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Que no se apague mi vela por: Matilde Gastalver Martín

12/6/2011

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El sábado en la noche, el cielo nos hizo un regalo para compensar todo el cansancio de la semana y recomponer nuestras fuerzas para empezar de nuevo. Un manto de estrellas sin horizonte ni fin, el Infinito para compensar tantos límites. El domingo empezó a despuntar la luna, con su discreta y delicada silueta luminosa, tal vez para alumbrar bien al lunes que ya se acercaba.

¡Cuánta belleza para admirar! ¡Qué generosas la Vida y la Naturaleza! Me digo siempre que no me acostumbre a lo bello como si no fuera un milagro. El otro día un amigo me comentaba que en su viaje no hizo ni una fotografía porque ya todo está en internet. Eso no puede ser cierto, mis ojos viendo, contemplando, no pueden estar en internet, porque mi capacidad de admirar y ver más allá de las cosas, sólo está en mi interior y no es nunca igual a la otra persona. Somos únicos e irrepetibles y nuestra hondura es solo nuestra y es ella la que nos hace mirar y ver.

Muchas veces he pensado en cómo sería la manera de ver de Jesús. ¿Cómo era su hondura? Cómo era capaz de ver la presencia del Reino en una situación tan difícil como era la de aquel momento de Israel: ocupada, los impuestos de Herodes, del templo y de Roma, con un monarca vendido al poder de Roma, despilfarrando el dinero del pueblo, que tenía que dejar sus tierras para buscar trabajo en la construcción de Séforis o Tiberiades, malvivir o convertirse en delincuentes.

Sin embargo, Jesús veía despuntar el Reino en medio del horror y alababa a Dios por revelarse (hacerse presente) a los últimos, los insignificantes de la sociedad, los marginales, los desempleados, los desahuciados, los de siempre en todos los momentos de la historia. ¿Cómo no se desanimaba y andaba alegre entre los desgraciados, cómo podía ver el Reino despuntando en la miseria o a los pobres ser los predilectos del Padre?

Sin embargo, ¡qué difícil me resulta a mí ver la presencia de Reino cuando empieza a recrudecerse nuestra situación! Hay días que me dan ganas de salir a mi balcón y gritar con todas mis fuerzas: ¡Socorro! mi hijo va para el tercer año sin trabajo y tiene 27 años. Hemos de pagar la hipoteca de su casa y hacer frente a todos los gastos, y somos de los afortunados de poder hacerlo parque tanto mi marido como yo tenemos trabajo. Pero le vemos día a día entrar en un círculo insano, anómalo, destructor, el del batallón de los parados. De los que no tienen por qué madrugar, arreglarse, inaugurar ilusiones, hacer planes de futuro, intentar mejorar… Todos los días sin más labor que esperar que alguien llame y ofrezca algo, sin que llegue ese día.

Esa situación, cuando se prolonga, llega a nublar el horizonte, a empequeñecer la esperanza, tanto, que oculta el brillo de los días. Las madres quisiéramos por todos los medios crear horizonte para nuestros hijos y nada se nos hace más doloroso que ello no esté a nuestro alcance, que también nosotras ya no sepamos a qué puerta tocar o qué otro número marcar pidiendo ayuda… Si yo sufro por mi hijo y movería las montañas para encontrar tras ellas un puesto de trabajo que no hallo, ¿qué dolor no tendrá el Padre-Madre de tantos que no tienen trabajo, que les desahucian por no poder pagar las hipotecas, que no tienen ni para comer, que se vuelven a sus países, que empiezan a engrandecerse las colas de los comedores sociales, que maldicen a un dios que no les ayuda.

¿Cuál es el antídoto para no ceder al desánimo, para mantener la esperanza y empezar el día con ilusión, creyendo en la vida, descubriendo lo bello en lo cotidiano, el milagro en la salida del sol o en las hojas que caen suavemente de los plateros o el Infinito en la noche estrellada?

Cuando siento que la angustia laboral me ahoga la esperanza, me pongo a imaginar que Alguien puso una vela pequeñita entre mis manos en una noche oscura de mucho viento y que yo con mi ánimo debo de mantener encendida para todos los seres humanos; solo de mí depende si dejo que brille y se mantenga encendida.

Entonces es cuando me hago consciente que no puedo dejar que me venza el desánimo, que ese es el viento que amenaza la luz de mi vela, la luz de todos que debo cuidar. Y pienso en Jesús, en cómo mantuvo encendida su vela y la convirtió en consuelo, mesa alegre compartida y sanación de consuelo para los que sufrían.

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