¿Qué es el silencio? ¿Es aislamiento? ¿una huida? ¿una fuga mundi? No nos interesa el silencio en sí mismo sino la actitud interior del silencio. Silencio como liberación personal y apertura al amor.
Vivimos en un mundo desbordado de ruidos, ruidos exteriores y ruidos interiores, que ahogan la vida e impiden que germine la espiritualidad y brote la alegría del corazón. La ambición económica, la corrupción y especulación financiera, el afán de tener, de dominar, de sobresalir y la búsqueda insaciable de placeres destruyen lo más noble que existe en el corazón humano: la capacidad de amar y de contemplar la vida con la mirada limpia de un niño. El hombre de hoy, materializado por el consumismo, no sabe lo que es el frescor de una tarde de primavera. Ha perdido el sentido de la contemplación, de maravillarse delante de la inmensidad del mar, del bosque o del desierto, de sorprenderse contemplando en la noche el cielo estrellado y de extasiarse ante los gestos sencillos de la gente humilde. El hombre de hoy es incapaz de quedarse solo, sin móvil, sin internet, sin televisión, sin aparato de sonido, sin vehículo... Tiene miedo de escuchar la voz que le viene de dentro, la voz que nunca miente, la voz de la conciencia, que siempre nos acompaña y nos dice lo que es ético y lo que no es ético. El desafío más urgente para el hombre y mujer de hoy es la renovación ético-espiritual, y ésta no se logra sino por el silencio. La persona crece en el silencio, porque es el camino para descender a lo más profundo de nuestro ser, para confrontarse con uno mismo, con la realidad histórica y con el Misterio Trascendente. El silencio no es huida del mundo en el sentido de falta de valor para enfrentarse con entereza a la vida. No es una evasión, lo cual sería un egoísmo refinado. Tampoco es una despreocupación de los problemas de la sociedad. El silencio es un medio necesario para llegar al conocimiento de uno mismo, a la contemplación del Misterio de Dios y al descubrimiento de la acción del Espíritu en los acontecimientos históricos. Silencio no es solo exterior sino ante todo interior. El sentido del silencio es la interiorización. Porque de nada sirve el silencio exterior si por dentro estamos llenos de ruidos, imaginaciones, fantasías, que son como humo arrasado por el viento. El silencio exterior no tendría sentido si no hacemos silencio interior, que es dominio y autocontrol de la imaginación y de las emociones, para experimentar la fuente de energía, de creatividad e inteligencia que hay en el interior de cada ser humano, como bien señala el monje benedictino Anselm Grün. Cuando tratamos de hacer silencio, puede ser que descubramos dentro de nosotros un desorden debido a la aglomeración de recuerdos, pensamientos, sentimientos, imaginaciones y emociones incontrolados que se entrecruzan en nuestra mente. Pueden hacerse presentes estados de ánimo que nos inquietan y miedos que interrumpen nuestra concentración. Afloran a la superficie deseos y necesidades reprimidas, e incluso acuden a nuestra mente un sinfín de oportunidades perdidas y de fantasías. Silencio no significa sólo renuncia a la palabra sino, sobre todo, liberación de toda clase de pensamientos y sentimientos que distraen la conciencia. Exige desprenderse de recuerdos del pasado para adentrarse con entereza y madurez en el presente. Con el silencio posibilitamos la superación de traumas y heridas no cicatrizadas para lograr el encuentro y armonía con uno mismo, con las personas que nos rodean, con el cosmos y con el Misterio de Dios que nos envuelve. El silencio interior nos libera de apegos, preocupaciones y temores. Nos ayuda a poner orden en el caos interior de nuestras emociones y pasiones. Nos conduce a un vaciamiento y desprendimiento de todo. Es libertad. Libertad del corazón. Con el silencio interior enmudecen las actitudes e impulsos egoístas, agresivos y violentos. Posibilita que se desarrolle el amor ágape, al amor generoso y desinteresado, amor a la vida, amor la creación y amor a las personas. Desarrolla la ternura. El silencio interior nos revela la auténtica esencia del alma. El silencio conlleva capacidad de escucha, de diálogo, de reflexión y profundidad en la palabra. En el silencio la palabra alcanza su plenitud. Nos infunde ternura, respeto y tolerancia, nos ayuda a situarnos en el lugar del otro, a ser comprensivos y compasivos. Nos capacita para estar abiertos al Espíritu y al amor a todos los hombres y mujeres, particularmente a los más pobres y necesitados. El viaje más fascinante, que muchos rehúyen emprender, es el viaje al interior de uno mismo. Provoca vértigo y miedo encontrarnos con nuestras propias miserias, con nuestros traumas, con nuestro pasado, con nuestras contradicciones, nuestras luchas interiores, nuestras debilidades y pequeñeces, pero también con nuestras fortalezas y posibilidades, anhelos y sueños. El monje trapense Thomas Merton subraya la necesidad de realizar este viaje al centro de uno mismo, cuando dice: "¿Qué ganamos con navegar hasta la luna si no somos capaces de cruzar el abismo que nos separa de nosotros mismos?". Solo en la soledad del desierto interior es posible encontrarnos con nosotros mismos y crecer como personas y como creyentes. La espiritualidad del desierto relativiza las cosas, hasta a la misma Iglesia con sus dogmas, cánones, normas y ritos, para centrarse en la búsqueda y unión con el Dios absoluto, el siempre mayor, el Dios Amor, el Dios de Jesús, que se nos hace presente en los pobres y excluidos. Hoy no es necesario retirarse al desierto de la Tebaida, del Sahara, del Sinaí o de Palestina, como hicieron los anacoretas y monjes antiguos. El desierto puede hallarse en todas partes, también aquí, porque el desierto no significa alejamiento de la gente, sino silencio interior y conciencia de la presencia de Dios en la historia y en la vida de cada ser humano. El silencio del desierto se encuentra en la ciudad, en nuestra casa, en la vida cotidiana, en el trabajo, en las luchas por un mundo mejor, y sobre todo, dentro de uno mismo. El desierto es el lugar al que hay que ir, sobre todo en tiempos de crisis, para ver la luz que da sentido a la vida y a la historia y levanta la esperanza de los pobres de la tierra. Los ermitaños y monjes del desierto interpelan nuestra vida personal y desenmascaran a la sociedad moderna, por haberse hecho esclava del materialismo consumista impuesto por el sistema capitalista neoliberal, por ser injusta, cruel y causante del hambre de millones de seres humanos. En este sistema no hay tiempo para reflexionar, ni para confrontarse consigo mismo, ni con la realidad histórica, ni con Dios. No hay tiempo para orar. Se teme al silencio. La soledad nos espanta. El viento de la historia es elocuente. Su sonido solo se percibe desde el silencio. Para construir un mundo alternativo, justo y profundamente humano, es necesario aprender a escuchar el sonido del silencio. Del silencio salen los místicos, los profetas y los auténticos revolucionarios. El mundo necesita hombres y mujeres de silencio. Dios habla cuando el hombre calla. Dios habla en el firmamento, habla en la montaña, en la diminuta flor del campo, en la inmensidad del mar, en la sonrisa de los niños, en los gestos de ternura de una madre..., pero sobre todo en la humanidad sufriente, en el enfermo, en el hambriento, en el inmigrante, en las víctimas de la violencia y de las guerras. Solo el hombre y la mujer de silencio son capaces de descubrir el grito de Dios en estas realidades. Ahí se escucha a Dios, se interioriza su Palabra y se hace carne en un compromiso de servicio y de lucha por la construcción de una nueva sociedad. Tres palabras claves definen el sentido de la vida: Silencio, Adoración, Revolución.
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