Espíritu resucitador: terapia, política y mística
Seísmo, viento, lenguas de fuego y pologlotismo inexplicable ¿Qué es resucitar? ¿Revivir o sobrevivir? No, sino renacer transformado, transfigurado y recreado para vivir definitivamente. ¿Qué es morir? Nacer transformado (Vita mutatur, non tollitur; la vida no es arrebatada, sino transformada). ¿Qué es resucitar? Respirar en Espíritu para vivir eternamente. ¿Quién resucitó a Jesús? El Espíritu de Vida. ¿Cómo resucitó Jesús? Por obra de Espíritu santo, inhalando, al morir, Espíritu de Vida. ¿Cómo nos da vida Jesús? Exhalando al morir, el Espíritu de Vida para transformarnos como Él fue transformado. Ha sido lamentablemente olvidado uno de los textos principales sobre la resurrección en las cartas paulinas: “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en vosotros, el mismo que le resucitó dará vida también a vuestro ser mortal, por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros” (Rom 8, 11). Es decir, el mismo dinamismo de la Ruah o energía divina que transformó la última expiración humana de Jesús en inhalación de Espíritu resucitador de Cristo y la convirtió en exhalación de Espíritu vivificador del mundo, esa misma energía vivificará nuestra vida y transformará nuestra muerte en vida definitiva en el seno de la Vida de la vida. Tomada en serio esta fe, debería tener fuertes repercusiones místicas, psicológicas y políticas, para la liberación y transformación de las personas y de la sociedad. Esta fe en el Espíritu resucitador debería desencadenar fuertes consecuencias terapéuticas, políticas y espirituales. Esta intuición paulina, muy olvidada en muchas comunidades, se mantuvo viva en la tradición de comunidades que se remontan al discípulo Juan. La comunidad que transmitió la tradición de Juan, llamado portavoz del amor, debía respirar “Espíritu de Vida”, a juzgar por sus capacidades terapéuticas, políticas y místicas reflejadas en el cuarto evangelio. Expresaban su fe diciendo: “Soplo vital es Dios” (Pneuma ho Theós, Jn 4,24). No necesitaban reunirse en el templo de un “dios nacional”, ni en los templos de “otros dioses extranjeros”, porque sabían que el templo (es decir, el lugar de adoración y celebración, de gratuidad y comensalidad, de misericordia en vez de sacrificio) eran todos ellos y ellas cuando se reunían “trans-religionalmente”en “verdadero espíritu” (en pneumati kai aletheia, Jn 4,24). Comunicaban entre sí y transmitían la tradición de la buena noticia de Jesús, heredada a través de Juan y Malena, que contaron infinidad de veces y de mil maneras lo de Jesús El Que Vive, para animarnos a tener fe en el soplo de vida que da vida (Jn 20, 31). El mensaje no necesitaba exponerse en un diccionario grueso o en un curso complicado de teología, consistía en decir decir simplemente: Que hay Vida, hay Vida desde siempre, Vida que no muere; que Jesús, rostro de esa Vida, la manifestó; que esa vida nos reune como comunidad de personas llamadas a darse vida mutuamente con alegría (1 Jn 1,1-4). Palabras y gestos, vida y muerte de Jesús fueron desvelación de esa Vida. Se siguen contando de generación en generación para que vivifiquen a quienes, al escucharlas, crean (Jn 20, 31). Creer en el Espíritu y ser vivificada por el Espíritu da a la comunidad creyente capacidad terapéutica, política y mística. La comunidad que recibe el soplo de vida de Jesús (Jn 20, 21-22) es enviada al mundo con la misma misión de Jesús: curar, liberar y contemplar. La comunidad recibe del Espíritu capacidad para realizar esa misión terapéutica, política y mística. “Os envío, dice Jesús, con la misma misión con que fui enviado. Recibid soplo de vida y capacidad de curar, liberar y desvelar; ayudad a que haya sanación en lugar de enfermedad; liberación en lugar de opresión; reunificación y reconciliación, en lugar de ruptura y desintegración; desengaño y lucidez en lugar de ilusión; conciencia en lugar de manipulación… A quienes anunciéis la liberación, que se liberen, y a quienes denunciéis como opresores, que se conviertan (Jn 20,23). “Yo he venido para una crisis de discernimiento, es decir, para que quienes no ven vean y quienes presumen de ver, a pesar de no ver, reconozcan su ceguera y se conviertan” ( Jn 9, 39). Para que la personas oprimidas se liberen y las opresoras, que no se alegran de la liberación o la impiden, se conviertan y dejen de oprimir (cf. Jn 5, 14-18 y 9, 1-41). La celebración principal, la mejor fiesta del año para esta comunidad, es la del Espíritu de Vida. Pentecostés es revivir el corazón del misterio pascual: el éxodo o tránsito de muerte a vida, el momento decisivo de la Muerte-Resurrección-Comunicación del Espíritu de Vida (Jn 19, 30-35: “entregó su espíritu… una lanza le traspasó el costado). Para la catequesis popular han resultado casi siempre utilizadas las imágenes y narraciones del evangelista Lucas: ascensión de Jesús al cielo cuarenta días después y envío del Espíritu desde las alturas en la mañana de Pentecostés, seísmo, viento, lenguas de fuego y poliglotismo inexplicable. Pero la profundiad de Juan alimenta mejor la fe adulta. La presentación simultánea de muerte, glorificación y envío del Espíritu concentra el tránsito pascual y la efusión pentecostal en el crucificado con el pecho traspasado, como en el Apocalipsis la imagen de un cordero “degollado” y, al mismo tiempo, “en pie”, vivo y victorioso (cf. Ap. 5, 69). Jesús, al morir, pone en manos de Abba su espíritu y recibe el Espíritu resucitador que envía a la iglesia, nacida de su costado traspasado, sin necesidad de tener que esperar hasta unas semanas más tarde. Ese Espíritu resucitador actúa resucitándonos ya ahora y aquí. Y actúa resucitando continuamente a su iglesia y suscitando nuevos Pentecostés en ella, purificando continuamente todo ambiente irrespirable para convertirlo en lugar habitable de vida.
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