Parece que Mateo ha enlazado aquí dos parábolas, la primera de las cuales parece remitir al Jesús histórico, aunque no así la segunda.
La imagen de las bodas es una de las preferidas para hablar del Reino. La celebración nupcial se prolongaba durante varios días y era considerada como la gran fiesta de la alegría y de la abundancia. Si tenemos en cuenta que se trataba de una sociedad donde la comida era escasa, apreciaremos mejor hasta qué punto se valoraba una celebración de ese estilo. La primera parábola presenta a un rey que prepara la boda de su hijo. Pero, al llamar a los comensales –a los que, según la costumbre, se había invitado previamente-, estos empiezan a excusarse, llegando incluso a maltratar y asesinar a los criados. Rechazar la invitación a una boda –invitación que seguía un protocolo sumamente cuidado- suponía una ofensa grave hacia el anfitrión. Ante el rechazo, el rey decide abrir las puertas a todos los que deseen, “buenos y malos”, hasta que la sala queda completamente llena. Hasta aquí la primera parábola. Como decía, la imagen de la boda parece remitirse al propio Jesús, aunque Mateo haya alegorizado la parábola, para leerla en clave cristológica y eclesiológica: nosotros –vendría a decir Mateo a su comunidad- somos aquellos invitados que se hallaban “en los cruces de los caminos”, que han sido llamados a las bodas del hijo de Dios (Jesús), en lugar del que había sido el “pueblo elegido”, que se negó a asistir (a reconocer a Jesús) y actuó de mala manera. Pero, a continuación, Mateo añade otra parábola, referida ahora a su comunidad que ocupa ya la “sala del banquete”. En ella se encuentra alguien que ciertamente ha sido invitado, pero que no lleva el “traje de fiesta”. Ese “traje” es un símbolo del bautismo. El reproche que se hace al invitado es que está participando del banquete sin ser coherente con el bautismo que ha recibido. La parábola se torna amenaza, con vistas a exigir un comportamiento adecuado a quienes se han integrado en la comunidad. Con toda seguridad, este añadido no es de Jesús –que no podría haber hablado del bautismo comunitario-, sino que habría surgido dentro ya de la comunidad mínimamente establecida. Aparte la primera interpretación –en claves cristológica y eclesiológica-, la imagen de las bodas alude a la unidad de todo lo real: todo es uno. Cuando lo vemos, en nuestra existencia aparece una sensación de vinculación, pertenencia, paz, plenitud, unidad… Nuestro drama, por el contrario, consiste en ignorar esa realidad compartida. No es raro que vivamos distraídos –ocupados en “las tierras y los negocios”-, absolutizando lo que solo es relativo y confundidos con aquello que hacemos. Cuando eso sucede, nos olvidamos de “las bodas” –de la realidad que es, de nuestra verdadera identidad- y nos entretenemos en aquellas cosas a las que el yo se aferra. La consecuencia es una vida egocentrada y carente de significado profundo. La palabra de Jesús, en forma de invitación, constituye una buena noticia: nos anima a mirar en profundidad, más allá de la inmediatez que entretiene al ego, hasta reconocer lo que realmente somos, Aquello que es uno y pleno, lo único estable y permanente, lo que siempre se halla a salvo.
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