– No puedo estar de acuerdo contigo, Pedro, te estás atribuyendo unos méritos que no son tuyos. Cuando Jesús nos envió a predicar, el que recorrió más aldeas y se acercó a más gente fui yo.
– ¡Pero quien se atrevió a tomar la palabra en la sinagoga de Cafarnaúm fui yo! – Claro, pero mientras vosotros hablabais, yo me estuve dedicando a imponer las manos a los enfermos del pueblo que eran los más parecidos al hombre tirado en la cuneta al que el samaritano socorrió. Y ya escuchasteis a Jesús: eso es precisamente lo que tenemos que hacer… La discusión se iba haciendo cada vez más acalorada y cada uno mostraba sus acciones, méritos y empresas, como si fueran las hazañas militares de un puñado de héroes. Me extrañó que Jesús permaneciera callado, acostumbrados como estábamos a oírle intervenir en nuestras disputas acerca del primer puesto en lo que fuera. Por eso deduje internamente que aprobaba nuestros esfuerzos, quehaceres y trabajos por anunciar el Reino. Al fin y al cabo, su manera de concluir la historia del samaritano había sido ésta: «Vete y haz tú lo mismo». Habíamos llegado a Betania y entramos en casa de Lázaro y sus hermanas. Nuestra llegada fue acogida con alborozo mezclado con algunos indicios de nerviosismo porque, como no nos esperaban tan pronto, Lázaro no había regresado aún del campo y las cosas no estaban preparadas. Marta, una mujer decidida y práctica, tomó las riendas de la situación y, después de un saludo apresurado, se puso a dar órdenes a los criados y a ir y venir de la cocina a la sala donde iba a celebrarse la cena, dando muestras de impaciencia y agitación. Entretanto María, la tercera de la familia, siempre más propensa a escuchar que a hablar y a acoger más que a intervenir, era la única que no parecía contagiada de la ansiedad generalizada y se había sentado tranquilamente junto a Jesús, preguntándole, escuchándole. La verdad es que su actitud me pareció inadecuada e inoportuna: sentarse a los pies de alguien es la postura que adoptan los discípulos con su maestro y en nuestra tradición, un rabbi nunca aceptaría como discípula a una mujer. Es cierto que Jesús suele hacer caso omiso de esas costumbres (y bastantes problemas tenemos ya con su conducta), pero para todos era evidente que Marta era la que se estaba comportando correctamente al ocuparse del servicio, y que la actitud de María suponía un atrevimiento difícilmente tolerable. Por eso no nos extrañó la intervención irritada de Marta en una de sus idas y venidas y encontramos justificado su reproche al Maestro y a María. Pero cuando ya estábamos esperando que él recomendara a María ponerse a ayudar a su hermana, el siempre sorprendente Jesús desvió el reproche hacia Marta, le echó en cara con cierto humor sus prisas y agobios y tomó partido descarado por su hermana. Dijo algo en torno a lo que importa de verdad y lo que es accesorio, y sentenció con aplomo que la que tenía razón era María y que era ella la que había acertado con lo que él venía buscando a casa de sus amigos: no un gran banquete, sino encontrar a alguien a quien poder contarle sus preocupaciones y sus deseos Luego, en la sobremesa, salió a relucir nuestra discusión de antes en torno a quién había trabajado más por el Reino: «No es eso lo que importa», se puso a decirnos, «de lo que se trata es de vivir lo que el Padre quiere en cada momento y eso sólo se consigue escuchándole. Y si vivís agobiados y ansiosos, es porque vuestras acciones no nacen del deseo de hacer su voluntad, sino de vuestra propia necesidad de acumular méritos, o de creer que tenéis que ganaros su aprecio a fuerza de hacer cosas por El. Y ¿cuántas veces os he dicho que no necesitáis conquistar nada, sino que el amor del Padre es como un tesoro que se encuentra inesperadamente, sin depender del comportamiento del que lo encontró? O como la lluvia y el sol, que no se fijan en si la tierra que los recibe es buena o mala, sino que caen sobre ella gratuitamente, y es eso lo que la hace buena y fecunda… Marta, la próxima vez que vuelva, bastará con que prepares pan, dátiles y aceitunas, y te sentarás junto a mí como María, porque la mejor parte está a disposición de todos. Y juntos hablaremos del Padre y de cómo realizar juntos lo que El desea...» Nunca olvidaré aquella sobremesa en la que las palabras de Jesús sanaban nuestra secreta ambición de llenar nuestra vida de “obras” y nos convertía a todos, hombres y mujeres, en oyentes de su Palabra y poseedores de esa “mejor parte” que es la suerte de quienes la escuchan.
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