Los místicos son hijos de la universalidad, pero con Documento Nacional de Identidad. Su realidad existencial está circunscrita a un tiempo y a un espacio. Deambulan por este mundo como cualquier otro mortal, y quizás por eso apenas nos percatamos de que lo son.
Algunos –rara avis- disponen de su Cabo Cañaveral privado desde cuyas rampas se lanzan de vez en cuando a apasionantes aventuras de Dios en las alturas. La gravedad juega en su contra y -afortunadamente para todos- les fuerza a regresar sanos y salvos a la base. Aunque cuentan las historias, que un frailecillo se quedó extasiado en el bosque al oír cantar a un pajarito y tardó trescientos años en volver al convento. Supongo que, en este caso, desafortunadamente para todos. Unas acrobacias a ras de suelo –“entre pucheros”, como las de santa Teresa- resultarían más de admirar y más asequibles para la concurrencia que las de séptima morada. ¡Cómo nos gustaría veros salir de vuestro castillo interior en todas direcciones a la vez, como el Caballero de la Armadura Oxidada –también éste místico sin fronteras-siempre dispuestos a socorrer y aliviar cualquier necesidad ajena marcada por las brújulas del viento! Así, la otra santa Teresa (la de Calcuta) y el otro “san” Vicente Ferrer (el de Anatapur). Pero… atención “evangelizadores de hoy” que, parejos al David blindado hasta los dientes por Saúl, al Caballero de la Armadura encerrado en su rígido arnés, o al de la Triste Figura, podéis encontraros, sin saberlo, impedidos para realizar tan trascendental tarea. ¿Lleváis en vuestra “nueva evangelización” a un Jesús de la aurora, libre y fresco de todo acontecer, o pretendéis predicar a un Cristo del crepúsculo contaminado de nubarrones de títulos, y tullido de cruces de gloria sobre el pecho, hasta tornarle ineficaz en las batallas espirituales de la vida? La Nave de Pedro, armada en astilleros humanos como cuantas surcan mares terrenales, está igualmente sometida al principio universal de la entropía: “el progreso para la destrucción” o “desorden inherente a todo sistema”. Preservarla de estos efectos nocivos requiere llevarla periódicamente a dique seco y someterla a un “aggiornamento” en forma y fondo, a la luz de las exigencias del mundo moderno. Evolución es otra ley fundamental del universo. No seguirla entraña grave riesgo para la pretendida nueva evangelización, pudiendo dar lugar incluso a una cierta perversión de la realidad: “nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque entonces el vino romperá el odre, y se pierde el vino y también los odres” Mc 2:22. El documento “Sacrosanctum Concilium” del Vaticano II resumió en su Proemio el espíritu de dicho “aggiornamento, de la siguiente manera: “Acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio… etc”. (Sueños de una noche de verano que Mendelsshon eternizó en músicas celestiales) El Concilio da la sensación de presentar a la Iglesia Católica en esta Constitución como un seno en el que sólo los fieles a su fe y doctrina pueden tener acogida. ¡Cómo se echan de menos en ella las palabras de Jesús “en la casa del Padre hay muchas moradas”! Y no únicamente para quienes aceptan unos estipulados dogmas y liturgias que por principio excluyen y dividen, sino para el mundo entero: una exégesis más acorde con la visión de universalidad e imbricación de todas las cosas que hoy nos sugiere la razón, el sentido común y -¿cómo no?- el sentimiento. Y acorde también con el principio de crecer y dejar crecer desde el impulso interior nacido del Dios que coexiste en mí. Mandato bíblico inexcusable –“creced y multiplicaos”, con claras resonancias de desarrollo en plenitud humana- y no por imperativo legal de quienes pretenden que hay que desarrollarse y crecer únicamente a modo y semejanza de ellos. Los Místicos sin fronteras –y toda persona viene timbrada con vocación de serlo- han sido hijos de sus circunstancias. El Maestro Eckhart, por ejemplo, mantiene las creencias religiosas propias de su época sin que éstas le impidan la comunión con un Dios y una espiritualidad de todos y de todas las cosas. El propio Jesús dijo en una ocasión que él “no había venido a abolir la Ley y los profetas, sino a darle plenitud». Lo que entraña un ensanchamiento de los horizontes del comportamiento humano en todos sus puntos cardinales. En su quehacer evangélico –que es la vida- todo místico se siente libre como el viento, guiado por él y por todas las fuerzas que gobiernan desde su persona el universo. Libertad que le permite estar en Roma, Jerusalén, Medina, Benarest o, incluso, en cualquier bosque sagrado de los aborígenes australianos. Dios no puede ser un club del que se pueda echar arbitrariamente a nadie. ¿Quién –insensato él- podrá anular el poder de Dios de estar en todas partes? Pero antes de zarpar para predicar la Buena Nueva de hoy, escuchad previamente las armoniosas voces del coro popular –vox populi, vox Dei- y no dejéis de recordar a los armadores de la Nave de Pedro la ineludible e imperante necesidad de: Ø rediseñar una cabina de mando más coherente con los tiempos actuales, Ø descargar lastre litúrgico, normativo y dogmático de todas las estructuras de la embarcación, Ø eliminar de la obra primitiva todo elemento orgánico adherido en el transcurso de los siglos, Ø dotar al cuadro de mando, si posible fuere, de un mecanismo de autorregulación capaz de responder con rapidez y eficacia a las demandas socio-espirituales de cada momento, Ø zarpar definitivamente libre de anclas que dificulten su normal navegación con rumbo fijo y para siempre a todas partes. Y que, una vez devuelta a su original esplendor -el de la propia vida de Jesús- no olviden el consejo de Claudio Coelho en El peregrino de Santiago: “donde más seguros están los barcos es en el puerto, pero los barcos no fueron hechos para el puerto”.
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