Ha vuelto a primera línea el papel de la mujer en la Iglesia católica. Todos sabemos que fueron diaconisas y que ahora no pueden serlo según las leyes eclesiales vigentes. En este tema, por tanto no se puede alegar derecho divino ni tradiciones eclesiales para prohibir el diaconado de la mujer.
Pero lo importante es lo que se ha destapado con el comentario del papa sobre este tema, lo que subyace enmascarado por envoltorios varios que no resisten la mirada de la verdad. Si la curia romana actuase con honestidad, hubiera reaccionado aceptando estudiar de inmediato la posibilidad de este carisma diaconal femenino: ya existió, vamos a trabajar para actualizar su recuperación. Pero no; porque lo que subyace es una concepción limitadora de la mujer sin que se tenga la intención de avanzar un ápice en este terreno. Bastante enfadados están algunos con el papel participativo de las laicas en las celebraciones litúrgicas. Pero esto, no es evangélico, más bien va contra la actitud y los mensajes de Jesús de Nazaret. Lo importante en el discipulado es el seguimiento entendido como la fidelidad del discípulo a la práctica del mensaje de Jesús (Jn. 12,2). El sustantivo diácono viene a confirmar esta realidad al definirse como ayudante y colaborador desde el servicio prestado siguiendo las instrucciones del otro, por amor, no por subordinación. Las mujeres ocuparon una parte central en la misión y mensaje de Jesús como ejemplos de modelos a seguir a pesar del rechazo legal y cultural de entonces. Ellas fueron parte de la enseñanza de Jesús acerca del Reino. Ellas lo siguieron en su peregrinar, no solo desde el corazón, y demostraron estar dispuestas a todo por seguir las obras del Maestro; y la realidad es que fueron testigos privilegiados de la crucifixión, sepultura y resurrección de Jesús. De hecho, son las primeras en saber de Jesús resucitado. El evangelio de Marcos contiene un llamado al discipulado el cual incluye no sólo a los hombres sino también a las mujeres. El cuarto evangelio enfatiza el estatus de discípulo par todos, porque lo que confiere la dignidad es el amor de Jesús. Ahí es donde duele, porque la dignidad no viene del poder eclesial ni por los cargos y dignidades de por vida. Revisemos los evangelios y las cartas de san Pablo (los primeros textos cristianos escritos), para aceptar el verdadero papel de la mujer en la Buena Noticia. Incluso aunque no perteneciesen al pueblo elegido, como la samaritana, a la que le tocó “el gordo” de escuchar por boca de Jesús que Él era el Mesías. Fijémonos los evangelios están plagados de narraciones que tienen a mujeres como protagonistas importantes, lo que nos debe activar la humildad de aceptar su estatus para Jesús. Los últimos serán los primeros, dice Jesús; entre los últimos estaban las mujeres como seres totalmente desvalorizados que no contaban para nada civil ni religiosamente. Y llegarán a ser las primeras. Aquellas leyes religiosas judías han cambiado en el catolicismo actual, como cambiarán las actuales para que la mujer entre con fuerza en las estructuras de servicio de la Iglesia. En tiempo de Jesús, los rabinos no podían saludar ni hablar por la calle ni a su madre, ni a su esposa, ni a su hija… a ninguna mujer. Los rabinos no admitían nunca a mujeres como discípulas o aprendizas. Para ser enviado (apóstol) que muestre la Buena Noticia, debe ser primero discípulo. En tiempos de Jesús, los expertos en Dios era un grupo selectivo de varones. Hoy tenemos mujeres teólogas, consagradas y laicas, que enseñan a otros en facultades y con su ejemplo a seguir a Jesús. A no mucho tardar, confío que las restricciones católicas, por el hecho de ser mujer, sean definitivamente abolidas par que el mensaje cristiano del amor brille más y mejor. Porque el hecho de que la mujer llegue a ser diaconisa otra vez solo repararía una injusticia puntual.
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