No es mi intención hacer una exposición sobre el papel que la religión cristiana representa en el individuo y en la sociedad y el papel -revolucionario o contrarrevolucionario- que ha venido desempeñando en la historia de nuestra cultura y civilización occidental. No, es mucho más modesto.
Damos por supuesto que hay religiones y religiones, unas más sumisas y aliadas con nel poder; y otra más independientes y proféticas. El cristianismo tiene de lo uno y de lo otro. Pero, mirado en su origen y contenido primordial, es netamente revolucionario. Ciertamente, la religión católica en nuestra España, y en otros países de Europa y del Tercer Mundo, ha experimentado un cambio de 90 grados, con incidencia de mayor o menor grado en unas u otras partes. Me basta con apuntar a un espacio de tiempo reducido, de unos 50-60 años, desde el concilio Vaticano II (1962-65) hasta nuestros días. Sería inmenso, e improcendente, que yo entrara ahora a detallar lo que ese cambio supuso para los diversos campos de la vida privada y pública: en relación con la persona, el interior mismo de la Iglesia católica, la sociedad y la política, la autonomía de la ciencias humanas, etc. Estamos en el llamado Triduo Sacro, hoy Viernes Santo, días muy señalados en tierras de la cristiandad. Y resulta apropiado fijarnos en él para destacar el contraste de una visión tradicional idealista y otra real e intrahistórica posconciliar. Y con ello ayudar a entender y situarse ante una misma realidad valorada de muy distinta manera. Lo cual es bueno para despejar prejuicios y dogmatismos innecesarios. Los Viernes Santos alzamos la vista en muchas ciudades de España para contemplar en las procesiones las imágenes de nuestros Cristos Crucificados . Lo venimos haciendo desde siglos, con gran regularidad, expectación y respeto . Incluso lo no muy adictos a la religión católica, habrán escuchado alguna vez estas palabras de Jesús: “Cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños conmigo lo hicisteis”. Jesús se considera presente ahora en cuantos pasan por una vida dura, marginada, despreciada, llámense parados sin prestaciones, desahuciados, obreros sin trabajo, mujeres maltratadas, miles de niños muriendo de hambre, gentes expulsadas de sus tierras, ciudadanos engañados por la bancos y los gobernantes, enfermos desatendidos, encarcelados, niños esclavizados, etc. O sea, que esta gente son para Jesús lo más sagrado, tan sagrado que son una imagen de su vida, hacen sus veces, son sus vicarios, nunca él dijo que los Papas eran su vicarios, sino los pobres. Los pobres son los vicarios de Cristo. Entonces, la pregunta es ésta: ¿Qué pasaría si, junto al Cristo Crucificado, desfilasen por nuestras calles personas o imágenes vivas de estos otros crucificados? ¿Qué pasaría si, junto a él, desfilasen los miles y miles de hermanos matados en estas últimas décadas en Centroamérica, en Africa, en Irak, Livia, Siria, en esas muertes masivas de las hambrunas… Alarguemos la vista y veremos pueblos masacrados, movimientos reprimidos, líderes desaparecidos, gente de pueblo perseguida, torturada, eliminada. Verán las argollas que los poderes del FMI, del BM y de la OMC siguen poniendo para que esos pueblos no levanten cabeza y puedan disponer impunemente de sus materias primas. Estos pueblos, en un mundo donde la riqueza nunca ha sido tanta, ven cómo los poderosos les roban, les ponen condiciones comerciales inicuas, acumulan cada vez más riqueza, sin importarles el hecho de que la distancia de ingresos entre unos y otros crece sin cesar, de modo que si en el año 1820, la diferencia era de 1 a 3, hoy es de 1 a 70. La mitad de África, unos 400 millones, vive con menos de 1 dólar diario y está desnutrida. EE.UU. tiene una deuda externa de más 6 billones de dólares, doble que la de todos los países pobres, pero a él nadie le exige que la devuelva, en tanto que a los pobres