1. INTRODUCCIÓN
Muchas gracias por invitarme a participar a estar con vosotras y vosotros en esta semana. La vida monástica me resulta siempre muy inspiradora me siento y os siento en una gran confluencia, aunque el contexto sea distinto. Soy Maria Jose o Pepa Torres, apostólicas del corazón de Jesús, una pequeña congregación femenina de espiritualidad ignaciana cuyo carisma es la evangelización en el mundo de los pobres y los niños y que desde hace más o menos 30 años hemos ido haciendo un proceso de renovación en el que a la luz de relecturas del carisma y los signos de los tiempos hemos ido haciendo un proceso de reestructuración, de cierre de colegios a cesión a cooperativas u otras entidades y abandonando las obras sociales propias por otro tipo de proyectos de inserción, en lugares marginales y populares.. Yo soy hija de esa relectura y mi trayectoria en la vida religiosa es desde ahí, desde un noviciado en inserción (va a hacer ahora 23 años) hasta mi vida actual en un barrio de Madrid, Lavapiés, una realidad muy multicultural donde desde hace dos años vivimos una comunidad de inserción constituida por tres personas de distintas congregaciones: Apostólicas del Corazón de Jesús, Compañía de Santa a Teresa y Religiosas de Santa Dorotea. Actualmente me muevo entre la educación social y la teología y el acompañamiento pero lugar que configura mi pensamiento y mi vida es el lugar donde están mis pies: el entorno de Lavapiés y sus gentes. Un entorno en el que convivimos más de 100 nacionalidades, un lugar en la gente tiene muchos problemas (de papeles, de vivienda, de dinero, de salud, etc.) pero donde la gente no es el problema, sino que tienen además, y de hecho lo hacen, un montón de cosas que aportarnos y aportar al barrio que vamos formando juntos. Podemos convivir juntos y juntas y queremos tener el derecho de intentarlo. En medio de esta diversidad, buscando ser vecinas, amigas, compañeras de vida se ubica nuestra comunidad también diversa en sus carismas. Desde esta realidad escucho hoy algunos desafíos para la vida consagrada que me gustaría compartir con vosotros y vosotras y dialogar sobre ello1 2. EL DESAFIO DE ESCUCHAR LA “BRISA SUAVE” DE LO ESENCIAL (1 RE 19, 11-13) Escuchar lo esencial, esa brisa que suavemente refresca y orienta este momento de nuestra historia. “Le dijo el Señor a Elías: Sal de la cueva y permanece de pie en el monte, delante del Señor. Porque el Señor va a pasar. En esto vino un fuerte huracán, que rompía los montes y cuarteaba las rocas, pero no estaba el Señor. Después del huracán hubo un terremoto; pero tampoco en el terremoto estaba el Señor. Después del terremoto vino un gran fuego; pero no estaba en el fuego el Señor. Después del fuego se oyó una brisa suave. En cuanto Elías la sintió se tapó la cara con el manto, salió fuera y sintió que el Señor estaba en esa brisa suave” Un primer desafío es “salir de su cueva” de su mundo empequeñecido, de sus propias concepciones sesgadas, de sus miedos, de su lucha “numantina” por sobrevivir a toda costa, para “permanecer en pie en el monte” desprotegidamente reencontrándose a sí misma: compartiendo “los gozos y esperanzas, angustias y tristezas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo”; escuchando el gemido de los millones de seres humanos que se debaten entre la vida y la muerte y los gritos de una naturaleza ultrajada. “Salir de su cueva” y permanecer en pie con la sensibilidad bien abierta, sosteniendo el tirón de buscar con otros y otras cómo hacer histórico el sueño de Dios sobre la humanidad y la creación, compartiendo juntos compasión e indignación, contemplación y esfuerzo, escuchando desde esa intemperie la “brisa suave” de lo esencial: las ansias profundas de la humanidad de que otro mundo es posible, para como Jesús, señalar ahí, que ese anhelo es el mismo anhelo de Dios, porque Dios Padre/Madre es el Dios