y compresible para todos: “interioridad”. Dios es la interioridad de todo, el núcleo esencial de todo. Ya lo decía San Agustín: Dios es más íntimo a mí mismo que mí propia intimidad. En este sentido no hay separación y esta es la clave de la nueva comprensión de la divinidad y del nuevo paradigma. Entre Dios, ser humano, mundo no hay ninguna separación, sino profunda unidad/unicidad. Unicidad que no quita la distinción, sino la fundamenta y en ella se expresa. “Unicidad” –como sugiere el teólogo Albert Nolan– expresa mejor lo que se quiere decir: “unidad” supondría dos dimensiones separadas que después se unen. “Unicidad” en cambio expresa lo Uno que preexiste a la multiplicidad y las diferencias y que en ellas se revela y expresa. La unidad/unicidad entonces no se construye en primer lugar, sino que se descubre. Así encontramos también el eje del evangelio: la gratuidad. Los filósofos y teólogos que están caminando en esta nueva perspectiva son muchísimos y de todas las latitudes y culturas. Todavía se conocen pocos, todavía la jerarquía no da espacio a todo eso cuando no va cerrando puertas por acá y por allá. En los laicos en cambio se nota mucha más apertura: sin todo el peso del armazón dogmático son muchos más libres para seguir al Espíritu y huelen la presencia de lo verdadero con más sensibilidad y finura. Más allá de esto me parece que hay dos grandes tareas pendientes de la teología católica con un eje transversal: Revelación y Encarnación las tareas, Unicidad de Cristo el eje. A la luz del cambio de paradigma y del abandono del modelo teísta es urgente reinterpretar estas dos categorías fundamentales de nuestra teología. ¿Qué significan Revelación y Encarnación hoy? ¿Cómo expresarlas? No es tarea para este breve compartir obviamente, pero es necesario y urgente. ¿Cómo recomprender la Revelación y la Encarnación después de Newton y Einstein por ejemplo? Las explicaciones teológicas de Revelación y Encarnación (con su relativo peso doctrinal) todavía en vigencia por ejemplo –por lo menos desde la teología oficial– no tienen en cuenta que el Universo está en continua expansión y que la luz puede actuar como onda o materia a partir de un observador consciente… como tampoco tienen en cuenta los descubrimientos de la psicología transpersonal y las experiencias de los “místicos” hinduistas y budistas… La Unicidad de la salvación en Cristo es el eje transversal. Toda la teología católica en el fondo se asienta sobre ese cimiento. Nadie puede tocar el cimiento. Hay miedo. Pero es un cimiento que necesita ser reinterpretado. La interpretación clásica, por dogmática que sea, ya no rige ni convence. Más aún: es un obstáculo para el desarrollo mismo del cristianismo, la comunión, el ecumenismo, la misión. Reinterpretar la unicidad de Cristo obviamente significa también reinterpretar el concepto de salvación. Y –con él– sus agregados: infierno, paraíso, vida eterna. ¿Qué es salvación? ¿Qué significa que Cristo salva? ¿Qué significa la unicidad de Cristo? Las respuestas dogmáticas y prefabricadas ya no son posibles, ni aceptables. Hay que dejarse cuestionar, abrir la mente, “experienciar” lo trascendente que supera infinitamente nuestros frágiles y a menudo turbios conceptos. Los recientes descubrimientos en neurobiología y teoría cuántica y la profundización en el tema de la conciencia no pueden quedar afuera del camino de la teología. Quise dar unas simples pistas o pautas para el caminar de la teología, un simple pantallazo para que se pueda ver la profundidad e importancia del tema. Camino interior-espiritual Otra importante dimensión es la espiritualidad. La tradición de la iglesia aportó mucho a la humanidad en este sentido y hay una gran riqueza de espiritualidad y espiritualidades en la historia de la iglesia. Hoy en día también existen propuestas interesantes y genuinas de un camino espiritual. Pero también no hay que desconocer que la mayoría de los cristianos –normalmente insertados en parroquias– se conforma a menudo con una muy poco profunda participación al culto, algunos que otros cursos de formación, algún retiro y –con suerte– alguna actividad caritativa o social. También en este sentido hay que dar un giro: la espiritualidad tiene que pasar a ser el eje del camino cristiano. Sin espiritualidad también el culto y el rito se vuelven estériles. Y también el servicio concreto pierde su fuerza y su dimensión trascendente. Poner en el centro a