“Este hombre no ha venido a que le sirvan sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos” (Mc 10,45).
Así había definido Marcos en la comunidad el sentido de la vida de Jesús, pero sus palabras provocaron en mí rebeldía y resistencia. Pertenezco a una familia de patricios de Roma y siempre me he sentido orgullosa de pertenecer a la condición de los libres y de conocer de cerca la bajeza de origen de los esclavos. Sentía hacia ellos un desprecio invencible. Empecé a frecuentar la reunión de los cristianos porque los cultos mistéricos que se practicaban en el Imperio habían terminado por resultarme insufribles a fuerza de ridículos. Se me había hecho imposible rendir homenaje o respetar a unos dioses tan llenos de pasiones y miserias como los humanos y sus mitos y leyendas terminaron por parecerme infantiles. Conocía a Ester, una judía convertida al cristianismo que me invitó a participar en una de sus reuniones y, desde el principio, me quedé tan deslumbrada ante una doctrina tan absolutamente nueva y atrayente que pensé haber encontrado la respuesta a las preguntas que venía haciéndome desde tanto tiempo atrás. Nos reuníamos en casa de Ester y Marcos que al parecer conocía bien las tradiciones en torno a Jesús y nos hablaba de él con tanta pasión, que pronto pedí ser admitida en el grupo de los que se preparaban para el bautismo. Tengo que reconocer que me costó vencer mi repugnancia a la hora de integrarme en un grupo en el que había todo tipo de personas: no me importaba mezclarme con griegos o judíos, siempre que fueran gente noble y culta, pero sentirme al mismo nivel de esclavos y gente de baja extracción, me resultaba duro y humillante. Fue creciendo en mí el convencimiento de que Jesús venía de parte de Dios y me entusiasmaba escuchar el comienzo de lo que Marcos llamaba su “evangelio” y que decía así: “Buena noticia de Jesucristo, Hijo de Dios”. Me llenaba de alegría poder invocarle como un ser celestial, anterior a todo, mediador entre Dios y sus criaturas. Por fin había encontrado una religión noble, propia de hombres y mujeres libres y dignos, y por eso me sentí tan defraudada al ir oyendo hechos y dichos de Jesús que no podía comprender y que me iban alejando de las ideas sobre él que me había formado al principio. Yo podía aceptar que Dios se comunicara con los humanos y la idea de un “Hijo de Dios” no me repugnaba como les ocurría a los judíos, pero el que esa filiación no fuera manifestación de fuerza y de gloria, sino a la manera de un siervo, me producía escándalo y rechazo. El abajamiento de la divinidad me resultaba inaceptable y, ahora que se me habían caído mis antiguos dioses, no podía tolerar otro descenso semejante. Me reafirmé en mi idea mientras cenaba un día en mi casa y mis esclavos me servían: me puse a contemplar atentamente a una joven esclava nubia que me había traído mi esposo en uno de sus últimos viajes antes de morir. La veía moverse con agilidad y sigilo, con la misma naturalidad con que se mueve un pez en el agua, quizá porque era ya descendiente de esclavos y estaba habituada a servir desde niña. Yo intentaba imaginarla situada en mi lugar, reclinada en mi triclinio, mientras yo me acercaba para servirla, pero el solo pensarlo me resultaba ridículo e inapropiado y me reafirmaba en mi convicción de que entre esclavos y libres había una distancia infranqueable y era inútil intentar superarla. Seguí volviendo a la comunidad, pero crecía en mí la resistencia ante la insistencia de Marcos en recordarnos que Jesús había muerto crucificado, sin darse cuenta de que un crucificado no era para mí, lo mismo que para cualquier persona culta de mi tiempo, más que expresión de necedad, vergüenza y escándalo. Pero era a él a quien constantemente se refería Marcos, rechazando los intentos de los que como yo, pretendíamos pasar por alto un final tan humillante. ¿Cómo puede ser Jesús, a la vez, Hijo de Dios y siervo?, le preguntábamos. ¿Por qué en vez recalcar tanto su existencia sufriente y anonadada, no nos hablas más de su poder, su exaltación y su señorío sobre toda la creación? ¿Por qué tanto empeño en hacernos ver la participación de Jesús en la debilidad humana y eso, no como algo que le sobrevino por necesidad, sino como elegido libre y conscientemente, como talante y orientación de su vida entera? Todo aquello me iba separando progresivamente de mi primer entusiasmo hasta tomar la decisión de dejar de participar en las reuniones; pero volví finalmente a una para despedirme y dar mis razones de por qué había determinado abandonar la comunidad. Lo hice con la mayor sinceridad y respeto que pude para no herir a nadie y, después de un silencio, Marcos dijo que iba a contarnos otra historia más de las referentes a Jesús: "Un día en Cafarnaúm, al salir de la sinagoga se fueron derechos a casa de Simón y Andrés llevando a Santiago y a Juan. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron en seguida. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y les estuvo sirviendo" (Mc 1,29-31). Cuando terminó se hizo un largo silencio y, de pronto, me di cuenta de que aquella narración me estaba dirigida: aquella mujer enferma era yo, aquejada por una maléfica fiebre de soberbia, distanciada de la vida que circulaba por la comunidad, imposibilitada para acoger aquella fraternidad sanante capaz de romper las barreras de discriminación entre sus miembros. Y sin embargo, Jesús no se había alejado de la mujer enferma, sino que se había acercado a ella, la había tomado de la mano, levantándola, y ella se había incorporado de nuevo al ámbito del servicio (diakonía le llaman en el grupo), y había entrado de nuevo, rehecha y libre, en la esfera de los seguidores del Maestro. Pedí un tiempo de reflexión durante el que oré y supliqué luz y fuerza para acoger el camino de servicio y humildad del Señor Jesús que es también el Servidor de todos. Y ahora que me he bautizado en la noche pascual, puedo decir que también yo, lo mismo que aquella mujer de Cafarnaúm, he vivido la experiencia de ser liberada de mi fiebre: Jesús me ha tomado de la mano y me ha levantado con el poder de su Resurrección. Y ahora estoy aprendiendo, con la luz de su Espíritu, que la mayor dignidad a la que podemos ser llamados consiste en hacernos servidores unos de otros.
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