del mundo y nada humano ni mundano le es ajeno. Una vez más es la profecía externa, como diría Rahner, la que nos devuelve a lo esencial. Esa profecía que nos llega desde fuera de nuestra cosmovisión creyente, que eclosiona en el Foro de Porto Alegre o de Nairobi y que nos remite a lo más genuino de nuestra misión profética: escuchar, acoger y anunciar, con la palabra y con la vida que otro mundo es posible, porque Dios es y nos llama a ser alternatividad. La vida religiosa nacimos de la búsqueda de la esencialidad, de la búsqueda de la comunión con lo creado, de esa búsqueda desnuda y auténtica que brota de la escucha de las ansias de felicidad de la humanidad y de los pueblos, que habita en nuestro mismo corazón e identificar en ella el impulso creador de Dios. Para captar este profundo misterio necesitamos, como dice el texto, ponernos de pie y exponernos a esa bocanada de aire fresco que en este momento están siendo en nuestro mundo personas, colectivos, pueblos, realidades fronterizas, que más allá de siglas o confesiones religiosas actúan como despertadores de nuestra conciencia y de nuestra sensibilidad y nos urgen colaborar con ellos a así recuperar nuestra identidad adormecida. La vida religiosa no nacimos de los dogmas o las leyes, sino del deseo de vivir desprotegidas en los senderos de la historias y encontrar ahí el rostro del Dios vivo para señalarlo y mostrarlo como Dios del mundo, como el Dios que se sale de los marcos de las iglesias y las estructuras religiosas, el Dios que trabaja en la totalidad de la historia y la realidad y no en un compartimento estanco. El Dios que siembra en el corazón de las personas, culturas, pueblos semillas de alternatividad que requieren atención, cuidado, y sinergias, porque la utopía que contienen es tan grande como su fragilidad. Por eso lo propio de la vida religiosa no es ser una vida separada, sino entrecruzada, tejida con otros y otras diferentes, especialmente con los más empobrecidos e inquietos Lo propio de nuestra vida no es separar sino ensanchar, por eso nuestro lugar no es el club privado, sino la plaza pública, el patio de vecinos y vecinas. 3. EL DESAFIO DE ROMPER EL FRASCO, PARA QUE CORRA EL PERFUME (Jn 12, 3) Para ser fieles a nuestra propia identidad y recuperar lo esencial, la vida religiosa necesitamos repetir el gesto de aquella mujer de la que nos habla el Evangelio de Juan. (Jn 12,3): romper su propio frasco, ese que la aísla y separa, para mostrar que el perfume precioso que encierra empapa toda la realidad y no a una parcela de la misma. Pero esto supone arriesgar, el gesto de la mujer fue un gesto tremendamente transgresor y saltó límites. Accedió a un espacio que le estaba acotado por su condición de mujer. También nosotros, como esta mujer, estamos invitados a no ceder en el empeño de la transgresión, aunque los vientos eclesiales no lo favorezcan, a ir más allá de lo eclesial y políticamente correcto, más allá de los límites heredados de una cosmovisión dualista e interesada de Dios y del mundo. Una concepción de la vida religiosa, todavía muy introyectada en nosotros y nosotras, que continua separando lo espiritual de lo mundano e histórico; lo explícitamente cristiano y religioso de los que no se identifican como tales; los espacios eclesiales y congregacionales propios como lugares en los que privilegiar nuestra presencia y compromiso, de otras mediaciones seculares, organizaciones e iniciativas de la sociedad civil de las que sospechamos y en las que descuidamos nuestra presencia y colaboración, por miedo a quedar salpicadas por sus ambigüedades e impurezas. Romper el frasco nos invita a cuestionar y abandonar muchas rutinas e inercias muy instaladas en nuestro imaginario colectivo. La misma expresión “vida religiosa” a lo largo del tiempo se ha ido volviendo ambigua. Parece evocar una división en la vida: una parte que es