la espiritualidad significa dar prioridad a la interioridad. Espiritualidad, interioridad, mística están muy conectadas y en su núcleo apuntan a la misma realidad. Y estas tres dimensiones hacen referencia a otra, que ya citamos: la experiencia. En nuestro mundo posmoderno ya no se cree por el principio de autoridad o simplemente por tradición. Se vuelve central la experiencia. Ya lo había dicho Pascal: “Dios no quiere ser pensado, quiere ser vivido”. Doctrinas y dogmas caen con facilidad en el pensar sobre Dios y solo si surgen desde una viva espiritualidad pueden encontrar su sitio y ser útiles. Espiritualidad, interioridad y camino místico apuntan directamente e inmediatamente a la experiencia. Cuando Karl Rahner en el siglo pasado lanzó su famosa profecía: “El cristiano del siglo XX será un místico o no será cristiano” apuntaba justamente a esta dimensión. El camino místico es un camino de inmediatez: intentamos tocar la Vida tal cual es y tal como se presenta, sin las interpretaciones y los filtros del ego. Las mediaciones – en cierto sentido – pasan en segundo lugar. Y esto es lo que preocupa a la iglesia jerárquica: si la mediación se vuelve secundaria – con esto no estamos diciendo innecesaria – el poder y el control de la jerarquía disminuyen considerablemente. Pero el camino místico no significa la cancelación de la mediación, al revés: desde la mística todo es mediación y símbolo de lo Eterno. Desde ahí entonces también la mediación de la iglesia –autoridad, sacerdocio, sacramentos– encuentra su justo sentido a servicio de la experiencia y no en oposición o queriendo manipular dicha experiencia. La espiritualidad y la mística se nutren y viven de la interioridad. Interioridad que se fue perdiendo en la vida de la iglesia y del cristiano común. Muchos se conforman con participar del culto o de rezar según les enseñaron, generalmente con palabras y devociones varias. La interioridad se fue perdiendo también a partir de la cultura dominante, justamente cultura de la exterioridad, la apariencia, lo inmediato (que no es la inmediatez de a experiencia), lo fácil, lo seguro. ¿Qué se quiere decir cuando hablamos de interioridad? Interioridad se refiere al núcleo invisible y esencial de todas las cosas. “Lo esencial es invisible a los ojos”, recordaba el principito de Saint-Exupery. Esta esencia que no se ve encierra el Misterio. Esta interioridad es la “mismidad” de cada cosa y también podríamos llamarla “espíritu/Espíritu”: dependiendo si nos referimos a la cara humana de la medalla o a la cara divina. Desde esta interioridad, desde el Espíritu, arranca todo y todo se manifiesta. Lo que llamamos “exterior” brota desde el interior. La belleza y la bondad del “exterior” dependen de su conexión vital y su fidelidad a lo interior. Cultivar la interioridad es entonces tarea primordial para vivir una autentica espiritualidad y adentrarnos en el camino místico del cual depende, según decía Rahner, nuestro ser o menos cristianos. Y antes todavía: nuestro ser o menos humanos. Cultivar la interioridad pasa necesariamente por el silencio. No acaso, todos los místicos, son hombres y mujeres del silencio. Todo esto parece bastante obvio hasta para los profanos o personas pocos afines a temas espirituales o religiosos. ¿Cómo llegar a lo más interior sin silencio? ¿Cómo llegar al corazón – para usar uno de los símbolos más universales de lo interior – sin silenciar la mente? Lo interior sugiere por sí mismo profundidad y ocultamiento. Lo interior vive en lo profundo y no es visible en la superficie. Decía ya en el IV siglos antes de Cristo el filósofo chino Mencio: “Quién llega al fondo de su corazón, conoce su naturaleza. Conociendo su naturaleza, conoce a Dios.” Todo esto, repito, parece bastante obvio. Tan obvio que nos cuesta muchísimo su práctica. Muy a menudo –cuando no exclusivamente– la oración y las liturgias de la iglesia son una sucesión interminable de palabras y gestos donde vislumbrar algo “interior” se hace difícil. También la vida cotidiana y concreta del cristiano común parece ubicarse más por el lado del activismo y lo superficial que por el lado del ser y la interioridad. En el mejor de los casos ocurre que nos reservamos de vez en cuando algún momento de silencio exterior o dedicamos un tiempo más prolongado a la oración en retiros y encuentros. Más allá del camino del silencio vivir la interioridad pasa también por la lectura, el estudio, la