El llamado “discurso eucarístico” –obra de varios glosadores- concluye con una especie de catequesis que quiere responder a quienes –dentro de la propia comunidad joánica de finales del siglo I- rechazaban la lectura sacramentalista que se acababa de exponer.
En la respuesta pueden advertirse varios elementos característicos de la teología de este evangelio: la referencia al origen divino de Jesús, repitiendo una expresión similar a la que había aparecido ya en los primeros capítulos (Jn 1,51; 3,13…); la insistencia en que solo puede creer en Jesús aquel “a quien el Padre se lo concede” (Jn 6,44); la sabiduría que acompañaba a Jesús desde el principio, por lo que aparece como “señor” de los acontecimientos, conocedor de las intenciones del corazón humano. Y la catequesis culmina en la afirmación que el redactor pone en boca de Pedro –símbolo de la autoridad-, y que constituye una proclamación solemne de la fe de la propia comunidad joánica, que cree en Jesús como “el Santo consagrado por Dios” y, por tanto, portador de “palabras de vida eterna”. ¿A quién acudir? ¿Por dónde buscar? Antes o después, todo ser humano se verá planteando estas preguntas. En un primer momento, es prácticamente inevitable que la respuesta se busque fuera: en objetos o en doctrinas, en logros propios o en personas ajenas. Hasta que, gracias quizás a la ayuda recibida y a las mismas decepciones padecidas, empecemos a dirigir la búsqueda hacia el interior, no en una actitud vanidosa o solipsista, sino desde la intuición que todo ser se haya habitado por la sabiduría del único Misterio. Lo que buscamos, más allá de las apariencias y de los nombres que le atribuyamos, es siempre la vida: “Tú tienes palabras de vida”, dice Pedro. Y la búsqueda cesará en el mismo momento en que reconozcamos que somos uno con lo buscado. Mientras veamos la vida como “algo” separado, andaremos confundidos. Al reconocer que somos vida, todo se ilumina. Quizás las creencias en las que crecimos nos llevaron a decirle a Jesús: “Tú eres la vida”. Y ese pudo ser un buen comienzo…, siempre que no se vea como punto de llegada. A partir de aquella afirmación, una vez superado el engaño que se deriva de la naturaleza separadora de la mente, podremos reconocer a Jesús –y a cualquier otra persona- como un “espejo” en el que nos vemos a nosotros mismos. En realidad, lo que vemos siempre es vida, lo que somos, que se manifiesta bajo infinitos “disfraces”, pero siempre la misma y única Vida.
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