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Más que un Papa, más que un Concilio por: Xavier Pikaza, teólogo

1/30/2014

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Muchos están (estamos) sorprendidos con las cosas que dice y que hace el Papa Francisco, en línea de evangelio. Nos parece muy bien, pero pensamos que la Iglesia necesita más que un Papa (aunque un Papa en la línea de Francisco es necesario).
Muchos estamos convencidos de que el Concilio Vaticano II (1962-1965) fue un don para la Iglesia, y que su visión general y sus documentos deben ser actualizados y cumplidos. Pero pensamos que ya no basta un Concilio, pues quizá la era de los concilios episcopales de la Iglesia, que empezó en el palacio imperial de Nicea ha terminado.

Necesitamos algo más, más que papa, más que un concilio…

1. Más que un mero concilio

Resulta comprensible que algunos, en este momento de cambios, deseen la celebración de un nuevo concilio, que diga lo que debe ser la Iglesia y dentro de ella la estructura de la jerarquía, siguiendo el modelo medieval del Concilio de Constanza (1414-1418). Les gustaría que se definieran pronto nuevas estructuras para la iglesia, resolviendo desde arriba temas como el celibato, ordenación de mujeres, poder de los obispos, función del Papa…

‒ No es momento. Ahora, año 2014, cuando la mayoría de obispos de la Iglesia Católica han sido nombrados en una línea muy sacral e incluso fundamentalista, un Vaticano III al que sólo asistirían ellos, sería poco representativo del conjunto de la iglesia y de la dinámica del evangelio. Por otra parte, un concilio cristiano resulta hoy imposible sin la participación del conjunto de las iglesias que están comprometidos desde Jesús al servicio de los pobres, católicos, protestantes u ortodoxos etc.

‒ Empezar desde la vida. Más que un Concilio, que decida desde arriba lo que son o deben hacer los creyentes, queremos iglesias que exploren y busquen caminos de evangelio, desde abajo, mientras sirven a los pobres, en comunión mutua, sin esperar soluciones exteriores. Por eso, con el lenguaje anterior, parece necesario que siga existiendo todavía un tiempo de «caos», para aprender a compartir el sufrimiento de los expulsados y para abrir con ellos un camino de libertad, en el gran bazar del mundo. Nadie (ni dentro ni fuera de la iglesia) tiene que dar a los cristianos autoridad para pensar y celebrar, para organizarse y decidir su vida, pues la autoridad la tienen ellos mismos (cf. Mt 18,15-20), de manera que son concilio permanente.

‒ Contra la endogamia. Un concilio cerrado sobre sí, ocupado sólo de temas internos de la iglesia, sería signo de egoísmo. Lo que importa son los pobres, no un concilio central. Por otra parte, en la medida en que es comunión y servicio de amor, toda la vida cristiana es concilio, es decir, reunión permanente de los convocados por el Espíritu de Cristo, para anunciar el evangelio de la libertad y de la vida. Según eso, el posible Concilio no ha de ser un acto separado, sino expresión de la vida de las iglesias, bazar permanente de contactos múltiples donde hombres y mujeres regalan y comparten su vida (cf. 1 Cor 13).

Éste es el principio de la experiencia cristiana: que la iglesia pueda alzarse y decir humildemente que «los pobres son evangelizados», añadiendo que todos los cristianos pueden reunirse, en un gesto de amor, para comunicarse entre sí, para ofrecer libertad a los oprimidos y expulsados de la vida, proclamando así su fe en el Dios creador, en la línea de Jesús. El auténtico Concilio de las iglesias es su vida diaria, en la que se van creando formas concretas y comprometidas de presencia y servicio a los pobres, a quienes ofrecen palabra y pan, dignidad y comunión de amor.

Estaríamos así ante un Concilio permanente, llamados a crear un lenguaje de comunicación directa (no sacralizada), un lenguaje de salud y apertura a los marginados, uniendo razón y sentimiento, gozo por Dios y compromiso a favor de la vida (desde los pobres y excluidos de la sociedad), partiendo de unas iglesias donde hombres y mujeres de diverso origen comparten la palabra y el pan. Por eso, más que celebrar un Concilio importa ser concilio, promoviendo redes multifocales de comunicación directa y universal, que se expresan en el pan compartido, que no cierran, ni excluyen a nadie, sino que capacitan a todos para recorrer la travesía de lo humano .

((NOTA. En ese sentido, ser cristiano es «vivir en concilio», cultivando la unidad que brota de la palabra y de la vida compartida, desde los más pobres. Sólo en ese contexto podrá hablarse de obispos y papas, con otros ministros igualmente importantes. El cristianismo es concilio o red de relaciones que no se pueden cosificar (delegar), de manera que nunca pueda surgir una persona (un Papa) o un comité (autoridad colegiada) que acalle a los demás y hable en su nombre sin haberles escuchado. Este cristianismo conciliar al que aludo no tiene que hacer grandes cosas (alzar catedrales, crear comisiones, ganar guerras), sino simplemente ser puente o cátedra donde todos puedan encontrarse.

Estas cuestiones fueron discutidas en la primera mitad del siglo XV (concilios de Constanza, Basilea, Florencia…), y deben resolverse asumiendo las dos “autoridades” como funciones inseparables y complementarias.

(1) Autoridad conciliar de la comunicación, con el surgimiento de redes que nunca se encierren en sí mismas o actúen de un modo impersonal, pues lo que importa es el contacto inmediato, en el plano de la vida, el encuentro directo, de los ojos con los ojos, de las manos con las manos, de la palabra con la palabra, en afecto corporal y espiritual, simbolizado en el pan compartido.