capacidad de dialogo y escucha, por darse tiempo humano de calidad para estar juntos, para estimular la creatividad innata que todos tenemos. La interioridad no se convierte en el centro y el eje de nuestra existencia de forma automática. La iglesia, que se autodefine “maestra y experta” en humanidad y espiritualidad tendría que marcar el paso en este sentido y comenzar a proponer más seriamente caminos de auténtica interioridad y espiritualidad. Podemos aprender mucho de otras tradiciones –budismo e hinduismo por ejemplo– que hacen del silencio y la interioridad el eje de sus prácticas espirituales. ¿Pero la iglesia tiene la humildad para aprender de los demás? ¿O se queda con “su” verdad? Este es el gran tema y el gran obstáculo tal vez. Hay caminos fecundos ya recorridos y por recorrer. Hay experiencias en marcha muy positivas y enriquecedoras: bastaría preguntar, abrirse, escuchar. Hay infinitas posibilidades para abrir horizontes y dejarse atrapar por nuestra esencia: el Espíritu. Camino artístico-poético Otro de los caminos para reformular a la iglesia es el camino del arte y la poesía. Arte y poesía (no solo en sentido literario, sino como manera de ver la vida, como forma de percibir la realidad) van a trabajar dimensiones más profundas del ser humano y usan otro lenguaje. La iglesia –más allá de su rica historia en cuanto a lo artístico– se fosilizó especialmente en lo conceptual. La manera de predicar, de anunciar y la catequesis están en muchos casos centrados en el nivel racional: se transmiten conceptos. El arte y la poesía logran trasmitir la experiencia desde otra dimensión y otro nivel. El lenguaje artístico y poético es más simbólico, más directo, más sencillo y profundo a la vez, más fiel a la experiencia y va a cuestionar y remover capas del ser humano más profundas que la mental. Toda la esfera emocional y afectiva –sin duda el eje desde el cual el ser humano se mueve– se alcanza más fácilmente y radicalmente por los lenguajes artísticos y poéticos. Todo esto invita a una profunda revisión. Más allá de que el lenguaje simbólico esté presente en la liturgia, en la actualidad muchos de los gestos no son comprendidos. El lenguaje litúrgico es, en muchos casos, obsoleto y no se entiende más. También su repetitividad alejada de la vida real se convierte en un obstáculo a la hora de proponer una experiencia. Es hora de revisar este lenguaje e intentar caminos nuevos. Dando más cabida a la creatividad y al “aquí y ahora” donde la liturgia se desarrolla. También en la catequesis y el magisterio habría que dar entrada oficial y cabal al arte, la poesía y sus lenguajes. Así mismo en los seminarios y las facultades de teología: en muchos casos egresan sacerdotes y agentes pastorales muy bien preparados intelectualmente pero que no saben comprender a la gente ni saben comunicarse desde el corazón. Cosa que, por lo que me parece, fue central en el caminar del Maestro de Nazaret. Los documentos eclesiásticos –por cuanto profundos e interesantes– son bastantes largos y pesados y están centrados en repetir conceptos. También en este camino hay intentos muy interesantes y positivos que sería bueno que la autoridad eclesiástica no desconociera. Sería importante dar más espacio y oficialidad a estos intentos y propuestas. Camino realista-antropológico Otro camino que propongo para reformular a la iglesia a partir del cambio de época es el camino que llamo “realista-antropológico”. La iglesia, “experta en humanidad”, ha perdido el contacto con la realidad y con el hombre concreto. En muchos casos vive de recuerdos y nostalgias. Va por caminos paralelos a la humanidad: cosa que Jesús no hacía. Jesús caminaba al lado del hombre real y concreto, con sus necesidades y sus búsquedas, sus alegrías y sus dolores. La iglesia a menudo –obviamente me guardo bien de generalizar– sigue anclada a una manera de ver el mundo y a doctrinas que ya no responden al hombre actual y al camino evolutivo de la humanidad. Cuando hay que invitar a alguien a visitar un psicólogo, manda a rezar un Rosario y en muchos casos intenta resolver importantes conflictos emocionales con Misas y devociones varias. No se resuelven conflictos emocionales solo con la oración, por cuanto importante y necesaria sea. Los recientes escándalos tendrían que despertarnos sobre esta manera espiritualista de pensar y actuar que tanto daño puede hacer. El don del discernimiento es fundamental y es