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Permanecer sin distancia ni separación por: Enrique Martínez Lozano

5/3/2012

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En el breve texto del pasaje de hoy, aparece siete veces uno de los verbos preferidos por el autor del cuarto evangelio: menein, que puede traducirse como “morar” o “permanecer”. Comporta la idea de un estar-en, de manera continuada y estable, hasta el punto de llegar a ser “uno” con quien se permanece.     

Jesús tiene conciencia de permanecer en el Padre y en los discípulos, y eso mismo es lo que desea que sus discípulos hagan consciente. Todo permanece ya, y desde siempre, en la Unidad, porque no puede existir nada al margen de nada. Lo que nos falta es tomar conciencia de ello, salir del engaño al que nos induce la mente, para reconocerlo y vivirlo.

La mente solo puede operar separando las cosas; es la condición del pensamiento, porque pensar es delimitar, establecer fronteras entre los objetos pensados. Este modo de hacer es eficaz en el campo de los objetos, y ha hecho posible el progreso en muchas áreas.

La trampa y el engaño surgen cuando, olvidando que se trata solo de de una característica de la mente, lo que es una “forma de ver” se absolutiza, y se termina creyendo que la realidad es tal como la mente la describe. Lo que se ha producido es un deslizamiento insostenible del plano del “pensar” (separador y dualista) al plano del “ser” (unido o adual).

Tanto la palabra de Jesús como la alegoría de la vid apuntan en la dirección adecuada: no somos islotes separados; siempre somos-en ysomos-con.

El olvido de esta realidad hace que nos reduzcamos al ego (la identidad que nos proporciona nuestra mente), y vivamos a partir de esa creencia. Egocentrismo, individualismo, soledad, miedo, ansiedad, enfrentamiento… son las primeras consecuencias de aquel engaño.

Pero no somos ese ego aislado, que no existe sino en nuestra mente. En último término, somos la Vida que se expresa momentáneamente en esta forma que hoy palpo. O, por usar la alegoría del evangelio, somos la misma vid en forma de sarmientos.

“Vid” y “sarmientos” no son dos entidades independientes. De hecho, no puede darse la una sin la otra. Son sencillamente “formas” diferentes de la única Realidad, pero en una diferencia que no es en ningún caso separación: se trata de la misma Realidad expresándose de ese modo.

Vid y sarmientos, agua y olas, vacío y forma, Divinidad y materia, Dios y cosmos, lo Inmanifestado y lo manifiesto…; de cualquier forma que nuestra mente lo nombre, estamos hablando de la misma y única Realidad, en sus “dos caras”, abrazadas en una admirable no-dualidad.

Por eso, cuando estamos viendo la “forma” –cualquiera que sea el modo como se presente-, estamos viendo el “Vacío” al que expresa; cuando vemos el cosmos, la naturaleza, la humanidad, estamos viendo a Dios expresándose o desplegándose ante nuestros ojos.

No hay lugar alguno para el dualismo –que únicamente existe en nuestro pensamiento-, pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado o vulgar. Algunos autores –cada vez más dentro de la teología católica, aunque no son sólo los teólogos- hablan depanenteísmo (todo-en-Dios), una expresión que me parece ajustada, siempre que, a pesar de la novedad del término, no se vuelva a colar el dualismo. Por ello, a mi modo de ver, sigue siendo preferible la expresión no-dualidad.

Como es obvio, la no-dualidad no se puede pensar, porque la estructura misma del pensamiento es dual. En cuanto éste se hace presente, la realidad parece separada: se manifiesta la aparente dualidad.

El estado no-dual no puede lograrse tampoco a través de algún esfuerzo mental: la mente no puede llevarnos más allá de la mente.

Lo que nos queda es ejercitarnos en acallar la mente y vivir lo más posible en el momento presente. Eso mismo dotará a nuestra vida de otra “calidad” y, quién sabe, en algún momento emergerá ante nosotros la Realidad como es, más allá del velo que la mente interpone.

La práctica de acallar la mente –la práctica meditativa, formal o informal- equivale a recorrer ese velo, para permitir que el Presente emerja ante nuestros ojos.

En todo caso, podemos vivir más conscientes de la Unidad que somos con todo, en la certeza de que todo lo manifiesto –nosotros incluidos- no es otra cosa que el despliegue de lo que no vemos, el Misterio tomando forma en cada pequeño objeto, sin estar separado de ello.

Esta percepción y vivencia nos hará crecer en sabiduría y, con ella, en capacidad de comprender y de vivir de un modo nuevo.

Nos haremos más conscientes de que todo, en el mundo de las formas, se rige por la ley de la polaridad. De ese modo, no rehuiremos nada, pero tampoco nos identificaremos con nada.

Como escribe Ajahn Chah, un monje tailandés fallecido en 1992, “la paz que ha de hallarse dentro de uno se encuentra en el mismo lugar en el que se ubican la agitación y el sufrimiento. No ha de hallarse en el bosque ni en la cima de la colina, ni es otorgada por un maestro. Donde usted experimenta sufrimiento puede encontrar la emancipación del sufrimiento. En realidad, tratar de escapar del sufrimiento es, de hecho, correr hacia él”.

No escapar, no identificarse: es el camino de la sabiduría que nos permite reconocernos en nuestra identidad más profunda, por detrás (o debajo) del yo aparente, que es solo un “objeto” dentro de quienes realmente somos.

Volvemos a la alegoría joánica. Permanecer en Jesús y en el Padreequivale a experimentarnos en esa identidad profunda, que es no-dual y, por tanto, compartida. No cabe intimidad mayor: más allá de los “mapas” que son las creencias y las religiones –mapas valiosos en muchos casos-, nos reconocemos en el “Territorio” común. Más allá de pensarnos como “sarmientos” separados, nos descubrimos ser “vid” unificada.

Para terminar, quiero dejaros un poema de Bitoriano Gandiaga, franciscano vasco, fallecido en 2011.

        

Fui en busca de la paz

 

Muchas veces fui lejos

en busca de la paz,

fui en busca de la paz,

con la eterna esperanza

de que la paz que no tenía en mí

sí la había de hallar allí lejos.

Fui lejos en busca de la paz,

pero sin esperanza fundada;

la paz que no la tenía en mí

también allí estaba lejos

en su lejanía inaccesible.

Me quedé allí mismo

(nunca más me iría lejos)

mirando a mi interior,

y comencé a trabajar,

a colocar en su sitio

cada una de mis revueltas pasiones.

A medida que iba ordenando mi interior

comenzó a iluminárseme

el interior y el contorno.

A partir de entonces nunca más me iré lejos,

la paz no está lejos,

su fuente está en uno mismo.

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