(2) Autoridad de las personas, volver a los hombres y mujeres insertos en esa red de conexiones y concilios, para recordarnos que son ellos, los hombres y mujeres concretos, los que entregan la vida y la comparten, en esperanza de resurrección; en ese contexto hay que insistir en el valor de las personas (obispos, papa, otros tipos de ministros), pero no por encima de otras personas sino con ellas)).

2. Más allá de lo que hay. Más que un mero papa, gran utopía.


Como vengo indicando, hasta ahora ha triunfado un tipo de globalización económico-política, que ha tomado formas helenistas o, mejor dicho, platónicas, con separación de niveles (arriba lo espiritual, abajo lo material) y con estructuras jerárquicas, donde los nobles (los sabios-dignos-superiores) dominan sobre los plebeyos (ignorantes-indignos-inferiores). En estos últimos siglos, ese modelo ha desembocado en un tipo de capitalismo neoliberal, estableciendo un nuevo y más fuerte modelo de separación clasista en el plano económico y técnico, militar y administrativo. Pues bien, en contra de esa tendencia buscamos la catolicidad cristiana, partiendo de la gracia de Dios que se expresa por los pobres.

Por eso, por coherencia histórica y espíritu evangélico, los que se dicen sucesores de Pedro y los dirigentes de las iglesias han de volver al lugar donde estuvo Jesús (y los primeros cristianos: Magdalena, Pedro, Pablo…), entre los hambrientos y marginados del imperio antiguo, para redescubrir y recrear la catolicidad del evangelio, sin tomar para ello el poder, pues si lo tomaran dejarían de ser signo de evangelio .

(( Los cristianos pueden y deben alegrarse del decreto de tolerancia de Constantino, pero sin aceptar en modo alguno su «regalo de poder», es decir, su patronazgo, ni volverse dependientes del imperio para cumplir sus funciones (fue malo que se reunieran en el palacio imperial de Nicea para celebrar su Concilio). En esa línea hay que superar el platonismo espiritualista y jerárquico antiguo (que se olvida de los pobres) y un tipo de ilustración capitalista que igualmente los margina (pues no le importan, de hecho, los hombres reales), para volver a la inspiración del evangelio, como principio de revolución (mutación) humana, desde los excluidos del sistema)).

Lo que une a la Iglesia no son unos “dogmas” propuestos de un modo más o menos helenista (según los concilios), ni unas leyes fijadas en un Código Canónico, ni unos jerarcas superiores, sino la mutación evangélica de Cristo, que se expresa en el amor mutuo y el pan compartido, en un perdón que no se ofrece desde arriba (como efecto de una misericordia clasista), sino desde los mismos pecadores perdonados. En ese contexto se sitúa la declaración fundacional de la primera asamblea o Concilio de Jerusalén, donde los representantes de las comunidades (que no eran obispos), discutieron, dialogaron y terminaron poniéndose de acuerdo en lo fundamental, para declarar: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros…» (Hech 15, 28). Este «nos ha parecido…» significa que los cristianos se descubren impulsados por el Espíritu de Cristo y de esa forma «les parece bien» que las comunidades de línea paulina (aceptadas por Pedro) pueden abrirse a los gentiles, pidiéndoles sólo que “se acuerden de los pobres” (cf. Gal 2, 9-10.

Ciertamente, dentro de la comunión compartida del Espíritu puede y debe haber funciones diferentes (cf. 1 Cor 12-14), como aquella que el Jesús pascual confió a Pedro al decirle: «Simón, Simón, he aquí que Satanás ha querido cribaros como al trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no decline; por eso tú, una vez que te conviertas, fortalece a tus hermanos» (Lc 22, 31-32). Pedro cumplió una tarea muy importante en el comienzo de la Iglesia, pero con él debemos recordar a Magdalena y a María, la madre de Jesús, con Santiago y con Pablo y con otros muchos. El Dios de Jesús habla a cada uno, en su intimidad, pero en comunión con otros.

Sin duda, es importante que lo creyentes escuchen de un modo personal la Palabra (a través de la Escritura o por inspiración interna), como han puesto de relieve los cristianos evangélicos. Pero hay que potenciar también la vida de las comunidades, que exploran y tantean, que abren y ofrecen caminos de experiencia compartida (de evangelio), en este tiempo (año 2014) en que muchos nos sentimos amenazados por el sistema, condenados al individualismo o dominados por grupos de presión que quieren imponernos su dictado.

En ese contexto he de señalar que todos los cristianos son sacerdotes, porque el sacerdocio común de los fieles (fundado en la fe y en el bautismo, es decir, en la inserción eclesial) es lo primero. Por eso, la celebración del bautismo y de la eucaristía no es un derecho que los obispos o el Papa conceden a los fieles, al ordenar algunos sacerdotes especiales, sino un elemento esencial de las comunidades, que pueden recibir a nuevos creyentes y celebrar la memoria de Jesús. Por eso debo indicar que no es la jerarquía la que hace posible la eucaristía, sino al contrario: la misma eucaristía, celebrada por el conjunto de la comunidad, reunida en nombre de Jesús, hace posible el surgimiento de una comunidad donde los creyentes poseen y comparten dones diferentes, pero todos al servicio del mismo cuerpo eclesial (cf. 1 Cor 12-14) .

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