propiamente religiosa habitada por Dios y otra que es profana y, de alguna manera, destinataria de la misión, a quien hay que evangelizar y llevarle a Dios. Más que hablar de “vida religiosa” tendríamos que hablar de la “religiosidad de la vida”, como propone Antonieta Potente2, estamos llamados a “recuperar la vida en su total religiosidad”. La vida religiosa tiene una función simbólica. Simbólico, significa lo que une y es contrario a lo diabólico, lo que separa. El símbolo evoca y no agota, es de alguna manera inaprensible, no es cuestión de eficacia, ni de la fuerza que da el número. Por eso como reconoce Vita Consecrata la cuestión fundamental en la vida religiosa, no es “...su empequeñecimiento numérico sino su inercia y su mediocridad, la pérdida de adhesión espiritual a su Señor y a su propia vocación y misión... en este momento no se nos pide tanto que tengamos éxito como que seamos fieles en los compromisos. No que demos solución a todo sino que nos ocupemos principalmente de lo que el mundo descuida, aunque nuestra presencia y nuestra respuesta sea obligadamente pequeña.... +o somos convocados para recordar y contar una historia gloriosa...” sino para seguir construyendo la historia con otros y otras, de modo que todos y todas nos sentemos a la mesa de los derechos y a la mesa de la vida plena y en abundancia, Recorrer nuestro propio camino humano-cristiano, siendo fieles a nuestra propia “identidad religiosa” vivida en reciprocidad con otras vocaciones y llamadas dentro de la sociedad y de la iglesia, es nuestra única razón de existir. 4. EL DESAFIO DE SALIR DE LA PROPIA TIERRA “(GEN 12,1) Y EL PERMANENTE DESPLAZAMIENTO La vida, y por lo tanto la vida religiosa que buscamos, no es algo estático, no es un punto de llegada, un resultado que pretendemos conseguir. Es movimiento, es camino hecho de aprendizaje y fidelidad. Un continuo salir hacia lo desconocido, fiados en la promesa de que algo bueno está aconteciendo. “La tierra que yo te mostraré” es esa tierra prometida que ya nos habita y que se nos irá mostrando en la fidelidad de la búsqueda. Se nos invita a vivir haciendo camino hacia nuestras raíces. La vida religiosa nace de un deseo, de un anhelo, de una seducción, en momentos en los que el cristianismo tiende a oficializarse. Nace como protesta que intenta ser propuesta humilde de vida cristiana en la desnudez y la intemperie del desierto, de la periferia y de la frontera, confesando de este modo lo absoluto de Dios por encima de los ídolos que oprimen y quiebran la humanidad. Un camino de purificación de lo que todavía nos queda de una espiritualidad dualista y triunfalista, basada en el privilegio de una elección, en la suficiencia de lo cuantitativo, mucho más cercana a la del fariseo que a la del publicano del evangelio, para adentrarnos en una espiritualidad más pascual, más profundamente humana, más conectada con la vida. Un camino, que es una continua salida hacia otros lugares geográficos y simbólicos que, en alusión a la conocida evocación de Jon Sobrino4, podríamos expresar como un triple desplazamiento. Hacia el desierto, periferia y frontera. a) Hacia el desierto: desde lo superficial hacia lo hondo El desierto es el lugar simbólico y geográfico de la soledad, de la prueba, de la experiencia de Dios en la desnudez de lo esencial. Salir hacia el desierto nos habla de una manera de vivir contemplativa, en la que vamos dejando lo acomodado en lo superficial, para acoger la realidad y nuestro propio ser desde lo hondo. Una manera de vivir desde dentro, desde la soledad y autenticidad de la búsqueda, que nos introduce en un proceso humanizador permitiendo que nuestro ser entero se vaya polarizando en el Dios del Mundo. Esto supone un camino interior que va dejando caer miedos, racionalizaciones y deseos que paralizan para irnos abriendo a la experiencia de Dios desde nuestra verdad desnuda. Un