Marcos construye un relato doble –conocido como la curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo-, tan peculiar como cargado de simbolismo. Para empezar, es interesante destacar los elementos que ambos episodios tienen en común: se trata de dos mujeres, enfermas de gravedad –una terminará en la muerte-, que se curan al contacto con Jesús. Pero quizás lo más significativo es que, en ambos casos, se repite una cifra: doce. Un dato innecesario que invita al lector a leer el relato en clave simbólica.
En efecto, el número doce es símbolo del pueblo judío. Ambas mujeres representan a Israel, que no encuentra solución en sus instituciones ni en su religión –la sinagoga-, sino que se va extinguiendo, después de haber hecho lo indecible –"se había gastado en eso toda su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor"-, hasta morir. Más allá de la narración, el lector puede reconocerse a sí mismo como la mujer que siente estar perdiendo su vida, o como la niña que escucha la palabra que le dice: "levántate". Y, a esa luz, es invitado a preguntarse: ¿por dónde se me escapa la vida?, ¿qué es lo que me tiene postrado?, ¿estoy decidido a levantarme, a vivir y favorecer la vida? Y es muy probable que, creyente o no, en la respuesta a esos interrogantes, se reconozca a sí mismo en la persona, la vida y el mensaje del Maestro de Nazaret. En los relatos recogidos en este capítulo, tal como ha llegado hasta nosotros, aparece Jesús como liberador de aquello que más nos asusta y esclaviza: la opresión –interna y externa-, la enfermedad, la marginación y la muerte. Realidades todas ellas que quedan iluminadas desde la Vida que se manifiesta en Jesús. La identificación con el yo nos obliga a mirar toda la realidad desde una perspectiva radicalmente limitada y, por ello, equivocada. Desde ella, será bueno lo que agrade al yo, y malo lo que lo frustre. De hecho, el primer movimiento del yo ante cualquier acontecimiento o situación es el de catalogarlo como "agradable" o "desagradable", "positivo" o "negativo". A partir de esas etiquetas, actuará aferrándose a aquello que le reporta bienestar y, en último término, pervivencia. Ocurre, sin embargo, que todo aquello a lo que el yo puede aferrarse es impermanente, como él mismo. Todo pasa; y mal se puede poner la seguridad y estabilidad en lo que es pasajero. Aunque siempre le queda un último asidero: la creencia de que, después de la muerte, será un yo perdurable. La verdad, sin embargo, parece que va en otra dirección. El problema básico que nos lleva a la confusión y al sufrimiento, y que nos hace debatirnos entre lo que llamamos "bueno" o "malo", es la ignorancia: no sabemos quiénes somos realmente, desconocemos nuestra verdadera identidad. A causa de ella, estamos habitualmente como hipnotizados, dando por ciertas y definitivas las conclusiones a las que cree llegar nuestra mente. La sabiduría espiritual –también la del evangelio- viene a decirnos que, a nivel profundo, no somos ese "yo" con el que hemos estado identificados, sino el "Yo Soy" universal que se expresa en tantas formas. Eso que realmente somos no muere jamás; lo único que acaba es la forma histórica que lo expresaba. Tiene razón el texto evangélico cuando dice: "La niña no ha muerto; está dormida". Por eso, la pregunta crucial no es: ¿qué ocurre después de la muerte?, sino: ¿quiénes somos? Hasta que no lo respondamos adecuadamente, no saldremos del dilema que plantea Fidel Delgado: "Tenemos una buena noticia: nadie muere; y una mala: nadie se lo cree".
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