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¿Qué pasa en la iglesia? por: X. Alegre,Josep Giménez,José I. González Faus,J. M. Rambla, teólogos

8/3/2011

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Introducción: síntomas preocupantes
Desde hace años, se ha ido instalando en la conciencia de nuestra sociedad la percepción de una profunda crisis en la Iglesia católica. Para unos, estamos ya en la agonía del cristianismo. Para otros, se trata de lo que ha ido calificándose como involución, “invierno eclesial” (K. Rahner), “retorno a los bastiones”1, golpe de estado de los llamados “teocons” o, con la castiza expresión teresiana: “tiempos recios”.

Prueba visible de esta crisis son, no los conflictos y descontentos internos, sino la tácita y multitudinaria defección de numerosos bautizados. Al redactar estas líneas, leemos el dato (que no podemos confirmar) de que “la fuga de católicos de su Iglesia (es) un uno por ciento anual”2. A eso se añade el hecho de que muchos hijos “pródigos”, perdidos tras una deriva de alejamiento, añoran algún tipo de alimento espiritual y se ponen a buscar pero, de entrada, descartan a la Iglesia católica como lugar de búsqueda. Según un reciente estudio de Demoscopia, la Iglesia es una de las instituciones menos valoradas en España: puntúa un 4′4, por debajo del parlamento y de los empresarios (que superan ligeramente el 5)3. En 1984, la Iglesia había obtenido un 5, de modo que también ahí se refleja un deterioro.

El objetivo de este Cuaderno
Estos son los datos; no tendría sentido ignorarlos o negarlos con políticas de avestruz. Al afrontar esta situación, no pretendemos que nosotros lo haríamos mejor (seguramente no). Sólo quisiéramos que toda la institución tenga la humildad de preguntarse si estaremos haciendo algo mal, en lugar de creer que esas encuestas obedecen sólo a afanes persecutorios. De hecho, la Iglesia española tiene hoy miembros de gran generosidad y de mayor calidad cristiana que los católicos sociológicos de la época de la dictadura. Esos cristianos admirables se merecen una institución mejor. Y para esto casi bastaría con que se dé mas cabida a todas las tendencias que existen en la Iglesia, sin pretender imponer una sola como la verdaderamente católica, desautorizando a todas las demás.

Al hacer este diagnóstico, no damos carácter de síntoma a la pésima imagen que suelen dar de la Iglesia los medios de comunicación, los cuales, por lo general, sólo hablan de ella para comentar algún escándalo (preferentemente de índole sexual o, si no, de carácter económico, o de reales o supuestas peleas internas). Esta pobre imagen es solo espuma, con menos entidad del espacio que ocupa. Y ello es así unas veces por aquella regla clásica del periodismo de que sólo es noticia lo estrambótico; y otras por el dato más serio de que –por mucho que lo nieguen– los medios están en realidad al servicio del dinero y no de la verdad. Pero este detalle es ahora poco significante.

Más sintomático es, en cambio, el modo de reaccionar la Iglesia ante las críticas que recibe: una reacción siempre defensiva, que la lleva a considerarse injustamente atacada o perseguida, sin parar ni un minuto a preguntarse si habrá hecho algo mal o habrá dado algún pie a esas críticas enconadas. Incluso, los medios, emisoras o redes de comunicación en propiedad de la Iglesia parecen hablar única y exclusivamente “pro domo sua” (si se nos permite la clásica expresión ciceroniana), más que para informar objetivamente. Esta incapacidad de recibir serenamente la crítica y examinarse ante su Señor, nos parece la mayor señal de la crisis. Y lleva a que, cuando la crisis se reconoce, sea sólo para echar toda la culpa de ella a la maldad del mundo exterior, y añorar en silencio una antigua situación de poder eclesial y de cristiandad.

Primera aproximación
Aunque a lo largo de este Cuaderno pretendemos analizar esa crisis, cabría decir que la pincelada que mejor la define es la ocupación de todo el espacio eclesial por una sola forma (la más extremadamente reaccionaria) de concebir el cristianismo, con el afán expreso de excluir, expulsar y negar espacio eclesial a otras formas de ser cristiano, a las que se etiqueta con calificativos de radical heterodoxia. Esta pretensión de absolutez, típica de todos los extremos, pretende imponer su propia verdad contra la caridad, en contra de lo que enseña expresamente el Nuevo Testamento (Ef 4,15), y en contra de la gran pluralidad de la Iglesia primera que refleja la Biblia4. Es, además, fuente de increíbles sufrimientos para muchos otros miembros de la Iglesia.

