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¿Quién mató a Monseñor? por: Eduardo González Viaña

3/24/2011

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El sacerdote alzó la hostia y la mostró al pueblo.

Eran casi las siete de la noche del 24 de marzo de 1980. En la capilla de la Divina Providencia -situada en un barrio pobre de El Salvador- tan sólo estaban presentes algunos ancianos, muchas mujeres y un grupo de monjitas. Aquella era la ocasión buscada por los asesinos puesto que, a pesar de contar con el apoyo del ejército y el gobierno, eran muy prudentes.

-”Éste es mi cuerpo”

Mirando la hostia, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador, pronunció las palabras rituales que transforman el pan en el cuerpo de la víctima que va a ser sacrificada. Sus frases resultan hoy premonitorias:

“Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimenten también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo”.

El ejecutor se hallaba junto a la puerta disimulado tras de la pila de agua bendita. No sabemos si metió la mano y se persignó para que le trajera buena suerte. Levantó el rifle y apuntó. En ese momento, la hostia levantada sobre el rostro de Monseñor evitaba que éste lo viera. De todas formas, el asesino acarició su mejor soporte: El Starlight es una mira telescópica para rifles de precisión necesarios para una operación de este tipo.

Afuera lo esperaba el Escuadrón de la Muerte dentro de una camioneta Dodge Lancer blanca perteneciente al ejército y una Volkswagen Passat en la que iban los cabecillas de la operación.

Antes de que el Cuerpo de Cristo fuera consagrado, sonó el disparo. Lo escucharon a 50 metros los criminales y volvieron a la iglesia para recoger al ejecutor.

Monseñor Oscar Romero cayó sosteniendo la hostia contra su corazón. Si es cierto que en los últimos segundos precedentes a la muerte uno recuerda muchos años de su existencia, es posible que entonces viera los momentos en que se había convertido en la esperanza de los pobres martirizados en una nación paupérrima del planeta.

Acaso se vio en bicicleta como joven párroco de una aldea. Se recordó después como director del seminario de El Salvador. Se vio vestido de obispo y después de arzobispo, la primera autoridad eclesiástica del país.

Hizo memoria de todas las veces en que el presidente y los miembros más importantes del gobierno lo llamaron, lo adularon y lo invitaron a consagrar la tradicional unidad entre la Iglesia y los ricos, entre los obispos y los criminales.

Acaso en esos pocos segundos, se vio también declinando primero y después rechazando ese tipo de ofertas y de dádivas. Por el contrario, se recordó caminando con los pobres por las carreteras que el ejército había cerrado. De esa manera, con su presencia, evitaba que fueran ametrallados los ciudadanos que deseaban ejercer su derecho al sufragio.

¿Y qué pasó después? En vista de que su calzado tenía unos hoyos enormes en la suela, las monjitas le obsequiaron unos zapatos nuevos.

Se vio pobre, representante de pobres, viajando a Washington para pedirle al Presidente de Estados Unidos que no siguiera armando al ejército de El Salvador y evitara así una matanza que ya pasaba de 50 mil personas. Se vio regresando a su país colmado de promesas. Recordó que un año atrás el parlamento inglés por unanimidad lo había presentado como su candidato al Premio Nobel de la Paz.

Les ordeno en nombre de Dios: cese la represión

Recordó, por fin, las palabras de su homilía del domingo dirigidas a los hombres del ejército: “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que viene de un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: “No matar”. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios”.

Tal vez, todavía estaba en el aire su voz valiente proclamando que: “La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión”.

Esa fue su condena de muerte. El hombre que la ejecutó fue entrevistado el año pasado en California. Cuando dirigió la operación, era un rubio y sonrosado capitán de la Fuerza Aérea. Ahora es solamente un miserable. Vive escondido en una cabaña rodeado por criminales y drogadictos. Cuando el gobierno derechista lo consideró un estorbo, se fue a los Estados Unidos. “Allí ha sido repartidor de pizzas, vendedor de carros usados y lavador de narcodinero. Ahora arde en el infierno que ayudó a prender aquellos días cuando matar “comunistas” era un deporte”.

Al periodista que le hizo el reportaje le rogó que le llevara dos supersanduches de Burger King. Uno era para comerlo en ese momento. El otro era para el día siguiente. “¿Y si se le pudre hasta mañana?”… “No importa. Todo lo que como está podrido”.

¿Quién mató a Monseñor?…

El asesinato de Monseñor Romero es considerado como un crimen de lesa humanidad, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos tiene abierto un expediente contra el estado salvadoreño. Desde hace una década esa organización “dependencia de la Organización de Estados Americanos- ha recomendado la derogación de la Ley de Amnistía, pero los últimos tres gobiernos” dos de Arena y el último del FMLN- han desoído la propuesta.

¿Quién mató a Monseñor?… No fue, de ninguna manera, el miserable de uñas sucias que se esconde en algún lugar de este país. Lo fueron sí quienes le dieron la orden, las empresas norteamericanas que financiaron a aquellos, el gobierno que amnistió a los criminales, y lo son quienes persisten, por cobardía, en dejar vigente esa ley.

¿Quién mató a Monseñor?… La pregunta puede responderse con otra: ¿quién armó al ejército de El Salvador? ¿Qué país entrenó a sus oficiales en torturas y masacres? ¿Qué país está pronto a echar de sus tronos a los dictadores árabes, pero toleró a los Pinochet, a los Fujimoris, a los Videlas, a la bestialidad sin fin del Cono Sur?…

¿Quién mató a Monseñor?… O más bien, ¿quiénes lo matan todos los días? ¿No lo serán los supuestos arzobispos que cerraron el templo a las víctimas en Ayacucho y proclamaron luego que los derechos humanos son una cojudez? ¿No lo serán los carnavalescos candidatos a la presidencia que están dispuestos a abrirle las puertas de su jaula al criminal Fujimori?

¿Quién mató a Monseñor?” ¿No serán acaso los que justifican las matanzas, los secuestros, la venta de niños y las torturas para supuestamente pacificar un país?

La bala alcanzó su objetivo ese día lunes 24. Acaso mientras caía a tierra, Monseñor recordaba sus propias palabras basadas en el Evangelio: “…Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado… El Evangelio me impulsa a hacerlo y en su nombre estoy dispuesto a ir a los tribunales, a la cárcel y a la muerte…”.

Mientras escribo esta nota, recuerdo lo escrito en el Evangelio de Mateo. Según él, son bienaventurados quienes sufren persecución y prisión por su amor a la justicia. Como la de Monseñor, su palabra vivirá para siempre.

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