En teoría, cada obispo es pontífice en su diócesis, y el obispo de Roma ejerce de coordinador a la manera de un primus inter pares. Pura ilusión. El creciente poder del catolicismo romano en el conjunto de la Cristiandad no permitió mucho tiempo esa situación, ganando para su prelado, muchas veces manu militari, el título de pontífice máximo, que nombra o destituye, y premia o castiga. Pese a todo, desde el Concilio Vaticano II, el Papa guardaba las apariencias, forzado por el qué dirán.
El Vaticano II fue una demostración de poder de los obispos de todo el mundo frente a la Curia. Convocados por Juan XXIII para que le ayudasen a modernizar la Iglesia (la palabra fue aggionamento) y a torcer el brazo a las resistencias de la Curia (Gobierno del Estado vaticano), 3.500 prelados en números redondos ejercieron su libertad a fondo durante tres años, asesorados por los mejores teólogos. Empezaron por la supresión del Santo Oficio de la Inquisición y la creación de un sínodo de obispos para ayudar al Papa en el futuro. Es decir, apuntalaron (o creían hacerlo) el principio de la colegialidad del mando eclesial. Ya se ve lo poco que duró ese sueño, sobre todo desde que accedieron al poder Juan Pablo II, de civil Karol Wojtyla, polaco de nacimiento, y el alemán Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Hombres de carácter y profundamente conservadores, Wojtyla y Ratzinger han guardado las formas convocando varios sínodos parciales (de obispos europeos, de prelados africanos, etc.), pero lo han hecho para apuntalar el centrismo romano y el poder del Papa, sin hacer caso a las conclusiones de los reunidos y, mucho menos, al lamento de sus discursos. Entre esos lamentos, ninguno ha sonado tan alto como el vacío de vocaciones sacerdotales con la consecuencia de decenas de miles de parroquias sin pastor. Entre sus propuestas, aparecía siempre la idea de autorizar el ejercicio pastoral de curas casados, permitir el celibato opcional y, sobre todo, abrir el santuario a las mujeres. Como la crisis no cesa, muchos obispos se han tomado el remedio por su cuenta y hay en España cientos de sacerdotes casados ejerciendo en parroquias, aunque de tapadillo (¡qué no se entere el obispo, que no sepa Roma!), y otras comunidades practican su confesión guiadas por mujeres. Lo peor es cuando todo esto se hace voz pública. Entonces se ponen en marcha los movimientos ultraconservadores del catolicismo, y empiezan a llover sobre Roma las denuncias y las exigencias para que el Papa actúe. Es lo que le ha pasado al obispo William M. Morris. Llevaba 18 años al frente de la diócesis de Toowoomba (cerca de Brisbane), pero un día, hace seis años, escribió una carta pastoral reflexionando sobre la alarmante falta de curas en las parroquias australianas. En teoría, a buen entendedor con pocas palabras bastan. Es decir, monseñor Morris estaba pidiendo soluciones, y no hay otras que el celibato opcional y abrir paso a la mujer hacia el sacerdocio ordenado. Es lo que pensaron, con razón, algunos fieles airados, que empezaron la guerra contra su pastor. Cuando llegó la batalla a Roma, (”mal leída y deliberadamente malinterpretada”, se queja el pastor), Benedicto XVI envió a Toowoomba una “visita apostólica”, es decir, a su policía de la fe. Batalla perdida para el obispo. La última traca del inquisidor es que el supuesto pleito entre partes se ha cerrado sin dar audiencia al obispo para defenderse. El Papa ha dejado claro el principio: “Nos soy el juez supremo; la ley canónica no prevé celebrar procesos relativos a los obispos”. A esto se refiere el pueblo con el dicho Roma locuta, causa finita (cuando Roma habla, se acabó la discusión). Roma no es una monarquía absoluta, que centra en una única persona todo el poder ejecutivo, legislativo y judicial. Es mucho más: la personificación del viejo poder imperial, elevado al cuadrado por una función divina reforzada por el principio de la infalibilidad. El obispo Morris, como decenas