Fue a él de noche.
Nicodemo no quería ser visto. No le convenía. Su buena fama como maestro fariseo podía venirse abajo si la gente se enteraba de que iba al encuentro de Jesús, el agitador que había revolucionado Jerusalén con su presencia. En realidad, la noche no sólo era el escenario que le envolvía. Nicodemo necesitaba luz ante la oscuridad que le habitaba. Sus dudas sobre quién era Jesús iban creciendo en la medida que éste realizaba signos en medio del pueblo. Con sus palabras y acciones, Jesús había puesto en cuestión las verdades más hondas de Nicodemo, aquellas certezas que le habían configurado, aquellos pilares sobre los que había asentado, hasta entonces, su vida y su enseñanza de la Ley. Quizás, si no hubiera sido de noche, Nicodemo no se habría puesto en camino. Nos asustan las dudas, los interrogantes, las dificultades que hallamos para entender lo que sucede a nuestro alrededor y, a veces, en nuestro propio interior. Pero ¡bendita noche que nos inquieta y saca de nuestra anestésica comodidad! Bendita noche que nos lleva a preguntarnos los porqués y los cómos y pone en cuestión nuestra vida. Por eso el maestro busca al Maestro. El hombre al Hombre. Y éste le habla de nacer de nuevo, de nacer del Espíritu. “¿Cómo puede ser esto?”, pregunta Nicodemo. Y Jesús, basándose en las Escrituras, en aquello en lo que Nicodemo era especialista, le resitúa en su camino de fe. Desde el relato, narrado en Números, en el que Moisés eleva una serpiente de bronce sobre un madero para que los israelitas se sanen al mirarla, Jesús le recuerda al maestro fariseo la verdad más absoluta: que Dios nos ama hasta extremos inconcebibles, que desea que todos tengamos vida eterna, es decir, vida definitiva, plena, feliz... Dios nos ama de tal manera que llega hasta el límite, hasta la encarnación, hasta entregársenos en su Hijo Unigénito. Jesús, conocedor de nuestra humanidad, confirma a Nicodemo la existencia de la noche, la suya y la del mundo. Le habla de oscuridades, de la ceguera que nos lleva, a veces, a amar más la tiniebla que la luz, del mal que provoca infelicidad. Pero reaviva su memoria para que Nicodemo no se quede ahí: “Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él”. Jesús le ofrece palabras de vida que le recuerdan la posibilidad de elegir el bien, de obrar la verdad, de ir hacia la luz. Y así, en medio de la noche, Nicodemo recupera la luz. Porque Jesús es la luz. El Amor es la luz. Fue a él de noche. Y en él encontró la luz. Una luz tan intensa que le sacó de su oscuridad haciendo posible, incluso, que al final de la vida de Jesús, fuera Nicodemo quien abrazara su cadáver para envolverlo en lienzos y perfumes. El maestro dando testimonio público de su amor al Maestro. El hombre haciéndonos fijar nuestra mirada en el Hombre, alzado en la Cruz, para que en él hallemos la Luz.
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