justo en eso donde en muchos casos fallamos, víctimas del autoritarismo, del abuso de conciencia, del espiritualismo, del dogmatismo. Estos cuatro elementos impiden desde la raíz un auténtico y sereno discernimiento. Por otro lado, gastamos tiempo y energía en cosas superficiales y pasajeras sin estar presente con todo nuestro ser ahí donde el hombre sufriente está. Respondemos a preguntas que nadie hizo y no contestamos a las que nos hacen. Acompañando a personas y grupos –en general “gente de iglesia”– se me plantean cuestiones de fondo (morales, doctrinales, pastorales) que sospecho que muchos miembros de la jerarquía ni se imaginan y siguen viviendo en la ilusión que el pueblo de Dios sigue aceptando sin más todo lo que el magisterio afirma y como lo afirma. No es así: muchos cristianos, más de lo que pensamos, se están cuestionando muchos de los fundamentos del cristianismo y de la doctrina católica. Haríamos bien en tomar en serio sus preguntas, sus búsquedas, sus dudas. Jesús descubría a Dios en la realidad y en la realidad Dios se sigue manifestando y revelando. ¿Qué es esta bendita realidad? Es lo que es. Así de simple y revolucionario. En “lo que es” Dios se está revelando y por eso la fidelidad a lo real es fidelidad a esta interioridad en la cual y desde la cual encontramos al Misterio. La fidelidad a lo real es la clave para poder actuar y transformar el mundo. No se trasforma el mundo y la sociedad enfrentándolos, sino amándolos. Y el amor empieza siempre con la aceptación radical. El evangelio vuelve una y otra vez al “no juzguen” que justamente hay que interpretarlo desde la sabiduría ancestral de la humanidad y no desde la óptica moralista. “No juzguen” en primer lugar es: acepten, amen, no discriminen, miren más en profundidad. La parábola de trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30) es un buen ejemplo de todo eso. La fidelidad a lo real es entonces esencial. Pero me parece importante dar un énfasis particular a la antropología. Las ciencias antropológicas han evolucionado muchos en estos últimos siglos: avances en la filosofía, la psicología, la psiquiatría, la neurociencia, la sociología. Todo este bagaje inmenso hay que incorporarlo a la antropología cristiana. La iglesia se queda a menudo con una visión antropológica obsoleta o necesitada de actualización. El ser humano no es el mismo que el del tiempo de Jesús. Y aunque su esencia divina permanezca, el acceso a esta esencia –y el contacto inmediato y experiencial– está condicionado por la visión antropológica y los avances científicos. El camino realista va de la mano con el camino antropológico, tal vez porque el ser humano –siendo el único ser viviente auto-consciente (por lo que sabemos hasta ahora)– puede conscientemente y responsablemente asumir dicha realidad y transformarla. Desde siempre la iglesia intentó estar cerca del ser humano, comprenderlo, acompañarlo, guiarlo. En muchas ocasiones supo hacerlo bien, en otras menos. En épocas de la historia y situaciones concretas supo ponerse del lado del pobre, del oprimido y supo caminar al lado del ser humano concreto y real. En otras oportunidades y situaciones, no pudo y no supo estar al lado de la gente y desvió su camino encandilada por el poder, el éxito, la comodidad. En muchos casos el miedo al sufrimiento y a la pérdida de privilegios la hizo pactar con gobiernos opresores y asesinos, con la corrupción política y económica. En la actualidad se están dando distintas experiencias, vivencias y situaciones. Tan grande y diferente es la humanidad y la iglesia que hay lugar para todo tipo de experiencias. En muchos casos es la iglesia de la base la que camina con los hombres y mujeres concretas, la iglesia que acompaña el caminar del ser humano sin juzgar, ahí donde se encuentra. A la jerarquía en general le está costando este proceso de fidelidad a lo antropológico. Los motivos ya los dibujamos en sus líneas más generales. Roma y sus delfines están preocupados por mantener y defender el “deposito” de la fe, están preocupados por la “recta doctrina” y pierden el paso del hombre concreto. La jerarquía está más preocupada por emanar documentos, aparecer en los medios, resolver la crisis de vocaciones y asistencias a la Misa, por administrar sus bienes, entablar relaciones diplomáticas y políticas, controlar a los rebeldes, ser fiel al derecho canónico. Obviamente: en línea general. Estoy hablando del “sistema”, no