“Escucha hijo mío: atiende a mis palabras y hazlas tuyas […] No las pierdas de vista y consérvalas en tu corazón, porque de él brota la vida” (Prov.4). Quiero hablarte desde este corazón donde siempre he guardado todas las cosas (Lc.2,19), pues sé por experiencia que en lo secreto, en la intimidad de esa habitación propia, es donde mejor se escucha la Palabra que seduce y enamora (“la voy a seducir, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón”, Os. 2,14).
Óyeme hijo; “oídme, descendientes de Jacob […] Yo he cargado con vosotros desde antes que nacierais. Os he llevado en brazos y seguiré siendo la misma cuando seáis viejos” (Is.46). Pero vosotros, hombres célibes y casados, hijos todos nacidos de mujer: habéis roto el pacto de la carne y la sangre, habéis olvidado la alianza de amor que os ofrecimos por pura gracia. Durante siglos nos habéis repudiado y expulsado de la vida espiritual; habéis demonizado la sabiduría y la riqueza de nuestro sexo, queriendo reducirnos al rol de vírgenes incorpóreas o de prostitutas y brujas mistéricas (místicas e histéricas), perseguidas y condenadas a la hoguera. Y eso a pesar de que “cuando Israel era niño yo lo amé […]. Fui yo quien le enseñó a caminar, quien lo tomaba de la mano. Pero él no quiso reconocer que era yo quien lo cuidaba”(Os.11,1-4). Si hoy eres un hombre capaz de ternura, si sabes acoger a otros como un padre al hijo pródigo o un samaritano al herido, es porque antes yo te di ese mismo cariño: el de la madre al hijo de sus entrañas (Sal.139,13), el de las parteras que te aguardaban (Sifrá y Puá: Ex.1,15-22) y las mujeres que –antes de conocerte– te daban la bienvenida al mundo con infinito entusiasmo (“cuando Isabel oyó el saludo de María […]exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito tu hijo», Lc.1,41-42). Piensa que si sabemos amar es porque alguien nos amó primero (1Jn.4,19). Y no te hablo ya de un amor espiritual, sino de ese otro que se teje con caricias y gestos concretos. Si te haces cargo de la fragilidad humana y sabes que nada puedes tú solo; si valoras la comunidad como espacio de acompañamiento y cuidado mutuo, es porque alguien te amó y cuidó de ti cuando eras un niño indefenso: una madre que supo arroparte entre sus brazos para darte cobijo; una mujer que te ofreció la seguridad de su amor verdadero (“como el niño que no sabe dormirse sin cogerse a la mano de su madre, así mi corazón viene a ponerse sobre tus manos al caer la tarde” Liturgia de las horas). Si hoy saboreas las mieles del amor es porque yo te amamanté con la leche dulce de mis pechos (por eso puedes soñar con “la tierra que mana leche y miel”, Ex.33,3). Si disfrutas el sabor del pan ácimo y el vino, la carne y las tortas de pasas, las manzanas y toda clase de frutas, es porque te alimenté desde que estabas en mi vientre. Y después he cocinado cada día para verte crecer fuerte y sano, hasta ser el hombre que hoy eres (ése que adora mis pucheros y es capaz de renunciar a todo por un plato de lentejas). Has aprendido a hablar, pero has olvidado que fui yo quien te dio un nombre, quien escuchó tus primeros balbuceos, quien te susurraba palabras de ternura y te contaba cuentos, y cantaba en la noche hasta verte dormido. Has llegado a comprender que todos llevamos dentro una ruah, un soplo divino que nos renueva y purifica. Pero has olvidado que fui yo quien compartió contigo esa primera bocanada de aire fresco, pulmón a pulmón, latido a latido. Y seguí dándote mi aliento hasta comprobar que lo habías hecho tuyo y podrías seguir viviendo sin mí. Entonces yo misma corté el cordón que nos unía para darte libertad. Convencida –eso sí– de que algo mío permanecerá siempre en ti, y tú en mi corazón para toda la vida (“No temas, que yo te he liberado; yo te llamé por tu nombre […] te aprecio, eres de gran valor y te amo. No tengas miedo, pues yo estoy contigo”, Is.43). Aprendiste a caminar y a danzar con la gracia de David ante el Arca. ¿Quieres hacerme creer que lo lograste solo? ¿que el único modelo que te ofrecimos fue el de “la perversa Salomé”? Recuerda que desde antiguo las mujeres nos