Si la vida se amasa, y queremos ser pan... ¿De qué estamos hechos?
La harina es lo que da consistencia y firmeza al pan. Le brinda una estructura. Mi harina es aquello que me arma, eso en lo que me sostengo. Es esa voz, en lo más íntimo de mí misma, que me confirma: "SOY". Es todo aquello en lo que puedo pararme sabiendo que no tiembla, tierra firme donde ponerme de pie y alzarme. Es mi palabra, la que me pronuncia. Está hecha de mis valores, mis creencias, mis certezas. Lo que creo sobre Dios, sobre el mundo, sobre mi patria. Las banderas que enarbolo y que seguiré defendiendo pase lo que pase. Aquello que me resulta seguro, confiable, sólido. Aquello que permanece, atravesando el paso del tiempo y el embate de las múltiples tormentas de mi vida. Es también lo que creo sobre mí misma, mis firmezas. Eso de mí que el espejo no cambia. La imagen que tengo de mí, a través de mis circunstancias: en qué me veo confiable, en qué maduré, incluso cuáles son las piedras con las que siempre tropiezo y que hacen ya a mi identidad, de tanto repetirse. Eso de donde me aferro cuando siento que todo se cae a mi alrededor. Son también mis vínculos seguros. Las manos que sé que siempre van a estar ahí para mí, aún cuando el abismo aceche. Esos lazos que nada puede desatar, ni siquiera la muerte. Es mi historia, también, los ladrillos con los que me construí. Todo esto me ubica en un "desde dónde". Es un punto de partida, puerto seguro a donde volver, donde reparo fuerzas. "A la vuelta de tanto naufragio, en el puerto estás tú"... El exceso de "harina" me vuelve una roca, dura, rígida, inmodificable. Un fanático al que nada ni nadie mueve de sus principios, impermeable al encuentro. Destructivo también, para todo el que se atreva a querer comerlo... El agua da blandura y elasticidad; es también, lo que une los distintos ingredientes, convirtiendo una mezcla seca en auténtica masa. Mi agua es lo que me ablanda, lo que atenúa la firmeza y me hace elástica, capaz de transformarme ante el amasado. Es lo que me torna sensible a la presión o a la tibieza del otro. El agua será siempre, para que el pan se haga, agua tibia. Será la calidez y los afectos. El agua siempre viene desde afuera, desde el otro. Por eso, el reino del agua será el de los vínculos, el de la intimidad. El principal componente de esta agua será el saberme amada. El de ese encuentro fundamental, donde escuché un "TE AMO", a veces dicho en palabras, otras en gestos o miradas leves, pero con esa profundidad que me da vida. El afecto me revitaliza, me devuelve ternura, me hace tierna como el pan recién horneado. El agua es también, lo que integra mis ingredientes. Lo que me da unidad, me re-úne, me hace una conmigo misma a partir del amor del otro. Y así, me da un sentido, un "para qué". El pan es pan para ser comido, y para eso tiene que ser tierno, tiene que estar dispuesto a las manos que lo parten, al diente que se hinca. Ser uno para ser partido, otro gran misterio de nuestra humanidad divinizada... Un exceso de "agua" me hace chirle, inconsistente. Con poco de donde aferrarme, torpe para sostener a otro. Imprevisible, caprichosa, tomando distinta forma según las circunstancias. Incapaz de afrontar el horneado. La sal, el condimento, es lo que hace gustoso al pan, lo que le da su característica, lo que lo hace especialmente recordable. Mi sal es mi sabor propio, lo original y único que hay en mí. Es lo que me hace más yo, mi aporte más personal. Aquello que, si no pongo yo, nadie podrá poner. Lo que la masa total espera de mí. Mi sal me confirma: "SOY ÚNICA". Y desde esta convicción, me permite gustar, saborear al otro y ser saboreada. Me permite encontrar un lugar en el mundo, en la vida del otro, absolutamente irreemplazable. No hay ninguna otra persona que tenga mi sabor. Mi sal es lo que responde al "cómo". Es como una huella digital, que permite que, incluso en mi ausencia, cuando no estoy o ya no esté, mi sello personal quede grabado en todo lo que toqué. Es lo que me brinda ese perfume inconfundible, que embebe todo lo que se me acerca. Me da la intensidad, que se expresa en un modo de mirar, en un tono de voz, en las palabras que uso... Un exceso de "sal" me vuelve intolerable, incomible. Mi sabor deja de ser agradable, y se vuelve intrusivo, lastima. Se impone, avanza sobre la libertad del otro, lo somete. Provoca rechazo, alejamiento. La levadura es lo que hace aumentar de tamaño al pan, lo que permite, con poco, obtener mucho. Mi levadura, es aquello que me hace crecer. Lo que me impulsa a salirme de mí, a superar mis límites, a rebosar los moldes. Me empuja a ser más, a agrandarme, a trascenderme. Está hecha de mis sueños y mis esperanzas. Es lo que veo a lo lejos, como un horizonte. Me confirma: "ESTOY LLAMADA A MÁS", a ir más allá. A alcanzar lo que quiero. Me dice que soy un germen, que siempre habrá más por crecer, por desplegar, por hacer más pleno. Está hecha también de mis preguntas, mis inquietudes, mis dudas, que me hacen seguir buscando. Se alimenta de acompañar e impulsar también el crecimiento de otros, que a su vez me confrontan con mi propio "todavía no", que me atrae y me reclama. Es el tirón que viene de adelante, que me marca un "hacia dónde", un rumbo. Es el Espíritu que vive en mí, invitándome a seguir, a construir, al Reino. Mi levadura es la fuerza creadora que me habita, y que se mete en todos los recovecos, para potenciar todo lo que soy y lo que tengo, para que cada una de mis células se haga plena. Es también, lo que estoy invitada a poner en la masa, para que todo se colme de creación. Un exceso de "levadura" también volvería mi masa inconsistente, puro sueño desencarnado que no tiene en cuenta la sustancia total, y pretende de ella lo que no podría dar jamás. Ese estilo de levadura no permite crecer, "se va en vicio", es "pura espuma" que no aporta nada. Y al fin, el horno. No es exactamente un ingrediente; en cierto sentido nos "viene de afuera". Pero es igualmente imprescindible para dejar de ser masa, proyecto, y concretarme en mi esencia, en mi identidad de pan. No hay verdadero pan sin horno, así como no hay hombre o mujer sin pasión. Pasión en el doble sentido de la palabra, como dicen los pasionistas: el dolor que nos permite la Pascua, pero también aquello que nos hace vibrar, que nos conmueve, que nos enciende hasta brillar. Las experiencias de horneado, ésas de "estar en el horno", pasión-muerte-resurrección, son las que nos hacen madurar, adquirir textura. Llevan a su plenitud nuestros ingredientes, confirman la firmeza de la harina, la ternura del agua, el sabor peculiar, el crecimiento justo de la levadura. Y sólo a través del horno, el pan responde a su llamado a ser comida; la masa cruda se reseca, se pone mustia, le salen hongos. Sólo atreviéndonos a pasar por el fuego, a atravesar lo arduo, a caer, podemos forjarnos, volver a ponernos de pie, ser del todo nosotros mismos.
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