Jesús ejerce un gran poder de atracción sobre la gente. El evangelio nos muestra que son muchos quienes le buscan: la multitud, los miembros de su familia, los escribas… Muchos y muy diferentes, como distintas son las razones por las que se acercan a él.
Los primeros -la multitud- le buscan deseosos. La gente está admirada de su enseñanza (Mc 1,22) y de su capacidad para expulsar espíritus inmundos (1,27). Su fama se había extendido (1,28) y había curado a tantos enfermos (1,34; 3,10) que se agolpaban a la puerta de cada casa en la que Jesús se encontrara (1,33; 2,1) acudiendo a él de todas partes (1,45; 2,13; 3,7-9). Todos están maravillados y son capaces de reconocer que Dios actúa en él (2,12). Éstos, los sencillos y débiles, quienes se saben enfermos o incapaces, limitados o sin fuerzas, no dudan que Jesús les atenderá, los escuchará y les ofrecerá su consuelo y su tiempo, hasta el punto de ser capaz de dejar de comer por estar con ellos. Sin embargo, en el relato aparecen también otros grupos cuyas razones para buscar a Jesús son bien distintas. Quizás porque, a diferencia de los primeros, éstos ya tienen algo que perder en su relación con Jesús. En el caso de los familiares, parecen enfadados (el verbo que Marcos usa para referirse a que se lo querían “llevar” es el mismo que utiliza cuando Jesús es arrestado en 12,12; 14,1.44-45) y preocupados por los comentarios que se vierten sobre él y que indican que está fuera de sí. En una sociedad como la de Jesús, se puede entender fácilmente que sus más allegados tengan miedo a perder el honor que su familia ha adquirido durante muchos años. El honor era un valor esencial en aquella cultura, un valor fundamental que estructuraba la vida diaria de la gente hasta tal punto que una familia no podía entenderse a sí misma si no era desde esta clave. Pero el honor sólo se posee si otras personas lo reconocen, y los comentarios sobre Jesús muestran, más bien, el preocupante riesgo de caer en vergüenza. Podemos, por tanto, entender fácilmente la actitud de esos familiares que sólo desean preservar la buena reputación de su linaje. Y por último aparecen los escribas, que se ponen en camino (el texto dice que habían bajado de Jerusalén) para hablar mal de Jesús, para acusarle de realizar sus exorcismos con la fuerza del jefe de los demonios, para poner en entredicho su fama. Esta crítica, siendo muy grave, muestra que los signos realizados por Jesús son reconocidos por todos, incluso por quienes lo consideran un enemigo. La capacidad sanadora y liberadora de Jesús asusta a quienes, ante él, pueden perder no sólo poder y fama, sino la estabilidad dentro de una sociedad fuertemente estructurada en la que ellos sustentan puestos reconocidos. Hasta ahora nos hemos detenido en quienes buscan a Jesús. Pongamos ahora nuestra mirada en él. Impresiona su actitud, la de un hombre con una confianza y una seguridad absolutas, la de un hombre esencialmente libre. Esta confianza y libertad de Jesús contrasta fuertemente con la de los dos protagonistas de la primera lectura de hoy domingo: Adán y Eva que, movidos por el miedo, se esconden ante Dios que les busca. Jesús no se esconde. Al contrario. Invita a familiares y escribas a acercarse (3,22), a no quedarse fuera (3,31), a formar parte de su círculo íntimo (3,32-35). No se defiende, no discute con ellos. Les confronta con inteligencia y serenidad, buscando que comprendan que las acusaciones no tienen fundamento y que reconozcan que quien le mueve a liberar a las personas de sus posesiones es el mismo Espíritu Santo, el Aliento de Dios. Ojalá, a nosotros, también sea el deseo lo que nos lleve a buscar a Jesús, la certeza de que él puede sanar nuestras heridas y liberarnos de nuestras opresiones, el deseo de escucharle y dejarnos curar por él. Preguntémonos también si nos asusta, en nuestra relación con él, perder algo… quizás la comodidad y tranquilidad de nuestras vidas, quizás las seguridades a las que nos agarramos, quizás los poderes que creemos tener en algún ámbito… Si somos capaces de no quedarnos fuera, de adentrarnos en su círculo, puede ser que perdamos todo eso, pero a cambio, ganaremos el ser parte de la nueva familia de Jesús (3,35). Lo ganaremos todo.
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