Jesús, a quien acusaban de “comer con pecadores y publicanos” –es decir, de comportamientos inadecuados para una persona religiosa-, pasa de la provocación a la denuncia de la religiosidad de sus acusadores.
El texto indica que sus interlocutores son “los sumos sacerdotes y los ancianos (o senadores)”, la elite religiosa y máxima autoridad del judaísmo. Presumen de ser “justos” y se reconocen como jueces de la ortodoxia, aprobando o condenando los comportamientos de la gente. Asumiendo una función de “intermediarios” de Dios, han terminado absolutizándola hasta convertirla en la instancia más poderosa de aquella sociedad. Sabemos que Jesús no se llevaba bien con el poder ni con la religión. Al primero, le contraponía siempre el servicio (“Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros. Al contrario, el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos”: Mt 20,25-28); a la segunda, la gratuidad (“Todo lo mío es tuyo. Tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”: Lc 15,31-32). No es casual que servicio (compasión) y gratuidad constituyan los ejes básicos de su mensaje. Y tampoco parece casual que ambos rasgos no sean precisamente apreciados por parte de la autoridad. Aunque sea de un modo inconsciente, la autoridad busca mantener el poder. Para ello, se reviste de un aire de solemnidad, a la vez que reclama sumisión y cumplimiento de las normas. De ese modo, y aun proclamando lo contrario, en la práctica, da la vuelta al mensaje: los “súbditos” captan automáticamente que todo se ventila en la observancia y en el mérito. Se seguirá haciendo un discurso “religioso” y se continuará nombrando a Dios y a Jesús, pero realmente se ha desactivado el mensaje original. Frente a ese modo de funcionar por parte de la autoridad religiosa, la palabra de Jesús no puede ser más fuerte: “Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de los cielos”. Para sus interlocutores, habría de resultar una paradoja hiriente: aquellas personas que ellos consideraban nada menos que “pecadores públicos”, alejados y malditos de Dios, resultaban preferidos a ellos. No es la única vez que Jesús subvierte el “orden religioso”. Ya en las parábolas del “buen samaritano” (Lc 10,25-37) o del “juicio universal (Mt 25,31-46) se transmite el mismo contenido. Y de un modo taxativamente claro, en el propio evangelio de Mateo se lee: “No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21). Tras todas estas palabras de Jesús, no parece difícil apreciar aquello que para él era lo más importante: • la afirmación de la Gratuidad; en lenguaje teísta se expresaría de este modo: "Dios es Gracia"; • los "últimos" –por el simple hecho de serlo- son los preferidos; • la preeminencia del amor sobre las creencias: no importa tanto lo que se cree mentalmente cuanto lo que se vive y, más aún, lo que se ama. De Jesús también se dijo que “pasó por la vida haciendo el bien” (Hech 10,38). Esta es la clave definitiva: el test de la vida espiritual no tiene que ver con las creencias, sino con la vida cotidiana y, específicamente, con la actitud de bondad hacia los otros.
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