El texto del evangelio de este domingo empieza diciéndonos que el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Parece que el texto contradice lo que nos enseña el apóstol Santiago: "Nadie diga en la tentación que es tentado por Dios. Porque Dios ni puede ser tentado al mal, ni tienta a nadie; sino que cada uno es tentado por su concupiscencia, que lo atrae y seduce”(1, 13-14)
A muchas generaciones nos han educado diciéndonos que las tentaciones eran pruebas que teníamos que pasar, luchas en las que muchas veces perderíamos, porque vencería la fuerza del mal. Nos enseñaron a temerlas, como algo negativo. Hoy vamos a ver su dimensión positiva, tanto si proceden de estímulos de fuera de nosotros, como si son nuestros deseos y miedos las que desencadenan el proceso. A Israel se le hizo muy laaaargo el tiempo de prueba en el desierto, de lucha contra sus propias debilidades y miedos. Lo expresó diciendo que habían estado 40 años de prueba, porque cuarenta años era el tiempo que tardaba toda una generación infiel en desaparecer y dejar paso a otra generación que fuera capaz de empezar algo nuevo. Una generación tuvo que aprender de los errores cometidos por la anterior y reflexionaron de este modo: "Acuérdate del camino que el Señor te ha hecho andar durante cuarenta años a través del desierto con el fin de humillarte, probarte y conocer los sentimientos de tu corazón y ver si guardabas o no sus mandamientos. Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre para alimentarte luego con el maná, desconocido de tus mayores; para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. No se gastaron tus vestidos ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años. Reconoce en tu corazón que el Señor, tu Dios, te corrige como un padre hace con su hijo. Guarda los mandamientos del Señor, tu Dios; sigue sus caminos y respétale". (Deuteronomio 8, 26) Han pasado más de tres mil años y los errores de entonces son sabiduría para nosotros. Moisés necesitó 40 días, para ser transformado en lo alto del Sinaí. Necesitó mucho tiempo para captar el sueño de Dios sobre su pueblo, para comprender que era imprescindible un comportamiento moral para que pudieran respetarse unos a otros. La raíz de ese comportamiento tenía que ser una profunda experiencia de Dios: podrían amar a Yahvé con todo su corazón, su mente y sus fuerzas si antes caían en la cuenta que, de ese modo, eran amados por Dios. Pero, al bajar del monte para compartir esta revelación, el pueblo se había hecho su becerro de oro. Se les hizo larga la estancia de Moisés en la cima del monte, y organizaron una fiesta para distraerse y gozar de lo tangible. También este error se ha convertido en sabiduría para todo el pueblo judío y para la Iglesia. Jesús, en una profunda soledad, tuvo una experiencia fundante, que marcó su vida y le dio un giro. Se enfrentó a lo que todos los seres humanos nos tenemos que enfrentar una y otra vez: · Que nacemos con un germen de poder. Esa semilla intenta crecer y expandirse por todos los medios posibles. Fijémonos en los poderosos de la tierra, para ver los efectos devastadores del crecimiento de este germen. Para conseguir ese poder, para tener parte en el banquete de los poderosos, podemos llegar a arrodillarnos ante los demás y “adorarlos”. Jesús nos dice: el amor y el servicio son dos formas de poder que dan vida. · Queremos quitar los obstáculos de nuestro camino para tener la vida más fácil. Intentamos convertir “las piedras en panes” con lo tenemos a mano: amenazas, extorsión, enchufes, mentiras… Jesús nos dice: que la Palabra sostenga tu vida. · Nos sentimos tentados a poner a Dios a nuestro servicio, a comprarle con nuestros ritos y cumplimiento, a negociar, creyendo que está en deuda con nosotros. Jesús nos invita a vivir como hijos e hijas, sin tentar a Dios. ¿Cuál es nuestro desierto hoy? El espacio interior, vacío, en el que no cabe nada, ni nadie, de lo que nos sostiene a diario. Allí no pueden entrar ni nuestros seres queridos ni ningún objeto, por preciado que sea. Es un enfrentamiento, cuerpo a cuerpo con el mal… ¡incluso con Dios! ¿Cuántas veces hemos experimentado este desierto? ¿Cuánto tiempo hemos pasado en él, sin huir? Igual que Israel, cuando nuestras experiencias de desierto se nos hacen largas, tenemos la tentación de construirnos un “becerro de oro” que dé por finalizada la experiencia. Eso nos permite “bajar inmediatamente de la cima del monte” donde el encuentro con Dios puede llegar a ser casi insoportable, por su densidad y hondura. Es bueno luchar “cuerpo a cuerpo con Dios”. Es bueno dialogar, preguntar, protestar… ante Dios, porque también crecemos en esta confrontación. Recordemos las palabras de Job: “Voy a quejarme en la amargura de mi alma…” (7, 11) “¿Qué es el hombre para que lo visites todas las mañanas y a cada instante lo sometas a prueba?” (7, 17-18) “Quiero hablar con el Omnipotente, quiero discutir con Dios” (13,3) “Siempre mi queja es una rebelión” (23,2). Es bueno luchar en el desierto, en nuestro propio desierto, y es imprescindible que la lucha acabe en rendición, para poder experimentar lo mismo que Dios le dijo a Job: “Atiende, escúchame, calla hasta que yo haya terminado de hablar. Si tienes algo que decir, habla, pues yo deseo darte la razón. Si no tienes nada, escúchame; calla y yo te enseñaré la sabiduría” (33, 31-33) Que en esta cuaresma podamos acoger esta sabiduría, personalmente y en los grupos o comunidades de los que formamos parte. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Imaginemos el impacto que pudo suponer para Jesús y su entorno el brutal asesinato de Juan Bautista en medio de un espectáculo, con danza incluida, para entretener a los poderosos. Era un hombre que había anunciado la conversión y reavivado la esperanza del pueblo. Para Marcos, la muerte de Juan marcó un antes y un después en la vida de Jesús. Cuando los poderosos consiguieron acallar la voz del precursor, era el momento apropiado –el Kairós- para salir a predicar la Buena Noticia y mostrar los signos del Reino. Pero empezar predicando en Galilea era como perder el tiempo, en la mentalidad de entonces. Era como “echar perlas a los cerdos”, porque una buena parte de la población estaba contaminada por lo que entonces se consideraba pecado: no subir a Jerusalén a celebrar la Pascua, no respetar el sábado, vivir en estado de impureza, etc. Muchos hombres y mujeres galileos tenían pocas esperanzas de salvación. Precisamente allí, donde apenas quedaba esperanza humana, llegó Jesús con un mensaje sorprendente y unos signos que hicieron que muchos marginados pudieran ponerse en pie, se liberaran del mal que les aprisionaba y comenzaran un nuevo tipo de vida. ¿Podemos imaginar el impacto que supondrían las palabras y curaciones de Jesús en la gente marginal y desesperanzada? ¿No se nos reaviva nuestra pasión evangelizadora, para ofrecer hoy caminos de liberación hoy? El gesto de recibir la ceniza ha sido como calzarnos las botas de montaña, ponernos la ropa adecuada, colocarnos la mochila al hombro y empezar “a caminar hacia el centro de nuestro ser”, conscientes de que este camino nos humaniza y diviniza al mismo tiempo. Desde ahí podemos salir al encuentro de los demás con otra hondura, con un amor más limpio y la fuerza del Espíritu; más libres de enredos emocionales y con más gratuidad.
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