hemos encargado de preservar las tradiciones, los bailes, la cultura. Que tras pasar el Mar Rojo “María, la profetisa, hermana de Aarón tomó en sus manos un tamboril y todas las mujeres la seguían con tamboriles y danzando. Y María entonaba: Cantad al Señor, espléndida es su gloria” (Ex.15,20). Así se hace desde tiempos remotos en las celebraciones rituales, que las mujeres presidían por ser las chamanas, sabias, curanderas y mediadoras de lo sagrado en la tribu. Lógico considerando que en nuestra carne se gesta el milagro de una nueva vida. Lógico, pues las celebraciones suelen corresponder a los ciclos de la agricultura y el calendario lunar (su influjo en las mareas y la menstruación femenina). Lógico, pues “lo divino” se relacionaba con la fertilidad de la mujer y la tierra. Ya has oído hablar de las diosas blancas y las civilizaciones matriarcales. Haz memoria, hijo, desempolva ese saber que has escondido porque te desestabiliza y te da miedo. El mismo miedo que durante siglos te ha hecho recurrir a la violencia. La sangre que tú has derramado procede del sacrificio de enemigos y animales, de matanzas y cruentas batallas provocadas por tu sed de poder y conquista. Acaso pensabas que así te encontrarías a ti mismo. La sangre que yo vierto –y que a tus ojos me hace impura– procede sólo de mí misma: a nadie duele, a nadie extermina. Al contrario, es la sangre que irriga tus venas y que vierto en cada regla como un torrente de agua viva y promesa de fertilidad. “¡Fuente de los jardines – dice el Cantar de los Cantares –pozo de aguas vivas que fluyen del Líbano!” (4,14). Te asusta lo que no entiendes, ¡incluso nuestra risa de mujeres libres! (Gn.18,12) sin darte cuenta que el humor es también amor, y que de ella nacen hombres fuertes y libres como Isaac, como tú mismo. Pobre hijo mío… tan frágil que has endurecido el corazón para que no te duela. Pero no debes temer: la acción de Dios–en–nosotras es una hermosa Historia de Amor. Somos mujeres fuertes que hemos permanecido fieles en la adversidad: velando por la unidad del pueblo y su justicia (Judit y Ester); sirviendo a Dios con dedicación callada (Ana: Lc.2,36-38); atendiendo a otros con la generosidad y hospitalidad de un corazón entregado (Lidia: Hch.16; Marta: Lc.10, la viuda pobre: Lc.21, la mujer del perfume: Lc.7). Matriarcas como Tamar (Gn.38 y Mt.1,5), Rahab (Jos.2,1), Rut y Betsabé (Mt. 1,5-6); mujeres con iniciativa (la samaritana: Jn.4; la hemorroísa: Mc.5; las Marías que van al sepulcro: Mt.28), que se han puesto en pie (Mc.1,29 y Lc.13,10). Mujeres que han entregado su vida con un “hágase” decidido (María: Lc.1,38) y cuidan unas de otras, tendiendo lazos de sororidad cómplice y afectiva (la de Rut y Noemí, de Isabel y María, la de tantas mujeres anónimas que nunca sabremos quiénes eran ni qué hacían). Toda la Historia –sagrada y cotidiana– pasa por cada una de ellas, por todas nosotras. Mujeres de manos curtidas capaces de ofrecer la caricia más suave; mujeres fuertes que han sacado adelante pueblos y familias; mujeres que han parido hijos y enterrado a sus maridos. En la sombra y silenciadas, han seguido su tarea por fidelidad al propio llamado: sin alzar la voz ni imponerse por la fuerza, sino a través de la escucha, el trabajo y la entrega. No han tenido reconocimientos ni han hecho alarde de poder con ostentosos ritos, pues el suyo es un lenguaje de amor callado y efectivo, de palabras luminosas y gestos serenos, de tesón y esfuerzo cuya recompensa ha sido ver la abundante Vida que han sembrado en el camino. Instrumentos de paz, profetas en lo cotidiano, mujeres sensibles al Espíritu que mora en ellas, encarnado. Ojalá recibas luz para entender la acción de Dios–en–nosotras, hijo, y consigas vernos al fin de otra manera. Porque aunque te hiera el orgullo, debo recordarte que no soy yo quien viene de tu costilla sino que eres tú el que salió de mi útero. Y pues tanto te miras el ombligo, piensa por añadidura que al separarte de mí fue cuando perdiste la cordura. En nombre de todas las mujeres, tu Madre que te quiere.
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