de personas concretas, aunque haya y las conozco. En muchos casos la iglesia jerárquica perdió el camino antropológico. El Papa Francisco lo está recuperando, son sus gestos, humildad, apertura. Faltan decisiones concretas y contundentes, tal vez. Falta “tocar” el sistema, reformular unos cimientos. Sobra derecho, sobran documentos y falta evangelio. ¿Dónde está el ser humano hoy? Esa es la pregunta clave, a la cual la iglesia no quiere o no sabe responder. El estar no es un lugar concreto, obviamente. Es el “lugar sin-lugar” de una dimensión espiritual. El ser humano del tercer milenio no es el mismo del tiempo de Jesús o de la edad media. Aunque la esencia es la misma, cambiaron totalmente las coordenadas de expresión y abordaje de esta esencia. Solo estas coordenadas nos permiten conectar con la esencia divina que los cristianos expresamos diciendo: hijos de Dios. No podemos ser fiel y caminar al lado del ser humano sin conocer, aceptar y asumir estas coordenadas. Revisitar la antropología y sus fundamentos es entonces un camino obligado. Revisitar para comprender el hombre moderno y comunicar con un lenguaje comprensible por todos los hijos de la tierra. La antropología cristiana quedó estancada en las premisas aristotélicas y tomistas: hay aspectos a confirmar, otros a rescatar, otros a reinterpretar y otros a desechar. Es un camino hermoso, aunque lento. Es un proceso ya en marcha que hay que acompañar con paciencia, valentía y amor. Camino ecuménico y dialógico Otro camino que se abre a la iglesia y al cristianismo es el camino ecuménico y dialógico. Ecuménico especialmente en cuanto a la relación con las demás confesiones cristianas y religiosas o espirituales de la humanidad. Y dialógico en cuanto a una apertura radical frente a un mundo globalizado donde se multiplican las ofertas espirituales. El ecumenismo –impulsado seriamente solo a partir del Concilio Vaticano II– tiene una trayectoria interesante, hecha de logros y fracasos. Recordamos el histórico encuentro entre Pablo VI y el Patriarca Atenagoras el 5 de enero de 1964 y el encuentro de oración por la paz en Asís –con Juan Pablo II a la cabeza– el 27 de octubre de 1986 que convocó a muchos líderes de distintas religiones o tradiciones espirituales. También en este fundamental aspecto los mejores logros y avances se dan a partir de la base. La gente sencilla y los laicos de todas las latitudes en general son bastante abiertos y disfrutan del caminar juntos con personas de distintas tradiciones. Disfrutan del compartir, del comprender al otro, del caminar juntos. En los barrios y los pueblos todos conviven y la gran mayoría es gente convencida de la primacía del amor y que busca vivir a partir del amor y en el amor. La gente de buena voluntad convive y generalmente no se cuestiona si el vecino es creyente o no, de que religión es, en que cree. La gente no separa, vive y ama. Es solidaria. Las dificultades nacen desde la autoridad, porque la autoridad tiene algo que defender y está convencida de tener las llaves de la verdad y de la salvación. Cuando estas llaves las tiene la Vida misma. Vida en la cual, todos, estamos incluidos. Vida en la cual vivimos. La Escritura misma lo afirma en varios lugares: Se retorna otra vez al eje del mensaje evangélico y del corazón del Maestro: el servicio en el amor y la verdad. Ningún proselitismo, ninguna autoridad impuesta o exigida, ninguna inquietud, ninguna rígida estructura. Simple vida, simple amor, simple servicio. “Jesús los llamó y les dijo: «Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud».” (Lc 10, 42-45). “Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía” (Jn 13, 12-16). A veces me asalta un terrible pensamiento y me pregunto: “¿El evangelio que descansa en las capillas episcopales o los despachos vaticanos tendrá estas páginas?”