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¿No lo ves? por: Enrique Martínez Lozano

6/13/2011

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El relato de la aparición del Resucitado aparece unido al regalo de la paz, de la misión, del Espíritu y del perdón.

Juan, que no conoce un episodio en Pentecostés –únicamente aparece en Lucas-, ya había situado el don del Espíritu en el momento mismo de la muerte de Jesús que, “inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (19,30). Lo que ahora hace es confirmarlo y escenificarlo como don del Resucitado.

El contexto es de oscuridad –“al anochecer”- y de miedo –“con las puertas cerradas”-…, hasta que son capaces de percibir la presencia de Jesús “en medio”. Porque es ahí donde está la Presencia –esa Identidad compartida en la que nos reconocemos-: en medio de todo lo que ocurre, en el corazón mismo de la realidad.

Y es entonces, al reconocerla, cuando nos llega la paz y, con ella, la alegría. Pero reconocerla implica ir “más allá” del yo. Identificados con él, tenemos la sensación de estar constreñidos, como en una prisión, en la que la inquietud, la confusión, el miedo y la ansiedad son inevitables, por más que el yo se desespere en su intento de lograr una paz estable y una seguridad a toda prueba. Se podrá lanzar a una carrera compulsiva en búsqueda de compensaciones, pero no logrará hacer pie ni evitar la insatisfacción, porque él mismo es vacío e inconsistencia.

Al empezar a reconocer el yo como un “objeto” –una forma- dentro de nuestra Identidad más amplia, tomamos distancia de él, descubriéndonos gracias a esa misma distancia. No somos el yo vacío e inconsistente, sino Eso que lo observa y que no puede ser definido. Esa es nuestra Identidad transpersonal, que compartimos con todos los seres, también con Jesús. A partir de ahí, empezamos a experimentar y a entender la paz que ofrecía el propio Jesús.

El yo vive en altibajos de todo tipo; en su nivel, todo es impermanente. Al tomar distancia de él, acallando la mente, emerge la Presencia o Quietud, el “Yo soy” universal, como nuestra identidad más profunda, una identidad que es no-dual.

Así podemos entender también, de un modo más profundo, tanto el regalo del Espíritu como el envío: ambas realidades las compartimos con Jesús.

La imagen de “exhalar el aliento” contiene una riqueza exquisita: significa compartir lo más “vital” de una persona, su propia “respiración”, su mismo espíritu, todo su dinamismo… Desde una perspectiva no-dual, es una imagen que nos hace ver la Identidad común que compartimos con él y con todos los seres. Más allá de las “formas” particulares, que no se niegan, somos ese mismo “Espíritu” que en todas ellas alienta. Nos falta únicamente reconocernos en él, superando la inercia que nos mantiene tristemente reducidos al yo mental o particular, con todas sus consecuencias de confusión y sufrimiento.

No es extraño que, con el Espíritu, Jesús se refiera a la misión: es el mismo Espíritu –su aliento- el que quiere manifestarse en nosotros como se manifestó en él. Pero eso no podrá darse hasta que, reconociendo el Espíritu como nuestra Identidad más profunda, nos dejemos guiar por él, o mejor, nos vivamos desde él, conscientemente conectados a quienes somos.

Hablar del Espíritu y celebrar la fiesta de Pentecostés es, por tanto, celebrar la fiesta, la vida y la Identidad última de todo lo que es: es nuestra fiesta. Dejamos de ver al Espíritu como una entelequia que no sabemos bien cómo pensar para reconocerlo como el Aliento último, el Dinamismo vital que late en todas las formas que podemos ver y que en ellas se manifiesta. No hay nada donde no podamos percibirlo, nada que no nos hable de él. Como ha escrito Ken Wilber, “experimente la simple sensación de Ser… La omnipresente conciencia Divina plenamente iluminada no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar”.

En general, ni a teólogos ni a predicadores les ha resultado fácil hablar del Espíritu Santo. A diferencia de las imágenes familiares del “padre” y del “hijo”, el Espíritu resultaba inapresable y, por ello, inexpresable. En cualquier caso, aunque frustrante, eso mismo constituía un buen ejercicio de humildad, en el que la mente tenía que reconocer su incapacidad para nombrar el Misterio y terminar rindiéndose ante él, en adoración. Lo que ocurrió, sin embargo, no fue que la frustración acabara siempre en adoración, sino más bien en un simple silenciamiento: del Espíritu no se hablaba.