Esta unilateralidad nos parece decisiva por la siguiente razón: hace más de cincuenta años se publicó un famoso libro titulado “Francia país de misión”. Era un juicio sociológicamente atinado sobre el proceso de descristianización en el país vecino. Pero, en lugar de acogerlo como tal y preguntarse a qué se debía, voces oficiales lo descalificaron sin hacerle caso, tachándolo de poco amor a la Iglesia. El resultado ha sido que ese proceso se ha ido propagando, y hoy debemos hablar de España país de misión, o de Europa continente de misión. Pero sigue habiendo demasiadas voces que prefieren desautorizar la realidad y enrocarse en torno a unas minorías ajenas a la historia (e interesadas muchas veces), limitándose a culpabilizar a los demás, para no preguntarse si es que nosotros hemos hecho algo mal, y qué tendríamos que hacer.

El camino
Y bien: en un continente descristianizado como el europeo, la primera misión de la Iglesia sería convertirse de (presuntamente) Maestra, en “mistagoga”: iniciadora en la experiencia deDios. La Iglesia como “madre” debería encarnar esa tarea de tantas madres que iban iniciando poco a poco a los hijos en la experiencia de confianza, adoración y aceptación frente al Misterio que nos envuelve, y al que llamamos Dios.

Ese Misterio que el Señor de la Iglesia caracterizaba como Abba (Padre) y como actuante en la historia, en una marcha de liberación de todo lo inhumano hacia eso que Jesús llamaba Reinado de Dios y que significa el destronamiento de todos los poderes que amenazan la humanidad de lo humano.

Pero nuestra Iglesia se revela demasiado incapaz de suscitar aquello que Rahner definió como imprescindible hace ya cuarenta años: los cristianos del futuro serán gentes con experiencia espiritual o no serán cristianos, como está ocurriendo. En lugar de esforzarse por despertar esa experiencia creyente, la institución eclesial prefiere protegerse reclamando un poder y una autoridad totalmente extrínsecos, y sintiéndose perseguida cuando la sociedad no se los concede. Las “torres” de este enroque pueden ser los cinco capítulos que estudiaremos en este Cuaderno como “llagas” de la Iglesia.

Panorámica
Pero antes, y aunque ahora estudiaremos la crisis desde la actuación y la imagen de la autoridad eclesiástica (principalmente de la curia romana), es justo decir que la autoridad no podría actuar así si no encontrara una buena base en muchos grupos cristianos.

Tratando de enumerar algunos de ellos, intentaremos dar una panorámica sociosociológica de las formas que reviste la Iglesia, en este siglo XXI y, al menos, en Europa.

1. Existen movimientos, grupos o comunidades de excelente voluntad, que viven replegados sobre sí mismos y al margen de la marcha de la historia. Con frecuencia apelan al Espíritu Santo como clave de su existencia; pero incurren en una honda contradicción entre la universalidad del Espíritu y su propio espíritu de gueto. Cuando, en nombre del evangelio, se les pide abrir los ojos al mundo, responden “nosotros no somos una ONG” (cita literal).

2. Existen movimientos de un fundamentalismo cada vez más difícil de disimular, que pretenden salvar a la Iglesia recurriendo al poder y al dinero.

Se da en ellos una inversión entre el Espíritu y la materialidad de lo institucional: de modo que el soplo del Espíritu sólo parece servir para robustecer la institución, en lugar de ponerla al servicio de la libertad y universalidad de Dios. Si el grupo anterior tendía al gueto, éstos tienden a la secta.

3. Hay grupos y comunidades que, ante la crisis eclesial, han tomado la valiente decisión de no avergonzarse de ser cristianos, convencidos de las enormes riquezas que el cristianismo posee y puede aportar. Pero esta actitud valiente parece confundir el no avergonzarse con el no tener de qué arrepentirse. La idea de una necesaria reforma de la Iglesia es vista por ellos como falta de amor a la madre. Por eso suelen degenerar en posiciones más conservadoras de lo que ellos mismos querrían.

4. Hay además infinidad de cristianos “sociológicos” que lo son más por inercia que por auténtica opción y convicción creyente, que se suelen limitar a un cumplimiento más bien externo y que, en situaciones difíciles de conflicto o de prueba, buscarán más bien sortear la dificultad que sentirse llamados a la generosidad.

5. Simétricos de éstos, aunque distintos y más sinceros, aparecen infinidad de “cristianos en crisis”, que suelen decir que ya no saben si creen o no. Se mueven a veces por impresiones afectivas pero, sobre todo, soportan solos la enorme dificultad de ser creyentes en medio de una sociedad más bien hostil o alejada. Aéstos, “el traje de la fe” con el que fueron catequizados, se les ha quedado como el traje “de primera comunión”: no pueden ponérselo ya, pero no tienen otra prenda religiosa con que vestirse.