. Después me pongo a meditar y se diluye la pregunta, gracias a Dios. Necesito meditar, como pueden ver. Camino pastoral y misionero El último camino que propongo para reformular a la iglesia abarca tal vez la dimensión más concreta y visible: la pastoral y la misión. Toda la vida de la iglesia está marcada por la pastoral y por la misión. Por “pastoral” entendemos todas las actividades que se desarrollan para el anuncio del evangelio, la formación, la liturgia, el servicio de la caridad, etcétera… Cada actividad recibe su nombre a partir del eje que la convoca: pastoral bíblica, pastoral de la salud, pastoral social, pastoral juvenil y vocacional… también van naciendo “otras” pastorales según las exigencias particulares de los tiempos o los lugares: pastoral de la esperanza (que acompaña el momento del duelo de una familia), pastoral universitaria, pastoral familiar, etcétera. Otras veces se habla de “animación” dando un sentido más interior y formativo que práctico: animación litúrgica, animación bíblica, animación misionera… Cuando hablamos en sentido estricto de “misión” nos referimos a toda actividad que se centra en el anuncio de la propuesta cristiana hacia fuera: a quien no conoce al evangelio, a quien lo olvidó, a quién se alejó de la iglesia y la práctica cristiana. A partir de todo lo dicho antes –los seis caminos anteriores– comprendemos fácilmente que también la pastoral de la iglesia va reformulada, como el sentido y la vivencia de la misión. El camino de la pastoral (y las pastorales) tendría que confluir en una más profunda y sentida unidad. Todo esto tiene estrecha relación con la estructura básica sobre la cual sigue fundamentada la vida de la iglesia: la parroquia. ¿Sigue vigente y actual la parroquia? Como siempre hay opiniones distintas. Sin duda la iglesia necesita una vinculación con el territorio: lo requiere la necesidad del ser humano y del evangelio de comunidad, de relaciones humanas cercanas, afectivas, solidarias. Pero sin duda la estructura parroquial necesita un giro importante. La burocracia sigue muy presente y a menudo prima sobre las relaciones fraternas. En muchas parroquias es difícil tener una experiencia real y concreta de comunidad y de familia, más de allá de que “hay que decirlo” o que se intente. Muchas veces la celebración de la Misa –que tendría que ser el momento central de la vida de la comunidad– se convierte en algo impersonal, frío y muy poco familiar: a veces ni sabemos el nombre del que se sienta cerca de nosotros, no recibimos con alegría y atención a los nuevos rostros, al terminar nos dispersamos cuanto antes con el apuro de volver a nuestras casas. ¿Es esto celebrar? ¿Sigue la Misa como centro de la vida parroquial? ¿No tendremos que reformular también esto? A veces se tiene la impresión que cada parroquia vaya por su cuenta, más allá de los esfuerzos diocesanos de buscar criterios comunes. Cuando cambia el párroco ocurre con frecuencia que el nuevo no respete el trabajo del anterior y en seguida imponga su estilo. Para ejercer algún tipo de pastoral en una zona que no pertenece al territorio parroquial nos encontramos con una serie de obstáculos: permisos varios, burocracia, los humores del párroco. Sin duda hay que buscar caminos más livianos, menos burocráticos, más fraternos. Y, como ya venimos diciendo, anteponer siempre la caridad en todas sus expresiones a la burocracia, la estructura, las reglas. Las mismas “pastorales” diocesanas o parroquiales que sean están llamadas a una comunión más serena y más libre. Si ponemos en el centro la Vida, tal y como Jesús nos reveló y tal como la conciencia humana lo viene descubriendo, las cosas se simplifican y profundizan a la vez. En el fondo hay UNA sola pastoral que vivir y anunciar: la Vida. Dios de la Vida, Vida de Dios. Obvio que la vida es concreta y también necesita miradas y enfoques concretos y particulares. Pero sin perder de vista la totalidad. Cuando una pastoral está bien centrada y enfocada vivirá lo suyo propio con más soltura y, sobre todo, sin envidias y sin competir con otras pastorales. Todas las pastorales están al servicio de lo mismo: el Amor. Vivir el amor desde un matiz concreto. Se vuelve al eje evangélico: el servicio. Muchas veces ocurre que la burocracia y las estructuras toman el mando sobre la vida y entonces caemos en inútiles y peligrosas paradojas: creamos organismos diocesanos o parroquiales de cosas que no existen. Es uno de los grandes peligros que sigue sorprendiendo a la iglesia: imponemos estructuras y nuestras visiones sobre la realidad. Realidad que –los hemos visto y lo repetimos– siempre tiene la razón y la prioridad absoluta. Dios pasa por la vida, no por las estructuras que superponemos a la vida. Una mirada particularmente atenta merece la misión. Desde siempre la dimensión misionera caracteriza a la vida de la iglesia, hasta tal punto que muchos encuentran en la misión el sentido mismo de la vida y la existencia de la iglesia. Estoy convencido que también la dimensión misionera de la iglesia y del