camino contemplativo que nos abre a la realidad, nos lleva a taladrar lo superficial y nos permite intuir el misterio de la realidad misma: el latido humanizador de Dios en las ansias profundas de la humanidad y en los gritos de la naturaleza. La salida hacia el desierto es una experiencia que lentamente va unificando y fortaleciendo nuestra existencia y haciendo posible la libertad y la osadía para obedecer y desobedecer, para decir sí y para decir no cuando la causa de Dios lo requiere. Va afinando nuestra sensibilidad para acoger y acompañar los desiertos de inhumanidad y sufrimiento y abriendo las “antenas” de nuestro ser para percibir y apoyar la esperanza de que “otro mundo es posible”. b) Hacia la periferia: desde los centros de poder hacia lugares de impotencia Las periferias son esos lugares geográficos y simbólicos desprotegidos, donde se respira, se palpa la impotencia de personas y colectivos, a quienes se les niega todo poder, incluso el de poder ser y vivir dignamente. Salir hacia la periferia es una manera de vivir desplazándonos existencialmente hacia los márgenes, dejando alianzas con el poder económico, social, eclesial y con las causas que siempre benefician a los de arriba. Supone apostar decididamente por la causa de la justicia y la paz, entrelazar nuestras vidas con la gente sencilla, con los que no tienen voz, con las personas y los colectivos que luchan cada día por la supervivencia. Para tener garra profética en el “centro de la ciudad”, para poder tener una palabra creíble, la vida religiosa necesita llevar muy viva en el corazón la herencia de los márgenes y la llamada de los que buscan una nueva esperanza. En estos lugares periféricos, en la reciprocidad del dar y recibir, a los religiosos y religiosas se nos ofrece un precioso regalo: se nos devuelve la memoria peligrosa de Jesús. c) Hacia la frontera: desde la seguridad de lo conocido hacia la intemperie de la mediación. Las fronteras son esos lugares geográficos y simbólicos en los que lo diferente entra en contacto. Así hablamos de fronteras entre países vecinos, entre el norte y el sur, entre razas, ideologías, religiones y culturas, entre creyentes y no creyentes, mujeres y varones, homosexuales y heterosexuales, entre un tú y un yo. Las fronteras son lugares de cruce de posibilidades y conflictos: verja, muro, separación, lucha, muerte... o lugares de encuentro, diálogo, comunión, en los que puede nacer algo nuevo. La salida hacia las fronteras supone arriesgarse a lo desconocido, es una manera de vivir que resiste la intemperie de la mediación que supone un continuo descentramiento y aprendizaje de relación en reciprocidad. Una forma de vivir que pertenece a la esencia misma de una vida religiosa lleva en su seno la vocación a la comunión: la comunidad como forma de estar en la vida. A menudo tenemos el peligro de reducir esta vocación a un ámbito encerrado y sólo nuestro. Sin embargo, el verdadero sentido de nuestro ser comunitario es la llamada a ser mediación de comunión en la humanidad: estar en las fronteras de la vida suscitando, encarando conflictos y apoyando el enriquecimiento mutuo desde el que puede surgir lo nuevo. En esta triple y única salida, en este proceso circular real y utópico y en el modo de vivir al que nos invita, podemos descubrir el “ecosistema” adecuado para la vida religiosa. Ese lugar, geográfico y simbólico, en el que esta planta exótica, algo rara y tan delicada que somos, encuentra su propia tierra, su propio “lugar en el mundo”. Cuando la vida religiosa es trasplantada a modos de vivir superficiales, se acomoda en centros de poder o se instala en la seguridad de lo ya conocido, poco a poco se va perdiendo de sí misma y la memoria peligrosa de Jesús de la que es portadora, se va convirtiendo en memoria domesticada, tranquilizadora, mantenedora de lo que hay y puede llegar a ser más “administradora