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Queremos ver por: Enrique Martínez Lozano

10/4/2010

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Los apóstoles debían sentirse tan insatisfechos y, paralelamente, tan sorprendidos por lo que veían en Jesús, que gritan su necesidad: “Auméntanos la fe”, donde “aumento de fe” es equivalente a “ver”. En realidad, ahí radica todo el problema de los seres humanos, en que no “vemos”, no sabemos quiénes somos, tomamos el “sueño” por “realidad” y la “realidad” por “sueño”, y esa ignorancia es la fuente de nuestro sufrimiento.
 
Por eso, la petición de los apóstoles apunta en la buena dirección: “Auméntanos la fe”, es decir, “que veamos”. Porque la fe no es el asentimiento a un conjunto de creencias –así pudo verse en una religión conceptualizadora-, sino la confianza radical que nace de “ver” la realidad, más allá de los velos con que nuestra mente la disfraza.
 
El primer engaño de la mente es hacernos creer que somos el “yo” que ella sostiene. A partir de ahí, inmediatamente surge “mi” y lo “mío”. Y empezamos a actuar desde esa referencia absolutizada: es bueno lo que es bueno para el “yo”; es malo, lo que lo frustra.
 
Pero, lo reconozcamos o no, esa identificación  nos vacía y agota: nos agota la rumiación mental, desde los sentimientos de necesidad, soledad y miedo, característicos del yo; nos vacía, porque jamás logramos hacer pie.
 
Permanecemos dormidos mientras seguimos los movimientos caóticos de una mente que no se detiene, esclavos de las pautas de reacción grabadas en ella. Como marionetas de nuestras necesidades emocionales, estamos a merced de todo aquello que nos afecta, en una carrera sin fin por alcanzar, finalmente, lo que pueda darnos estabilidad.
 
La trágica ironía es que todo ese esfuerzo resulta vano…, porque estamos buscando en la dirección equivocada. Hemos errado la perspectiva, porque hemos confundido nuestra identidad. Vivir desde el yo y para el yo es una tarea tan agotadora como estéril. No es extraño que surja el grito: “Queremos ver”, “auméntanos la fe”.
 
La respuesta de Jesús puede sonarnos a exageración oriental, pero lo cierto es que somos ignorantes de la potencialidad que se encierra en nosotros. Marcos hablaba de “monte” (Mc 11,23); aquí se habla de “morera”. En cualquier caso, lo cierto es que cuando empezamos a ver, la realidad –sea “monte” o “morera”- se modifica radicalmente.
 
Empezamos a “ver” –a “despertar”- cuando apercibimos que la mente es sólo un objeto –como puede serlo el cuerpo-, y lo que llamamos “yo” es únicamente una referencia mental. Tanto la mente como el yo es algo que tenemos, pero no es eso lo que somos.
 
Lo que somos no puede ser nunca objetivado ni definido, porque no es un objeto delimitado, que la mente pudiera atrapar. Somos el Ser que todo lo constituye y que en todo se expresa, también en la “forma” de cada “yo”.
 
Es inevitable que el yo experimente altibajos y que sus comportamientos estén marcados por el egocentrismo, pero lo que somos permanece estable y desegocentrado.
 
Al Ser lo designamos con mil nombres: Conciencia, Presencia, Todo, Realidad, Silencio, Quietud, Misterio, Vacío, Dios…, precisamente porque en sí mismo es inefable, y no tiene nombre a nuestro alcance.
 
Pero lo podemos percibir de un modo intuitivo e inmediato en cuanto nos paramos, detenemos la mente y dejamos de buscar: entonces, elbuscador desaparece y queda la Conciencia desnuda, la Presencia intensa…, lo que somos. Salimos así de la ignorancia y del sufrimiento; entramos en el reino del Ser.
 
Pero la inercia que arrastramos es tan grande que, en la mayoría de los casos, ni siquiera permite cuestionar la identificación con el yo ni tomar distancia de la misma. Nos ocurre como a los monos de un conocido experimento.
 