cristianismo necesita una urgente e importante reformulación. A partir de todo lo que venimos diciendo podemos vislumbrar por donde tiene que ir este nuevo planteamiento. Si el eje de la revelación y la experiencia de Dios es la Vida –por encima de conceptos, doctrinas, catecismos, moral– cae por si solo el viejo esquema de misión. Viejo esquema que –partiendo de una concepción mental de la verdad– se preocupaba más o menos acertadamente de transmitir este contenido mental a los demás. El mismo anuncio y propuesta cristiana se fundamentaban en eso. La praxis de Jesús, –como revelan estudios recientes– iba por otro lado. Por el lado de la vida justamente. Jesús no anunciaba ni proponía doctrinas, por lo poco que podemos descubrir a través de los evangelios. El camino místico que va de la mano de la espiritualidad –el vino nuevo– descubre y revela lo que siempre fue: la centralidad de la Vida y de lo Real. Por ahí pasa la experiencia de lo Trascendente. El eje de la misión de la iglesia se corre entonces –en realidad vuelve a su centro– de lo exterior a lo interior, de la palabra al silencio, del hacer al ser, del anuncio a la vida. Vivir con plena conciencia es entonces lo esencial. Lo demás vendrá por sí solo, como ya indicó el Maestro: “Busquen más bien su Reino, y lo demás se les dará por añadidura” (Lc 12, 31). El Reino ya no es –en primera instancia– algo para construir. Es algo regalado, algo que ya está: “Porque el Reino de Dios está entre/en ustedes” (Lc 17, 21). El centro del mensaje y el testimonio de Jesús se hace así visible: la gratuidad. A partir de esta gratuidad también viviremos los esfuerzos y el compromiso necesario para que este Reino se visibilice cada vez más. En el fondo no tenemos nada que anunciar y proponer: tenemos una Vida que vivir. Y esa misma Vida vivida se hará anuncio y propuesta. Por acá va la reformulación de la misión, con todas sus consecuencias prácticas que ahora no podemos tratar. Concluyendo “Toda verdad pasa por tres etapas: primeramente se la ridiculiza, luego se la discute violentamente, finalmente, se la acepta como evidente” (Arthur Schopenhauer). Esta cita del famoso filósofo alemán viene al caso. La iglesia cayó en este error muchas veces a lo largo de su historia: ridiculizó a Galileo, lo condenó y al final aceptó la evidencia. Lo mismo se puede decir de decenas y decenas de realidades. Siempre tropezamos con la misma piedra. ¿No será el momento de cambiar trayectoria? ¿No será el momento de dejar de ridiculizar y discutir violentamente? Sospecho que algo de esto está pasando con el teísmo por ejemplo: muchos lo ridiculizan y otros se ponen agresivos. En unas décadas – ojalá menos – ya la iglesia lo reconocerá y asumirá. Aprender de la historia –individual y colectiva– parecería algo normal y simple. La realidad muestra lo contrario. A nivel individual y a nivel social caemos repetidamente en los mismos errores. Aprender no es fácil: es tal vez lo más complicado. Se requiere apertura y humildad. Se requiere desplazar al ego de su trono. “Aprender a aprender” subrayaba Juan Luis Segundo: estamos en esta etapa. Y tal vez siempre estaremos en esa: aprendizaje. Las tradiciones místicas subrayan a menudo esta dimensión y afirman que la experiencia humana es simple y continuo aprendizaje. Estoy convencido que ahí radica el problema: pedir y buscar en esta maravillosa aventura humana que llamamos “vida” más de lo que es. Buscamos definitividad, buscamos un “sentido” externo a la vida misma, buscamos colmar deseos y necesidades. Todas estas búsquedas en el fondo provienen de nuestro ego siempre insatisfecho. ¿Y si la vida fuera más simple? ¿y, a la vez, más plena y profunda? Vivir la aventura humana –que dura cuanto un soplo (Sal 39, 5)– como aprendizaje del amor que somos, ¿no sería mucho más humilde y sereno? Aceptar que la existencia humana es simple aprendizaje es un golpe duro para el ego, pero una vez entramos en esta visión se nos abre un fantástico panorama: la plenitud que somos se manifiesta en el momento presente como inesperado regalo. La paz se instala definitivamente en nuestro vivir y la belleza asoma por doquier. El sufrimiento se relativiza y se convierte en el maestro por excelencia. Descubrimos quienes somos: vida divina –“hijos de Dios”– manifestándose por un instante en lo efímero de la existencia. Y vivimos, por fin, radicalmente libres.
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