¡Cuántas veces habremos hecho levantarse a nuestra madre para comprobar que “de verdad” la sudadera que buscábamos no estaba en su sitio, y sin embargo, qué cara de asombro e incredulidad se nos quedaba al ver que, efectivamente, nada más abrir el armario ahí estaba! Ella lo sabía, por eso iba directa, sin dudar, al lugar adecuado, mientras nosotros, aun teniéndola delante, no éramos capaces de encontrarla.
“Arreglamos el mundo” con los amigos, en conversaciones con mucha pasión, pero olvidando que a nuestro lado tenemos un compañero al que prácticamente ignoramos. Mucha ideología; poca sensibilidad hacia lo real. Pero en este caso, a diferencia de la anécdota anterior, ya no se nos dibuja una sonrisa al recordarlo sino que produce pesar reconocer nuestras incoherencias y caer en la cuenta del bien que podíamos haber hecho y que, sin embargo, quedó sin hacer. Y todo por estar demasiado centrados en nosotros mismos. Así es imposible ver. El Señor lo sabe. Porque Él es esa Madre que nos devuelve la mirada animándonos a pensar por qué no logramos encontrar lo más valioso “a primera vista”; o ese Padre pendiente de cada ser, de los cercanos y los lejanos, que no se pierde en discursos baldíos, sino que lleva a la práctica el amor de forma radical. Será porque nunca se detiene en sí mismo y se desvive por los demás. Mientras estemos “en lo nuestro” será complicado que veamos algún día, más allá. Necesitamos otros ojos, otro corazón, otra luz. Las lecturas de este domingo nos llaman la atención sobre la importancia de ver mejor para vivir en la verdad, con mayor plenitud. Cada una de ellas supone un paso que nos ayudará a avanzar en la curación de nuestra ceguera: La primera lectura, rememora la unción de David. Contra todo pronóstico fue el elegido para ser el nuevo rey de Israel. Al Señor no le importaba que fuera el pequeño y el más insignificante de sus hermanos. Él aprecia cosas que nosotros pasamos por alto. Porque el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira al corazón (1Sm 16,7). Para ver mejor tenemos primero que aprender cómo mira Dios. Que sus ojos sean nuestros ojos. En la siguiente lectura san Pablo nos recuerda que solo el Señor ilumina la vida porque Él nos puede enseñar a reconocer dónde están la bondad, la justicia y la verdad, es decir, todo aquello que nos hace crecer en humanidad. Para ver, por tanto, es necesario buscar lo que agrada al Señor (Ef 5,10). Dejarnos guiar por su saber. Que su corazón sea nuestro corazón. En el evangelio, el relato de la curación del ciego de nacimiento nos pone ante la ceguera más difícil de sanar: la que ha sido provocada no solo por uno mismo sino por los demás. Pues, a veces nos condenamos unos a otros a no ver. Menos mal que ahí está Jesús, aportando luz donde la oscuridad se ha adueñado de la persona. Pero su mensaje es claro: He venido al mundo para que los que no ven, vean (Jn 9,39). Para ver hay que dejarse iluminar por el Señor. Hacer nuestra su Luz. Y entonces sí: con sus ojos, su corazón y su luz nunca volveremos a estar en situación de incurabilidad y la realidad aparecerá ante nosotros de un modo nuevo.
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