Un grupo de científicos metió cinco monos en una jaula, en cuyo centro colocaron una escalera y, sobre ella, un montón de bananas. Cuando un mono subía la escalera para agarrar las bananas, los científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre los que quedaban en el suelo.
 
Después de algún tiempo, cuando un mono iba a subir la escalera, los otros lo golpeaban. Pasado algún tiempo más, ningún mono subía la escalera, a pesar de la tentación de las bananas.
 
Entonces, los científicos sustituyeron a uno de los monos. La primera cosa que hizo fue subir la escalera, siendo rápidamente bajado por los otros, quienes le propinaron una tremenda paliza. Después de algunas palizas más, el nuevo integrante del grupo ya no subió más la escalera, aunque nunca supo el por qué de los golpes.
 
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió lo mismo. El primer sustituto participó con entusiasmo de la paliza al novato. Cambiaron a un tercero y se repitió el hecho, lo volvieron a golpear. Así ocurrió también con el cuarto y, finalmente, el quinto de los monos primeros. Los científicos quedaron, entonces, con un grupo de cinco monos que, aún cuando nunca recibieron un baño de agua fría, continuaban golpeando a aquel que intentase llegar a las bananas.
 
Si fuese posible preguntarles por qué le pegaban a quien intentaba subir la escalera, con certeza la respuesta sería: “No sé, aquí las cosas siempre se han hecho así.” Es el argumento de la inmovilidad, que delata nuestro miedo a perder las “seguridades” adquiridas.
 
Con frecuencia, es necesario haberlo pasado muy mal, para plantearse la necesidad de cambiar o, al menos, empezar a cuestionarse si las cosas no serán de otro modo. Y es entonces, al tomar distancia, cuando nuestra perspectiva se modifica.
 
Se puede empezar por pararse, detener la mente, habituarnos a venir al presente: llegará un momento en que, sin haberlo buscado directamente, nos experimentaremos como Presencia. A partir de ahí, empezaremos a “ver”…, a condición de que no nos sigamos buscando como “yo”.
 
Y es que el ser humano es tremendamente paradójico. Después de que ayudamos al niño para que inicie un proceso de autoconocimiento y autovaloración, tenemos que seguir acompañando al joven y al adulto para que no se busque a sí mismo como entidad separada e independiente. 

 
Se trata, de nuevo, de otra espiral más en el proceso evolutivo de integración y trascendencia. En él, el niño tiene que “encontrar” e identificarse con su cuerpo, para después percibir una “identidad” más amplia. De manera similar, tiene que encontrar su “yo-psicológico” para poder dejarlo y, de ese modo, “encontrarse” con otro nivel de su “identidad”.
 
Aquí captamos en toda su verdad la palabra de los sabios espirituales, Jesús entre ellos, cuando decían: “renuncia a tu yo para salvar la vida”…
        
Mientras te busques como “yo”, no lograrás salir de la mente ni de su estructura egoica, con toda la ignorancia y el sufrimiento que conlleva. Si dejas de hacerlo, descubrirás la “falsedad” de aquel “yo” que pretendía ser “autor” de las acciones que en ti ocurrían. Caerá el sentido de autoría personal y, con él, la ignorancia y el sufrimiento. Tendrás la sensación de haber dejado, por fin, una pesada mochila y empezarás a dejarte vivir en la corriente de la Vida.
 
No te busques así, ni luches contra el yo: ambas cosas fortalecen la estructura egoica. Basta que sepas que el yo es una ficción o, como decía Einstein, “una ilusión óptica de la Conciencia”.
 
¿Cómo hacer, en concreto? No hay “recetas” mágicas –¡en el proceso de integración/trascendencia entran en juego tantos factores…!-, pero trata de no buscarte como “yo” –olvídate de él- y déjate reposar en la Conciencia que anima todo lo que es.
 
Cuando no te buscas como “yo” –ni te engañas en esa creencia-, ¿qué queda? Pura Atención, pura Conciencia, puro Estar… Aprende a descansar –tal como aconsejaba el anónimo del siglo XIV- en la “nube del no-saber”.
 
Eso es lo que los místicos han enseñado desde siempre: Todo es admirablemente coherente.


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