En el desarrollo del capítulo 6 del cuarto evangelio se aprecia un punto de inflexión notable: de hablar de Jesús como “pan” (mensaje) que alimenta, se pasa a hablar de “carne” y, por tanto, de sacramento. La invitación no es ya a “creer” en él, sino a “comerlo”, para acceder a la vida.
Sin duda, tal cambio es obra de un redactor posterior, preocupado por dar un tono más sacramentalista a las propias comunidades joánicas. Para ello, encontró apropiado transformar el mensaje original centrado en la palabra de Jesús como fuente de vida, en este otro que lo presenta como “comida”, a través del signo (sacramental) del pan. La insistencia del glosador en la simbología del “pan-carne” se encuentra en la base de gran parte de la teología posterior, así como de la propia piedad eucarística cuando, descuidando su simbolismo, se vivió con frecuencia de una forma burdamente materialista. Desde la perspectiva no-dual, la eucaristía adquiere una hondura y una belleza que pasan desapercibidas cuando se vive como un mero rito que se atiene a la literalidad de las palabras. En este caso, la manera de presentarlo, en predicaciones y catecismos, bordeaba la imagen del canibalismo. Superado el literalismo, todo recupera coherencia y profundidad: el pan, alimento cotidiano en nuestra cultura, representa toda la realidad. Cuando Jesús dice: “Esto soy yo”, está expresando la verdad de la no-separación, equiparable a aquella otra afirmación: “El Padre y yo somos uno”. Todo se encuentra en todo: ese el significado profundo de la eucaristía. Para los cristianos, la referencia es Jesús; él es la “puerta de entrada” para acceder a la verdad que todos compartimos. Pero, trascendidas tanto la literalidad como la dualidad, carece de sentido absolutizar esa referencia. Eso fue lo que ocurrió cuando se tomaron literalmente aquellas palabras de un glosador tardío, se atribuyeron directamente a Jesús y se entendieron en su más grosera materialidad. Desde esta nueva perspectiva, es claro que el acento no se pone en la “carne”, sino en la unidad: “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él”. Al reconocimiento de esta “inhabitación” (unidad) es a lo que apunta todo el mensaje: Jesús y nosotros somos no-dos.
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