Según los evangelios de la infancia, cuando Jesús nació en Belén, nadie se enteró de ello, fuera de María, José y los pastores. Más tarde, una misteriosa estrella guió a unos sabios de Oriente hasta encontrarlo. Los sacerdotes continuaron realizando sus ceremonias religiosas en el templo de Jerusalén, en Roma el emperador Octavio Cesar siguió dando órdenes en el imperio. En nuestros días va a suceder algo semejante.
La Navidad ha sido secuestrada por la sociedad del consumo de la llamada “civilización cristiana occidental”, nadie se atreve a negar ni a atacar la Navidad, aunque uno sea religiosamente indiferente, agnóstico o ateo, pero la hemos vaciado de su contenido cristiano y transformado en una fiesta mundana, especialmente para acomodados. Nuestras ciudades se llenan de luces, los comercios cantan villancicos para vender más en estas fiestas de fin de año. En las Iglesias se preparan los belenes y la liturgia de la noche de Navidad. Tanto en Washington como en el Vaticano luce un inmenso árbol de Navidad. Pero el Señor parece cansado de estas celebraciones vacías de contenido y nos quiere dar una sorpresa: este año Jesús ha decidido nacer en Haití, el pueblo de antiguos esclavos africanos, el primero que se independizó en América Latina, actualmente el más pobre del continente americano, hace un tiempo sacudido por un terrible terremoto, luego inundado por un huracán y ahora en plena epidemia de cólera que ya ha matado a miles de personas. Su futuro es muy incierto, sus elecciones fraudulentas. En este pueblo que no cuenta en el concierto de las naciones, que sobrevive en campamentos y vive con la ayuda del exterior y con la ambigua presencia de los Cascos azules, precisamente en este pueblo este año va a nacer Jesús. Seguramente tampoco casi nadie se enterará de ello, ni en Washington ni quizás en Roma, como sucedió en la primera Navidad de la historia. En la liturgia de la noche de Navidad se lee el texto de Isaías que afirma que “el pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz” (Is 9, 1). Esta luz este año nos viene de Haití. No se trata simplemente de que en esta Navidad ayudemos a Haití con donativos para contentar nuestra mala conciencia, sino de algo más difícil y duro: que nos dejemos iluminar por la luz que nace de Haití, que esta luz nos descubra la falsedad y superficialidad de nuestra vida, la hipocresía de nuestra sociedad, la vaciedad de nuestra religión, nuestro racismo y eurocentrismo que desprecia a otros países y otras razas. Estamos en tinieblas, aunque encendamos miles de lucecitas estos días para disimularlo, pero la luz que realmente nos ilumina viene desde Haití y nos dice que otro mundo no sólo es posible sino necesario. Evidentemente Haití tiene otros nombres: saharauis, afganos, palestinos, magrebíes que llegan en pateras, emigrantes latinoamericanos que viven en los países del primer mundo, parados y gente sin hogar, enfermos con Alzheimer, ancianos abandonados en residencias, niños de la calle..…todos ellos se llaman este año Haití. Y en Haití nace el Niño Jesús: su mensaje nos recuerda que la alegría y paz verdaderas brotan de la solidaridad y del compartir fraterno, porque todos somos hermanos y hermanas y tenemos un mismo Padre común. Desde Haití los ángeles este año anuncian de nuevo la paz a las personas de buena voluntad. ¿No los escuchamos? Vayamos este año a Haití, allí encontraremos al Niño con María y José. La estrella que guió a los magos de Oriente nos guiará también a nosotros hasta nuestro Haití. Cochabamba, Bolivia, diciembre 2010
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