Las tradiciones cristianas romano-occidentales confiesan su fe desde arriba hacia abajo dicendo: En el nombre de la Fuente (Patris), del Camino (Filii) y de la Brisa (Spiritus Sancti).
Las tradiciones greco-orientales prefieren expresarla desde abajo hacia arriba diciendo: “Con la Brisa (in Spiritu) por el Camino (per Filium) hacia la Fuente (ad Patrem)”. Ambas han de reconocer que nadie vio la Fuente (Jn 1,18), hacia la que nos encaminamos siguiendo los pasos de quien nos la interpretó (exegésato, Jn 1, 18b) : El Que Vive en el seno de la Fuente de Vida, el inocente ejecutado que al morir se adentró resucitando en el seno de la Vida de Abba (pros ton kolpon tou Patrós: murió “adentrándose hacia” el seno del Padre-Madre), desde donde envía sin cesar la Brisa (Ruah) que vivifica, el soplo de vida creador y recreador que nos hace creer en la desvelación de la Vida que era desde siempre y es para siempre “de cara al Padre-Madre” (1 Jn. 1, 1). “No apaguéis el Espíritu” , dice la Carta a la iglesia de Tesalónica (1 Thes 5,19), no pongáis diques a a la inundación del Espíritu, no cerréis las ventanas a su brisa, no extingáis la energía que hace creer, crear y resucitar. Cada vez que, a lo largo de la historia, las religiones apagan el fuego del Espíritu, hay que reavivar el brasero de la espiritualidad más allá de las religiones. Eso hizo Jesús, que fue juzgado como blasfemo por la autoridad oficial de la religión establecida que no podía tolerar su palabra: “Fuego he venido a lanzar a la tierra, y ¡qué más quiero si ya ha prendido! Pero tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora de que eso se cumpla” (Lc 12, 49-50). El fuego que trae Jesús no es imagen destructora, sino símbolo de la fuerza del Espíritu, fuerza vivificadora y, a la vez, desenmascaradora y discernidora de los poderes de muerte que intentan sofocarlo. La memoria histórica del pueblo creyente heredada por Jesús recuerda en relatos, salmos , poemas o parábolas bíblicas, la manifestación de ese espíritu por bocas proféticas o sapienciales, así como los esfuerzos de extinción a manos de sacerdotes, escribas, gobernantes o comerciantes. Algunos ejemplos de la Biblia hebrea nos iluminan el telón de fondo del dicho paulino con que iniciamos en el post anterior esta serie de consideraciones sobre el Espíritu resucitador (“Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de la muerte habita en vosotros, el mismo que le resucitó dará vida también a vuestro ser mortal, por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros” (Rom 8, 11): El recuerdo legendario del éxodo del pueblo oprimido escenificó la acción liberadora del Espíritu mediante el imaginario simbólico de “viento, corriente de aire y soplo expirador”: el “fuerte viento seco de levante” sopló toda la noche para abrir paso por el mar a pie enjuto, al “soplo de la nariz divina” se reorganizaron las aguas, “sopló el aliento” divino y envolvió a los perseguidores. No es una crónica, sino una narración mitopoética con la que la comunidad se reconoce constituída como pueblo que camina conducido por tu poder” (cf. Ex 14, 21; 15, 8; 15, 10; 15, 13). El soplo de espíritu divino, mediador de liberación, actúa también con la misma imagen de la ruah como mediadora de discernimiento, crisis y purificación. El soplo divino que reunió a la comunidad es también el que la dispersa en tiempos de exilio para purificarla. “Como viento solano los aventaré, darán la espalda el día de la derrota “(Jer 18,17), “el viento se llevará a tus pastores, sentirás vergüenza de tus maldades” (Jer 22,22). El soplo de viento de crisis-juicio, que purifica arrasando (cf. Is 4, 4ss.) para que el pueblo despierte de su engaño y reconozca su ingratitud es el mismo “espíritu del Señor” (ruah yahwe) que le conduce al descanso (Is 63,14). El recuerdo presente en la memoria histórica del pueblo, al que el espíritu del Señor abrió camino en el pasado, funda la confianza de que le abrirá camino en el futuro con su “soplo potente” (Is(Is 11,15). Pero ese soplo de espíritu divino, que también es mediación de iluminación en la interioridad, será el que capacite al guía espiritual para percibir, juzgar y actuar con “espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de conocimiento y respeto del Señor. No juzgará por las apariencias, ni sentenciará solo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados” (Is 11, 2-4). No deben presumir los dirigentes de monopolizar ese espíritu. Con razón se alegra Moisés de que hable proféticamente quien no está oficialmente en el grupo de los “inspirados”: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”(Num 11, 11). Y es la misma imagen del viento marino la usada para la inspiración profética y para atribuir ese aire la repentina acumulación de codornices junto al campamento (Num 11, 31-35). El líder Moisés no es indispensable. No hay que dar culto a la personalidad ni caer en episcopo-latrías. El Espíritu, que es quien guía, asegurará la sucesión del líder por otro (Josué, un “hombre en quien habita el espíritu” Num 27, 18) tras la muerte de Moisés. “Que el Señor, Dios de los espíritus de todos los vivientes, nombre un jefe… Que no quede la comunidad como rebaño sin pastor” (Num 27, 15-17). De Josué se dice que “poseía grandes dotes de prudencia, porque Moisés le había impuesto las manos” (Deut 34, 9). Sofocado el espíritu por los líderes religiosos y sumido el pueblo en la desolación del exilio tras la destrucción del templo, el anuncio esperanzador de un nuevo soplo del espíritu que haga revivir se proclama proféticamente así: “El Espíritu delSeñor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a quienes sufren , para vendra los corazones desgarrados,para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad” (Is 61,1-2). Con razón el evangelista pondrá estas palabras en labios de Jesús para contar su misión (Lc 4, 16-22). En tiempos revueltos para el rebaño mal pastoreado por dirigentes que olvidaron y sofocarón el espíritu de vida y empujaban a la muerte a las ovejas (Ez 34), el profeta anuncia la esperanza de revivir por la infusión de un espíritu nuevo” que sustituirá el corazón de piedra por corazón de carne” (Ez 11, 19). El Espíritu , que “se cernía sobre las aguas” en el proceso creador (Gen 1,1) e inspiraba vida en el barro para alumbrar la persona (Gen 2,7), es vivificador y resucitador, que transforma y recrea los “huesos calcinados” (Ez 37).
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