de penuria” que vigía atenta y comprometida del Dios de la Vida. 5. EL RETO DE LA EXPLORACION, PERDIENDO MIEDO AL ENSAYO – ERROR (Num 13 y 14) Buscar es el verbo de la fidelidad, búsqueda de la Palabra, búsqueda del Rostro: “La fidelidad no consiste en permanecer siempre en el mismo lugar sino en moverse sistemáticamente hacia todo lo que proporcione mayor plenitud y convicción del alma, mayor claridad de mente e integridad del corazón”. La vida religiosa se asienta frecuentemente sobre un paradigma que entiende más la fidelidad como permanencia y mantenimiento que como cambio, pero nuestra vida se estructura alrededor de la búsqueda. Sin embargo a menudo en la vida religiosa seguimos identificando más la fidelidad con la imagen de las cariátides, esas columnas con formas de figura femenina que sostiene los templos griegos, que con los exploradores y exploradoras. La inmigración es hoy un icono obligado para la vida religiosa que puede recordarnos nuestra condición de itinerantes... Hoy cuando tantas personas se ven obligadas a desplazarse y son empujadas a la emigración por los efectos de la economía del mercado y la guerras, jugándose la vida en el intento, la vida religiosa somos urgidas, desde nuevos rostros y acentos a adentrarnos en una dinámica de éxodo y desplazamiento que nos lleva a abandonar la tierra segura de Egipto ( costumbres y respuestas del pasado que no nos satisfacen pero nos dan seguridad)y rastrear los caminos de la tierra Prometida, atravesando el desierto. En esta travesía, al igual que el pueblo de Israel en su larga marcha, nos acompaña permanentemente la tentación de la nostalgia por los ajos y cebollas de Egipto, sin embargo, una lectura atenta del Libro del Éxodo y de Números puede ayudarnos también a descubrir a unos personajes, irrelevantes numéricamente, pero con un importante papel en la historia de salvación: son los exploradores. En la travesía por el desierto el Señor dijo a Moisés: “Envía gente a explorar el país de Canaam “(Nm 13 y 14). Los exploradores se adentraron en aquella tierra y animaron al pueblo a caminar hacia ella y superar resistencias y cálculos, convencidos de que la tierra de la promesa no les sería dada por su fuerza, sino por la confianza en lo que el Dios de la Alianza estaba queriendo hacer con ellos. Sin embargo, continua diciendo el texto, la razón por la que la primera generación del Éxodo no entró en la Tierra Prometida fue precisamente por no haberse fiado de sus exploradores. ¿Cómo rescatar en nosotras y en los demás las posibilidades de exploración que cada una y cada uno llevamos dentro en este momento de la historia, de la Iglesia, de nuestras congregaciones? ¿Qué ajos y cebollas pesan más en mí, en nosotros en este momento de nuestra vida que pueden estar obstaculizando personal e institucionalmente la recreación de nuestra condición de gente buscadoras e itinerante...? ¿Cómo nos situamos ante la gente más exploradora en nuestros contextos y comunidades? Pero quizás también algunos se interroguen ¿Pueden ser estos tiempos de crisis, de cambios de paradigmas tiempos para explorar, no será suicida hacerlo? (Comentario en unas Jornadas de V R en las que participe: “No hay nada más peligroso para la VR en estos tiempos que soñar y además despiertos”) Yo creo que la historia de la humanidad también nos lo muestra: Los tiempos de crisis, son tiempos también para la creatividad y el ensayo, tiempos que nos urgen a repensarnos y repensar las relaciones con Dios, con la vida, con los acontecimientos, tiempos que nos piden abrir los ojos sobre el misterio que subyace en la historia y que al contemplarlos nos pueden hacer reconocer como a Jacob en la noche : “Dios estaba en este lugar y yo no lo sabía” (Gn 28, 10) .Tiempos para volver a lo esencial. Tiempos para explorar pero nunca en solitario.
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