En Pentecostés, tercera fiesta en importancia de la liturgia católica, se pone la primera piedra de una comunidad universal, a la que se encomienda la trascendental misión de la construcción y desarrollo del reino celestial en este mundo. Una Ciudad de Dios, en expresión de San Agustín, que rebosa la del de Hipona por su carácter de espacio terrenal donde lo divino acaba fundiéndose en lo humano.
La escudería cristiana arranca del Cenáculo con sus depósitos repletos de energía espiritual de todos los octanos, dispuesta a cumplir sin desaliento la tarea encomendada: predicar la Buena Nueva de Jesús. Benedicto XVI lo ha querido recordar convocando un Año de fe -12 de octubre de 2012, cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, al 24 de noviembre de 2013- en su Carta Apostólica PORTA FIDEI. La evangelización es también un hecho vivo esposado con el tiempo -y los tiempos- y, en consecuencia, sujeto a perenne evolución. Cristalizarlo dogmáticamente en un período de su historia es traicionarlo y condenarlo a una parálisis espiritual, con pérdida de la función, en todo o parte, del organismo que lo sustenta. Sus manifestaciones más evidentes: dificultades en la cognición de nuevas ideas y aprendizajes, posiciones fundamentalistas, problemas de percepción, sentimientos y comunicación, inadaptación al medio...etc. etc. Pero tan erróneo es querer aplicarlo hoy ignorando su contexto socio-político de hace dos mil años, como pretender interpretar el acaecido entonces a la luz del contexto siglo XXI. Todo ser humano, toda comunidad –también las de fe- son el resultado de la interacción con la cultura que les configura, del diálogo productivo que mantienen con ella. Así lo demuestra el hecho de la evolución de las especies, sean cuales sean las hipótesis que hoy se mantengan sobre el hecho. Aplicable igualmente a cualquier ser, o comunidad de seres, de cualesquiera de los tres reinos de la Naturaleza: animal, vegetal o mineral. En consecuencia, que no se trata de una vuelta nostálgica a los orígenes del cristianismo, como algunos pretenden: carecería de todo sentido. Pero sí de un avistar cómo se desenvolvió el cristianismo primitivo (siglos I al V) en un mundo fundamentalmente grecorromano, con cuyo pensamiento y cultura mantuvieron permanente diálogo. Y aunque cuestionaban muchos de los valores de aquella sociedad de su tiempo, fue la suya una visión inteligente y práctica, más de complementariedad y tolerancia que de derribo. Tarea que acometieron con brillantez desde mediados del siglo II muchos de los grandes obispos de la época (Gregorio de Nacianzo, Basilio de Cesarea...) y, de modo particular, apologistas como Justino y la denominada "escuela de Alejandría" con Clemente y Orígenes a la cabeza, que mantuvieron una gran apertura a la sociedad a la que se dirigen. Su comportamiento no es reactivo sino proactivo: asumen como propios y positivos los elementos culturales considerados más interesantes, y actúan como fermento de crecimiento y desarrollo de los mismos: no los destruyen, los transforman. Lo que ocurrió posteriormente cuando la Iglesia oficial se jerarquizó y abandonó su carácter esencial de comunidad de base –la auténtica ekklesia- es que acabó constituyéndose en un Estado Confesional poniéndole puertas al viento, al Espíritu vivificador del Cenáculo. A partir de ahí lo más importante es el uso de las tácticas (cómo hacer lo que se hace) frente a las estrategias (qué cosas hay que hacer) que es lo fundamental tratándose de espiritualidad. Lo más fundamental es de nuevo la Ley y su inviolabilidad a ultranza: mandamientos y sacramentos impuestos, dogmas definidos, pronunciamientos de excomunión y condena, pomposas escenografías litúrgicas y de ritos. Todo lo anteriormente expuesto tiene que ver con la forma de evangelizar, y no deja de ser importante. Pero lo más trascendental en ese "Id y predicad a todo el mundo" es, sin duda, su contenido -el mandato recibido en Pentecostés, plenamente vigente en nuestros días- avanzar del Jesús conceptualizado al Jesús vivenciado y plenamente vivo en la comunidad "invisible" Sería interesante que la orientación del evento Año de la fe –aunque los vislumbres no parecen muy prometedores- fuera hacia nortes de lo que, en último término, debe constituir el corazón de toda vida cristiana. Un camino de huellas, delineadas en nuevas formas de pensar, de sentir y, sobre todo, de actuar: una manera de vivir la vida, sea esta encuadernada en rústica, piel o cartoné, siempre acompasada con el devenir biográfico de cada persona. Pero también siempre –sintiendo el legado de la comunidad de vida pentecostal- orientada a fomentar una fe adulta solvente y desarrolladora en el entorno, capaz de soldar tantas brechas –cada día más profundas- hoy abiertas en nuestra sociedad, de dar sentido a la existencia. Una catequética sin acción es pura ideología: ortodoxia sin ortopraxis, melodía momificada en la tumba de una fría partitura. Afortunadamente ha existido siempre la comunidad invisible, la alejada de las candilejas, la más próxima a la realidad del Jesús histórico, la que con San Ambrosio podría como él replicar hoy con datos las imputaciones de tanto Símaco indignado contra ella: "Los paganos deben contar por una vez cuántos presos han liberado sus templos, cuántos alimentos han proporcionado a los necesitados y a cuántos desterrados han procurado refugio para sus vidas". Una comunidad de vida que no cesa en su misión de hacer un mundo más habitable y humano.
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