Anders Behring Breivik apretó el gatillo y puso las bombas. La policía y los fiscales deberán dilucidar si actuó completamente solo o con colaboración o al menos en conexión con personas o grupos que compartieran sus delirantes ideas. Los tribunales le juzgarán y establecerán su responsabilidad penal.
La masacre plantea una vieja cuestión: ¿matan las ideas? ¿pueden ser las ideologías criminales? ¿son libres todas las ideas? ¿pueden establecerse límites a las ideologías del odio? Breivik ha llevado a sus últimas consecuencias la ideología que impregna a los nuevos partidos de extrema derecha que proliferan en los países del norte (o en el norte de los países del sur, por ejemplo la Liga Norte). Su idea fuerza es que la inmigración, señaladamente la inmigración musulmana, va a imponer un cambio de la identidad europea. Europa, la tierra de la razón y la tolerancia, va a perder sus señas de identidad; va a perder su religión cristiana, su pureza racial, su racionalidad y tolerancia. El islam, una religión retrógrada, se va a imponer y los culpables son los políticos que toleran la inmigración y propugnan una sociedad multicultural. El multiculturalismo es culpable. El joven noruego puede ser un perturbado o un iluminado, depende como se mire. Su representación del mundo se ha nutrido del liberalismo, el fundamentalismo cristiano, la teoría del choque de civilizaciones y de los relatos exotéricos en torno a los templarios. Al final, un cóctel que ha cristalizado en un manifiesto que es como el reverso especular del yihadismo y Al Qaeda, con su misma visión de cruzados o caballeros cristianos que luchan contra el enemigo musulmán. Parece que una de las obras de cabecera del criminal era el breve ensayo de John Stuart Mill “On the liberty”. Ni que decir que nada entendió, porque Mill, siguiendo la estela abierta por Milton dos siglos antes, defiende no ya la tolerancia, sino la confrontación de ideas para alcanzar la verdad. Doctrina que la jurisprudencia norteamericana concretó en la teoría de libre mercado de las ideas y, consecuentemente, en una amplia interpretación de la libertad de expresión, que protege actos simbólicos, como pueden ser quemar la bandera norteamericana o el Corán. No obstante, la libertad de expresión admite límites cuando exista un “clear and present danger”. O dicho en palabras del juez Holmes: la libertad de expresión no autoriza a dar el grito de fuego en un teatro. En Europa a partir de la II Guerra Mundial se comenzó por perseguir la defensa del nazismo o fascismo y la difusión del negacionismo de los crímenes nazis. A partir de ahí, muchas legislaciones europeas consideran delito la difusión y propaganda de las llamadas “doctrinas del odio”, esto es, aquellas ideas que propugnan el odio o la discriminación. Recientemente, un tribunal holandés ha absuelto al ultraderechista Wilders de uno de estos delitos al considerar que al criticar al Islam como una doctrina totalitaria fundada en la dominación, violencia y opresión, no inducía a discriminación hacia los musulmanes. Una cosa son las ideas y otra sus consecuencias prácticas. Por ejemplo, la doctrina del choque de civilizaciones, popularizada por Samuel Huntington hace una década, puede ser discutida en el ámbito académico y en el foro de los medios. Estamos en ámbitos racionales. Más allá, todos los líderes racistas o xenófobos, puede que sin ni siquiera leer la obra, la harán suya y la citarán como argumento de autoridad. Hasta ahí, habrá que confrontar esas ideologías con otras ideologías. Pero cuando se da un paso más y se proponen medidas discriminatorias atentatorias contra los derechos humanos se sobrepasa la libertad de expresión. Ni siquiera mediante la democracia directa, mediante eferéndum, se pueden limitar derechos fundamentales, como se ha hecho en Suiza prohibiendo la construcción de mezquitas. No, las ideas no delinquen. Pero ciertas ideas alimentan a los criminales. Hitler se nutrió del antisemitismo en gran parte de raíz cristiana y de distintas supercherías como los Protocolos de los Sabios de Sión. Entonces, un ser diabólico enajenó a un país culto y avanzado, pero que estaba empapado por una cultura autoritaria. Hoy, los líderes ultraderechistas son postmodernos. Llevan el pelo oxigenado, son abiertamente homosexuales y apoyan a Israel. No quieren derribar el estado de derecho, se conforman con dejarlo vacío de contenido. En este humus crecen los Anders Behring Breivik.
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