Paradójicamente, desde la perspectiva no-dual, así como desde la más genuina espiritualidad, “Espíritu” parece ser uno de los nombres menos inadecuados para referirse a Dios, en cuanto Dinamismo de Vida y de Amor que hace que todo sea. El Dinamismo es, sencillamente, una de las dos caras de lo Real; la otra es el mundo de las formas. Y ambas abrazadas y entrelazadas en la admirable No-dualidad. Por eso, hablar del Espíritu es también hablar de nosotros y de todo lo Real.

En la Biblia hebrea, el Espíritu presenta forma femenina: es la Ruaj, la brisa, “aleteo” de Dios sobre las aguas, soplo impetuoso que genera vida. Aliento, soplo, viento, respiración, fuerza, fuego… con nombre femenino que habla de maternidad y de ternura, de vitalidad y caricia. ¿Cabe algo más evocador para nombrar el Misterio de Lo Que Es?

Si Ruaj es femenino, su traducción griega lo convierte en el neutroPneuma. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una Realidad que, no sólo trasciende el género (está más allá de la distinción sexual), sino también el concepto de “individuo” y hasta de “persona” (por definición, lo neutro no puede ser “personal”; en todo caso, transpersonal).

Con la traducción latina (Spiritus), el Espíritu Santo se hizo masculino, y así ha llegado hasta nuestras lenguas modernas. Pareciera como si, con este cambio, volviéramos a sentirnos cómodos: finalmente, podríamos dirigirnos a él como una persona y en masculino. Eso casaba bien con nuestra conciencia egoica y patriarcal.

Necesitamos ir más allá de las formas y de los nombres, recogiendo la riqueza que ellos puedan evocarnos, pero trascendiéndolos para abrirnos al Silencio desnudo y contemplativo en el que saboreamos el “latido” (espíritu) profundo de todo lo que es…, hasta experimentar que, en ese nivel, todo está bien.

Me gustaría terminar el comentario con el testimonio de una gran mujer que narra su “experiencia espiritual”, como un estado, a la vez, de reposo y de creatividad. Y que expresa bien lo que la persona vive cuando “deja vivir” el Espíritu, o “se vive desde él”.

La mujer a la que me refiero es Edith Stein (1891-1942), sabia y mística, filósofa judía, discípula de Edmund Husserl; tras su conversión al cristianismo, profesó como carmelita descalza, en el convento de Colonia, en 1933, con el nombre de sor Teresa Benedicta de la Cruz. Arrestada por la Gestapo en 1939, fue llevada al campo de exterminio de Auschwitz, donde fue ejecutada en 1942. Su testimonio es el siguiente:

“Existe un estado de reposo en Dios, de total suspensión de todas las actividades de la mente, en el cual ya no se pueden hacer planes, ni tomar decisiones, ni hacer nada, pero en el cual, entregado el propio porvenir a la voluntad divina, uno se abandona al propio destino.

Yo he experimentado un poco este estado como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando mis fuerzas, consumó totalmente mis energías espirituales y me quitó cualquier posibilidad de acción. Comparado con la suspensión de actividad propia de la falta de vigor vital, el reposo en Dios es algo completamente nuevo e irreductible.

Antes era el silencio de la muerte. En su lugar se experimenta un sentimiento de íntima seguridad, de liberación de todo lo que es preocupación, obligación, responsabilidad en lo que se refiere a la acción.

Y mientras me abandono a este sentimiento, poco a poco una vida nueva empieza a colmarme y, sin tensión alguna de mi voluntad, a invitarme a nuevas realizaciones.

Este flujo vital parece brotar de una actividad y una fuerza que no son las mías y que, sin ejercer sobre ellas violencia alguna, se hacen activas en mí. El único presupuesto necesario para un renacimiento espiritual de esta índole parece ser esa capacidad pasiva de recepción que se encuentra en el fondo de la estructura de la persona”.

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