6. Hay también grupos heterogéneos de cristianos profundamente descontentos con la institución eclesial.

Debemos decir –aunque escandalice– que quizá es entre ellos donde se dan las mayores vetas de calidad cristiana. En unos casos sobrevive su fe porque, a raíz del Vaticano II, se produjo en ellos un encuentro personal con Jesucristo, que ha orientado y sostenido sus vidas y los mantiene en pie a pesar de la soledad eclesial en que viven la fe. En otros casos, ese descontento ha llevado a una asunción acrítica de todos los valores y desvalores de la Modernidad social, como si fuese ésta el verdadero sujeto de la verdad revelada. A estos últimos les cuesta mucho menos desautorizar una verdad oficial de la Iglesia que una verdad oficial del progresismo ambiental.

Lo cual no es bueno en absoluto. Por lo general, estos últimos grupos coinciden con otros varios en los que a veces se apoyan, y que son los verdaderos testigos del cristianismo del siglo XX y XXI. En ellos ha habido figuras eximias tanto a nivel de magisterio teológico como de compromiso cristiano (el cual ha llevado incluso a martirios conocidos, y menos conocidos, vividos muchas veces en una dolorosa soledad y desamparo institucional).

Esta panorámica es, sin duda, demasiado rápida. También es frecuente que los individuos concretos no reproduzcan exactamente el retrato de un solo grupo sino que manifiesten rasgos entrelazados de varios de ellos. Pero, como visión global, puede servir para enmarcar la crisis que vamos a intentar describir en este Cuaderno.

Sabiduría, conflicto y tentación: dos ejemplos bíblicos

Cerraremos esta introducción aclarando que la crisis no se identifica con los conflictos. La conflictividad pertenece inevitablemente a la existencia eclesial, como a toda la existencia humana.

Y la unidad o la comunión eclesial no consisten en la uniformidad y ausencia de conflictos, sino en el amor que tiende puentes de cordialidad y de respeto entre ellos.

Desde sus inicios, la historia de la Iglesia nos habla de una comunidad de judeocristianos asentada en Jerusalén en torno a Santiago, el hermano del Señor, a la que costó mucho superar el judaísmo y que puso infinitas dificultades a otras formas de concebir el cristianismo más abiertas (la de Pedro y Antioquía, o la más radical de Pablo). Pero fueron éstas y no aquella, las iglesias que conservaron, inculturaron y transmitieron el cristianismo. Esta tipificación podría seguirse, con mil revueltas, a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Pero ahora debe bastarnos este apunte rápido. En un contexto así, la Iglesia debería tener la sabiduría de Gamaliel cuando, ante la obsesión de las cúpulas judías por acabar con el cristianismo naciente, les recomendaba aguardar ese juicio de la historia (o de Dios en ella desde una lectura creyente) que tantas veces deja morir lo que es estéril pero impide que muera lo que es fecundo, aunque se le persiga (cf. Hch 5,34 ss.).

En segundo lugar, la Iglesia debería saber que la tentación pertenece a la elección y a la llamada de Dios la cual, de inmediato, parece conducirnos a las dificultades del desierto. También la Iglesia puede caer en la tentación de Massá y Meribá, irritando a Dios por su falta de fe, como el pueblo escogido cuando, tras la salida del Egipto preconciliar, no se ha encontrado con la tierra prometida sino con un camino difícil (cf. Ex 17, 1-7; Deut. 6,16; salmo 95,8).

Ciñéndonos al caso español, para cualquier observador ajeno resultaría casi evidente que la actual crisis del catolicismo en España y la hostilidad que despierta cuanto huele a cristiano, no son obra de un gobierno malvado nacido por generación espontánea, sino cosecha de un largo pecado de nuestra jerarquía durante la época de la dictadura y antes de ella. Otra cosa será el que, dada la dinámica degenerativa que tiene todo lo humano, esa reacción de los de fuera no siempre haya sido modélica. Creemos que estos dos ejemplos explican la actitud desde la que redactamos esta reflexión, cuya estructura será la siguiente: en 1832 C. Rosmini publicó Las cinco llagas de la Iglesia5, que poco después sería puesto por Pío IX en el índice de libros prohibidos. Por una de esas paradojas que se dan en la historia de la Iglesia, el autor de esa obra va a ser beatificado ahora. Y siguiendo su título quisiéramos hablar nosotros de las que nos parecen ser la “cinco llagas” de la Iglesia de hoy. Ese será nuestro próximo capítulo.

“No podemos decir con mucha verdad que ya hicimos la opción por los pobres. En primer lugar porque no participamos la pobreza por ellos experimentada en nuestras vidas. Y en segundo lugar porque no obramos frente a la riqueza de la iniquidad con aquella libertad y firmeza empleadas por el Señor. La opción por los pobres, que no excluirá nunca la persona de los ricos…, sí excluye el modo de vida de los ricos, insulto a la miseria de los pobres, y su sistema de acumulación y privilegio que necesariamente despoja y margina a la inmensa mayoría de la familia humana”.

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