En el evangelio podemos encontrar mensajes de sabiduría profunda e intemporal –válidos para cualquier tiempo y persona, porque se refieren a nuestra identidad última-, junto a recomendaciones meramente anecdóticas, nacidas al calor de circunstancias concretas por las que atravesaba la comunidad en la que surgió el texto.
Eso es lo que encontramos en el texto que leemos hoy: una especie de “reglamentación” práctica para afrontar los conflictos comunitarios. En ella, se va de menos a más, hasta un punto que puede acabar en la “excomunión” del hermano que no obedece a la comunidad. Nos hallamos, sencillamente, ante un “modo de funcionar” que suele ser habitual en los grupos humanos, que buscan un mínimo de homogeneidad y que, para ello, se dotan de normas que son consideradas inviolables. Sin embargo, cuando se trata de grupos religiosos, suele darse un factor añadido: se toman las propias normas como emanadas nada menos que de la divinidad. De ese modo, aparecen revestidas de una autoridad inapelable, con el agravante de que quien las incumple es tachado de “pagano” o “publicano”. Frente a tales pretensiones, parece más sensato, aun admitiendo la necesidad de normas, reconocer el carácter relativo de las mismas –lo cual lo había manifestado el propio Jesús:“No es el hombre para el sábado [la norma], sino el sábado para el hombre”- en lugar de usarlas como armas arrojadizas contra quien discrepa de ellas. De hecho, este texto no encaja fácilmente con lo inmediatamente anterior –la parábola del pastor que busca la oveja perdida-, ni con el que sigue a continuación –el perdón sin límites, hasta “setenta veces siete”-. Tampoco encaja con el Mateo realista que sabe que en la comunidad hay cizaña que no debe ser arrancada aún (Mt 13,30). Con todo ello, parece imponerse una conclusión: los textos más utópicos probablemente contienen el mensaje del Jesús histórico, mientras que los textos más “realistas” reflejan más la vida compleja y cotidiana de la primera comunidad. Parece que es precisamente la reflexión sobre la vida comunitaria la que explica las otras dos afirmaciones que añade Mateo. La primera de ellas –sobre el “poder de atar y desatar”- recoge un dicho tradicional, referido al perdón, que se asienta en el principio, según el cual todo lo que ocurre en la tierra tiene un “reflejo” similar en el cielo, y viceversa. Al traerlo aquí, parece claro que Mateo quiere reforzar la autoridad de los responsables de la comunidad, refrendando sus decisiones, al atribuirles nada menos que una sanción “celestial”. Finalmente, el texto concluye con una afirmación que probablemente se remonte al Jesús histórico: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Con todo, un antiguo adagio judío decía: “Si dos hombres se encuentran juntos y las palabras de la Ley están en medio de ellos [como motivo de conversación], Dios habita en medio de ellos”. En un nivel superficial, cabe una lectura de tales afirmaciones en clave intencional o voluntarista: traemos a nosotros la presencia de una persona porque pensamos en ella. Sin embargo, la riqueza y la verdad más honda de aquellas palabras se halla en otro nivel de lectura: en nuestra identidad profunda no cabe ninguna separación; somos no-dos. Así que, literalmente, seamos o no conscientes de ello, todos estamos en todos: compartimos la misma y única identidad. Así leído el texto evangélico, no cabe entenderlo como que Jesús está al lado de nosotros –así lo pensaría nuestra mente-, sino que somos uno en el núcleo del Ser. Por eso, al acallar la mente separadora, conectamos con nuestra verdadera identidad y, en ella, nos descubrimos uno. “Enmanuel” –el nombre de Jesús, según el propio evangelio de Mateo (1,23)- significa “Dios-con-nosotros”. Llevando nuestra lectura hasta el final, podemos ver en aquella afirmación la realización de ese nombre: “Yo estoy en medio de ellos”. Y, al mismo tiempo, reconocemos a Jesús como quien revela lo que somos nosotros: todos estamos en todos.
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