Esta pregunta se me ocurrió el último domingo. Asistía al programa de TV2 del “Día del Señor”, y daban, desde la plaza del Mercado chico de Ávila, o plaza del ayuntamiento, el inicio del “Año teresiano”, que el Papa había concedido celebrar cuando la fiesta de Santa Teresa de Ávila caiga en domingo, como este año. Y que durará, este , y todos los años, hasta el día 15 de octubre del próximo año. La celebración, presidida por el arzobispo cardenal de Valladolid, Monseñor Ricardo Blázquez, y presidente de la conferencia Episcopal Española, (CEE), tuvo la brillantez que este tipo de celebraciones adquieren cuando la Iglesia se esmera en ofrecer un evento religioso y artístico de primera calidad. Otra cosa es que se parezca, poco, o mucho, o nada, con la última Cena del Señor, y la Eucaristía que, inspirados en ella, y obedeciendo a su mandato, “haced esto en memoria mía”, celebra la Comunidad Cristiana.
Lo que me llamó de verdad la atención, me sorprendió, y casi me sobresaltó, fue el momento, al inicio de la celebración, en la que el obispo de Ávila, D. Jesús García Burillo, con evidente gozo, y desbordando alegría, anunció la concesión papal de la instauración del Año Santo teresiano, con la oportunidad de adquirir la indulgencia plenaria, con las condiciones y requisitos que la Iglesia señala para ese menester. Así que me he puesto en faena para recordar lo que enseña la Santa Madre Iglesia sobre las indulgencias. Veamos lo que afirma el Derecho Canónico (CIC, “Codex iuris canonici”) de la Iglesia: C. 992 “La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos”. C. 993 “La indulgencia es parcial o plenaria, según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente”. C. 994 “Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias”. Y el Catecismo de la Iglesia describe así las indulgencia y la pena temporal: “Las indulgencias son la remisión ante Dios de la pena temporal merecida por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, cumpliendo determinadas condiciones, obtiene para sí mismo o para los difuntos, mediante el ministerio de la Iglesia, la cual, como dispensadora de la redención, distribuye el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos.” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 312). Y la pena temporal la explica así el mismo diccionario. Como podemos leer: 1473 “El perdón del pecado y la restauración de la comunión con Dios entrañan la remisión de las penas eternas del pecado. Pero las penas temporales del pecado permanecen. El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día, enfrentándose serenamente con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales del pecado; debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de caridad, como mediante la oración y las distintas prácticas de penitencia, a despojarse completamente del “hombre viejo” y a revestirse del “hombre nuevo” (cf. Ef 4,24). Y en el número anterior, el Diccionario explicaba así las penas temporales: “Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la “pena temporal” del pecado. Estas dos penas no deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado”. Lo que podemos sacar en claro es que las Indulgencias no perdonan el pecado, sino que liberan de las consecuencias “temporales”, que hay que condonar o bien en la vida humana, “aquí abajo”, como dice gráficamente el diccionario, o después de la muerte, es decir, en el Purgatorio. El mismo papa Juan Pablo II puso en duda la existencia real de este novísimo, donde se purificarían “las almas de los fieles difuntos” que hubiesen muerto sin haber purificado suficientemente los residuos, o consecuencias, de sus pecados. Pero en el mismo concepto de purgatorio, al que se e ha imaginado con llamas, ¿Cómo pueden purificarse las almas, que son espirituales, por el fuego, que es un fenómeno físico? Y el mismo sentido contradictorio serviría también para las penas eternas del infierno. Nadie podrá negar que las indulgencias nacieron, en la Edad Media, con un tufo de recaudamiento de medios económicos para las necesidades, o no tan necesarias, de la Iglesia, o de los eclesiásticos. Es paradigmático el caso de la subasta para conseguir la exclusiva en la predicación de las indulgencias en Alemania, que constituía un pingüe negocio, que se convertía en una máquina portentosa de sacar dinero. Entre los agustinos, cuyo provincial era Martín Lutero, y los dominicos, ganaron éstos, con Johann Tetzel a la cabeza, entre los siglos XV-XVI. No sabemos de donde sacó la jerarquía de la Iglesia estos parámetros de “penas temporales”, que acababan, muy frecuentemente, produciendo grandes ganancias. Y que las entendemos, no demasiado, pero lo suficiente, en la Edad Media, pero que, en los días que corren, nos plantean todo tipo de consideraciones incómodas cuando no directamente molestas. Porque para ganar la indulgencia plenaria, también en el caso del año teresiano, por el que he escrito esta artículo, también se indican los templos en los que se puede conseguir la preciada indulgencia plenaria, para lo que hay que viajar hasta ellos, y donde habrá que comer, y, eventualmente, dormir. Es decir, gastar dinero. Con los debidos requisitos: confesión sacramental, comunión, y oración por las intenciones del Sumo Pontífice. A esta clásicas condiciones les pongo dos pegas: no se puede exigir la confesión sacramental si el fiel puede comulgar sin pasar por el sacramento de la penitencia. Y, el Papa correspondiente que me perdone, pero no podemos, sin más, fiarnos en sus intenciones. Si el primer Papa, San Pedro, entre otras que no conocemos, tenía las de impedir la pasión y muerte del Señor, por lo que mereció la mayor bronca que un papa ha recibido en la Historia, y del que más podía importar, del propio Señor Jesús, “¡apártate de mí, Satanás, porque no piensas como Dios, sino como los hombres!”, y sabemos de las intenciones aviesas, cuando no directamente pasionales, y hasta criminales, de papas a lo largo de la Historia de la Iglesia, ¿podremos, sin más, orar por las intenciones del Sumo Pontífice? Además, santo Tomás de Aquino nos recuerda que la oración que se hace por otros, o según las intenciones de un tercero, no suele tener garantías, como las que uno hace por sí mismo, con humildad de corazón y ánimo de conversión. Así, pues, y resumiendo todo, Indulgencias, ¿para qué?
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