Una vez más, la de Jesús es una palabra de sabiduría, en un relato que arranca con una pregunta nacida de la ignorancia, es decir, de la identificación con el ego: "¿qué haré para heredar la vida eterna?".
Son características del ego, tanto la huida al futuro como el apoyarse en los propios méritos. El suyo es un programa basado en el "hacer", para de ese modo obtener una recompensa. El joven del relato había "hecho" todo lo prescrito, había cumplido todo lo mandado, pero constataba que eso no le aportaba más vida. Y es por esta por la que pregunta. La respuesta viene a desmontar aquel doble presupuesto: la vida eterna (plena) no está en el futuro, sino en el presente (presente y vida son sinónimos); y no hay nada que "hacer" para conseguirla. El camino no es el de acumular méritos ni el de fortalecer el yo, sino más bien el contrario: desapropiarse de él. "Vender lo que tienes", "dar el dinero a los pobres" hacen referencia a esa actitud de desprendimiento que caracteriza a una vida desegocentrada. Pero tampoco la desegocentración nace de un voluntarismo ético, sino de la comprensión de nuestra verdadera identidad. Mientras estemos identificados con el yo, no podremos sino vivir para él; solo en la medida en que descubrimos realmente quiénes somos, podemos situarnos en ese otro "lugar" (no-lugar) donde saboreamos lo Real y desde el que nuestra vida irá tomando otra orientación. Sin embargo –y aquí aparece la gran paradoja-, el yo no puede hacer nada para que eso se dé: "es imposible para los hombres". El motivo es simple: la mente no puede conducirnos más allá de sí misma; el ego no puede conseguir que lleguemos a percibir una identidad infinitamente mayor que él. Pero "Dios lo puede todo". La Fuente de todo lo que es nos constituye en última instancia. Y es ese mismo Fondo el que puede revelarse en nosotros, en la medida en que no nos reducimos a lo que pensamos que somos. Por nuestra parte, desde la intuición profunda que a todos nos habita, y que suele experimentarse como Anhelo, podemos ejercitarnos en venir al momento presente y dar pasitos de desidentificación: ambas prácticas favorecerán el despertar a quienes realmente somos. Al menos, nos liberarán de la prisión que constituye vivir constreñidos al yo. En tanto en cuanto funcionamos pensando que somos el "yo psicológico", nos parecemos al hámster que se encuentra en su jaula, girando permanentemente la rueda que se halla en su interior. No llega a ningún sitio y no logra salir del encierro. Cualquier tipo de sufrimiento –entendido como "añadido" mental al dolor- es indicador de que seguimos encerrados en la jaula. Si escuchamos un poco más, podremos detectar también la luz de una intuición, aunque sea pequeñita, que nos hace preguntarnos por nuestra identidad más profunda. Si queremos favorecer que esa luz crezca, nos resultará eficaz venir al presente, acallar la mente... y constatar lo que queda justamente entonces, cuando la mente se ha silenciado: queda Consciencia, Presencia, Quietud..., nuestra identidad más profunda. Y vendremos a descubrir que "mente" (o yo) es lo que tenemos; Consciencia es lo que somos. Así podremos salir de la triste y frecuente trampa que consiste en identificarnos con lo que tenemos y olvidarnos de lo que somos. Y entonces, en la medida en que estamos en contacto con quienes somos, notaremos que todo se nos da –se nos ha dado- en abundancia: el "ciento por uno" y la "vida eterna". El comentario anterior es una interpretación simbólica (espiritual) del relato evangélico. Es claro que este nivel no niega otra lectura más literal o "histórica" del mismo. Si Jesús era un "judío marginal" (John Meier), y se había situado en la escala más baja de la pirámide social de su pueblo, compartiendo su suerte con "los últimos" y los mendigos, lo que ofrece a quien quiere ser su discípulo va en esa misma línea: desprenderse de todo y colocarse por decisión propia en el último lugar. El mensaje que se transmite es profundamente sabio: el más bajo, es el lugar más universal. Por eso, únicamente desde abajo se puede construir una humanidad nueva. Y eso, a su vez, requiere que las personas podamos vivirnos desde una "nueva consciencia", en la que la egocentración cede el paso al servicio. Al final, todos los caminos auténticos terminan confluyendo: al crecer en amor, crecemos en consciencia; al crecer en consciencia, despierta el amor. Es lo que expresa, admirable y bellamente, el siguiente poema de Vicente Simón
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