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Parábolas para tiempo de crisis por: José Luís Sicre

7/26/2014

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En los dos domingos anteriores, el discurso en parábolas ha respondido a tres preguntas que se hace la antigua comunidad cristiana y que nos seguimos planteando nosotros:
1) ¿Por qué no aceptan todos el mensaje de Jesús? (parábola del sembrador).
2) ¿Qué hacer con quienes no lo aceptan? (el trigo y la cizaña).
3) ¿Tiene futuro esta comunidad tan pequeña? (el grano de mostaza y la levadura)
Quedan todavía otras dos preguntas por plantear y responder.
¿Vale la pena?
La pregunta que puede seguir rondando en la cabeza de los seguidores de Jesús es si todo esto vale la pena. A la pregunta responden dos parábolas muy breves, aparentemente idénticas en el desarrollo y con gran parecido en las imágenes. Por eso se las conoce como las parábolas del tesoro y la perla. Lo que ocurre en ambos casos es lo siguiente:
a) El protagonista descubre algo de enorme valor.
b) Con tal de conseguirlo, vende todo lo que tiene.
c) Compra el objeto deseado.
Sin embargo hay curiosas diferencias entre las dos parábolas, empezando por los protagonistas.
El suertudo y el concienzudo
El protagonista de la primera es un hombre con suerte. Mientras camina por el campo, encuentra un tesoro. Su primera reacción no es llevarlo a la oficina de objetos perdidos (que entonces no existe) ni poner un anuncio en el periódico (que tampoco existen). Ante todo, lo esconde. Repuesto de la sorpresa, se llena de alegría y decide apropiarse del tesoro, pero legalmente. La única solución es comprar el campo. Es grande y caro. No importa. Vende todo lo que tiene y lo compra.
El protagonista de la segunda parábola es muy distinto. No pierde el tiempo paseando por el campo. Es un comerciante concienzudo que va en busca de perlas de gran valor. Por desgracia, la traducción litúrgica ignora este aspecto: en vez de "El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas", debería decir "a un comerciante en busca de perlas finas". No la encuentra por casualidad, va tras ella con ahínco. Como buen comerciante, calculador y frío, no salta de alegría cuando la encuentra, igual que el protagonista de la primera parábola. Pero hace lo mismo: vende todo lo que tiene para comprarla.
La perla y el comerciante
Otra diferencia curiosa es que la primera parábola compara el Reino de los Cielos con un tesoro, pero la segunda no lo compara con una perla preciosa, sino con un comerciante. Este detalle ofrece una pista para interpretar las dos parábolas.
Ni bonos basura ni timo de la estampita
No olvidemos que estas parábolas se dirigen a un comunidad que sufre una crisis profunda y se pregunta si ser cristiano tiene valor. En términos modernos: ¿me han vendido bonos basura o me han dado el timo de la estampita?
La respuesta pretende revivir la experiencia primitiva, cuando cada cual decidió seguir a Jesús. Unos entraron en contacto con la comunidad de forma puramente casual, y descubrieron en ella un tesoro por el que merecía la pena renunciar a todo. Otros descubrieron la comunidad no casualmente, sino tras años de inquietud religiosa y búsqueda intensa, como ocurrió a numerosos paganos en contacto previo con el judaísmo; también éstos debieron renunciar y vender para adquirir.
Las parábolas, aparte de infundir ilusión, animan también a un examen de conciencia. ¿Sigue siendo para mí la fe en Jesús y la comunidad cristiana un tesoro inapreciable o se ha convertido en un objeto inútil y polvoriento que conservo sólo por rutina?
Al mismo tiempo, nos enseñan algo muy importante: es el cristiano, con su actitud, quien revela a los demás el valor supremo del Reino. Si no se llena de alegría al descubrirlo, si no renuncia a todo por conseguirlo, no hará perceptible su valor. Estas parábolas parecen decir: «Cuando te pregunten si ser cristiano vale la pena, no sueltes un discurso; demuestra con tu actitud que vale la pena».
¿Qué ocurrirá a quienes aceptan el Reino, pero no viven de acuerdo con sus ideales?
A esta última pregunta responde la parábola de la red lanzada al mar. Difícil de interpretar, porque no queda claro si habla de toda la humanidad, donde hay buenos y malos, o de la comunidad cristiana, donde puede ocurrir lo mismo. Ya que el tema del juicio universal se ha tratado a propósito del trigo y la cizaña, parece más probable que se refiera al problema interno de la comunidad cristiana. Interpretada de este modo, empalmaría muy bien con las dos anteriores.
Hay gente dentro de la comunidad que no vive de acuerdo con los valores del evangelio, que no mantiene esa experiencia de haber descubierto un tesoro o una perla. ¿Qué ocurrirá con ellos? La respuesta es muy dura («a los malos los echarán al horno encendido») pero conviene completarla con la última parábola del evangelio de Mateo, la del Juicio final (Mt 25,31-46), donde queda claro cuáles son los peces buenos y cuáles los malos. Los buenos son quienes, sabiéndolo o no, dan de comer al hambriento, de beber al sediento, visten al desnudo, hospedan al que no tiene techo... Los que ayudan al necesitado, aunque ni siquiera intuyan que dentro de ellos está el mismo Jesús.
Conclusión
Mateo termina las siete parábolas con una nueva enseñanza, expuesta también mediante una imagen: «Un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo». Parece un nuevo enigma, esta vez sin explicación.
En sentido inmediato, el escriba que entiende del reinado de Dios es Jesús. Para exponer su mensaje se ha dedicado a sacar cosas nuevas y viejas. Diríamos que del baúl de sus recuerdos ha sacado cosas antiguas: alguna alusión al Antiguo Testamento, la técnica parabólica y el lenguaje imaginati¬vo de los profetas. Pero la mayor parte es de enorme novedad, fruto de la experiencia de Jesús y de su capacidad de observación.
La vida del campesino, del ama de casa, del pescador, del comerciante, de la gente que lo rodea, le sirve para exponer con interés su mensaje. Por eso, la comparación final es también una invitación a los discípulos y a los predicadores del evangelio a ser creativos, a renovar su lenguaje, a no repetir meramente lo aprendido.
Esta sabiduría es la que deberíamos pedir a Dios, igual que Salomón la pidió para gobernar a su pueblo (1ª lectura).
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