de miles de prelados o sacerdotes, cree que pronto llegará el tiempo de abrir el sacerdocio a curas casados y a las mujeres. En España, un sacerdote tan carismático como Padre Ángel, el admirable fundador de Mensajeros de la Paz, se ha apostado un café con su biógrafo, Jesús Bastante, a que el papa Ratzinger “se atreverá a poner en funcionamiento el sacerdocio femenino”. Ha dicho: “Estoy seguro de que, el día que se levante con buen pie, dirá: Hasta aquí hemos llegado. Me apuesto un café a que antes de cinco años lo hace”. Padre Ángel lo dijo hace tres años, y el camino va en la dirección contraria. Juan Pablo II fue especialmente beligerante contra el sacerdocio femenino. En 1994, en la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis (La ordenación sacerdotal) sentenció: “la Iglesia no tiene ninguna facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal, y esta sentencia debe ser respetada de manera definitiva (definitive tenenda) por todos los fieles” ¿Infalible? Ratzinger, que está detrás de todo porque era el teólogo particular del Papa polaco, ha remachado recientemente: “Esta doctrina exige un asentimiento definitivo y se debe mantener siempre y por doquier por todos los fieles, por cuando es perteneciente al desim4ento de la fe”. (Lo ha dicho en Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación Peter Seewald. Editorial Herder. Barcelona 2010). Y mucho más: Benedicto XVI reforzó en otoño pasado el código de los delitos más graves en su Iglesia para incluir en el listado la ordenación de mujeres. Será penado con la excomunión automática e igual severidad que los delitos de pederastia. Argumento de estos papas contra el sacerdocio femenino: Jesús no tuvo mujeres entre sus doce apóstoles. Replica de los críticos: Tampoco Jesús, el fundador cristiano, vivió entre lujos y palacios, ni tuvo (ni buscó) poderes y prebendas, y ahí tenemos a los pontífices máximos romanos, herederos de emperadores (“que se creen más el emperador Constantino, incluso en la vestimenta, que el humilde pescador Pedro”, en palabras del teólogo Hans Küng). “El que se mueve no sale en la foto”, decía el sindicalista mexicano Fidel Velázquez. Murió mandando pasados los 97 años y su idea totalitaria se extendió como una lepra por los partidos modernos. La Iglesia romana llevaba siglos practicándola, pero Wojtyla y Ratzinger han resucitado esa fea consigna con gran entusiasmo. También han impuesto otro criterio muy de los secretarios de organización de los partidos: el de la raya. La doctrina la fija el poder, pero es movible. Cuando pides que se marque una raya de hasta dónde llegar, para saber a qué atenerse, el secretario de organización de turno contesta, como si ello fuera un signo de inteligencia: “Ah, la raya se mueve”. Los obispos deberían saber cómo se las gasta el Vaticano con el tema de las mujeres y los curas casados. Hay un precedente ilustre, publicado en muchos libros. Sucedió en 1980, en el sínodo de obispos sobre la familia, donde el papa perdió la paciencia mientras hablaba con los cardenales alemanes: “Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. ¡Hay que hacerles callar de una vez!”, les dijo. La primera víctima fue el ya fallecido cardenal de Sevilla y ex presidente de la Conferencia Episcopal, José María Bueno Monreal, un gran colaborador del cardenal Tarancón. Había ido a despedirse del Papa porque quería jubilarse y osó decirle en su despacho, a solas: “Santidad, mi conciencia me impone hacerle presente que existen problemas como los del celibato, la escasez de clero y la cantidad de sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma”. “Y mi conciencia de Papa me impone echar a su eminencia de mi despacho”, fue la respuesta de Wojtyla. El bondadoso cardenal contó a sus amigos el incidente admirándose, textualmente, “de las malas pulgas del Papa”. Días más tarde, sufrió un infarto y cesó en el cargo. No tardó en morir.
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