El Dios Todopoderoso es demasiado grande para mí.
Prefiero el Dios humilde, el Dios pequeño, el Dios al que Jesús me muestra con una cara tan nuestra. Y también con un corazón tan humano. Un Dios amigo de los pobres, de los pecadores; amigo de los enfermos y de los que doblan las espaldas bajo cargas pesadas; un Dios amigo de los que pasan hambre en su estómago y de aquellos que tienen sed de justicia, de perdón, de libertad y de paz. Un Dios que ama a todos y a todas, pero que tiene una debilidad por los que son menos. El Dios mío se conforma con ser bueno, manso y cercano. Se agacha y sopla muy suavemente sobre la brasa que está por apagarse, para despertar en ella el fuego que aún le queda. Mi Dios es débil como nosotros, pobre como nosotros y muy paciente. Y a menudo es impotente igual que nosotros. El Dios mío desaparece hasta en la sombra de nuestros huesos para injertarnos en su ser y hacernos renacer en su jardín por el lado de la luz sin ocaso. En mi opinión, ver a Dios de esa forma no le quita nada a su grandeza. Por lo contrario, me parece ya bastante grandioso el que se haya hecho de verdad uno de nosotros.
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