se les obliga con un cuchillo en la garganta. Con razón, el Cristo y estos pueblos crucificados son la explicación el uno de los otros. Son el Siervo de Yahvé, del que nos habla la Biblia, “sin figura, sin belleza, sin rostro atrayente”. Son pobres y, además, aplastados y torturados. Y así son como el Siervo “que no parecía hombre ni tenía aspecto humano y producía espanto”. Y mientras sufren en paciencia y resignación, se los alaba; pero si se deciden invocar al Dios que los defiende y libera, entonces son subversivos, terroristas, comunistas. Y no tienen quien los defienda, “son llevados a la muerte, sin justicia”. Con razón escribía el obispo Pedro Casaldáliga: “Es hora de martirio en nuestra América Latina”. ¡Cuántos campesinos, sindicalistas, maestros, catequistas, religiosas y religiosos, líderes populares, obispos engrosan esa procesión de crucificados! Ellos son también el siervo sufriente de Yahvé. “Les han dejado,escribía Ellacuría, como a un Cristo”. Y Monseñor Romero alentaba a los campesinos: “Ustedes son la imagen del divino traspasado”. Estos pueblos crucificados son víctimas, no caídas del cielo, sino producidas por los sucesivos imperios, por el sistema económico dominante y por las multinacionales. Son estos verdugos los que imponen la injusticia, los que la mantienen violentamente si hace falta y hasta con terror. Al Jesús histórico, sabemos lo que le pasó. Si Jesús no hubiera vivido como vivió, si no hubiera defendido los valores que defendió, si no hubiera sido coherente, si se hubiera dejado comprar por la fama, el dinero o el poder no hubiera tenido que afrontar la pasión ni la crucifixión, seguramente hubiera llegado a viejo, hubiera muerto pacíficamente en la cama y no violentamente colgado de una cruz. La causa de Jesús fue, pues, simple : crear con todos una familia nueva, sin exclusión ni discriminación de nadie, en igualdad, viviendo y tratándonos como hermanos y, en todo caso, sabiendo que la grandeza de sus seguidores está en el servir y en ser los últimos en el beneficio. El nos enseñó una nueva imagen de Dios, una nueva manera de relacionarnos con EL, de entender que el culto sin justicia y amor es falso, que la religión nunca puede servir para manipular, engañar, oprimir, discriminar. Jesús nos dice que Dios llega hasta el interior, a lo más íntimo, no le engañan las apariencias. El lo resume todo en el amor: amar a Dios y al prójimo como a uno mismo. La utopía máxima de Jesús es ser buenos como Dios, amar como Dios, dar la vida por las personas que amamos. Se entiende entonces que a los que quieran seguir al Nazareno, no va a faltarles la cruz. Pero no la cruz material elegida por uno mismo para macerarse y agradar a Dios, sino la cruz que los otros le van a poner encima por querer vivir como Jesús. El que quiera vivir como el hijo del hombre, que se prepare: lo impugnarán, no lo comprenderán, lo calumniaran, lo perseguirán y hasta puede que lo maten y “crean que hacen un obsequio a Dios”. Por ahí, le llegará la cruz. Esa cruz abarca y se hace visible hoy en la procesión inmensa de los crucificados que desfilan por las calles de nuestras mentes y corazones, condenados a muerte a sabiendas de ser inocentes, como Jesús. Y habrá entre los expectadores seguramente, quienes se inclinen reverentemente, pero que han hecho de verdugos, y piensen que esa es una muerte si no merecida, irremediable ya que, en última instancia, ha sido querida por Dios. Un Dios, se nos ha repetido, enojado por los pecados de los hombres, que exigía reparación, la cual nadie sino una víctima de valor infinito podía satisfacer, y esa víctima era su propio hijo, su sangre, él único que podía desagraviarle y pagar el precio correspondiente. Una muerte sacrificial, querida por Dios, por la que quedaríamos redimidos de nuestros pecados. ¡Horrible, indecente, absolutamente intolerable! Esta imagen es la de un ídolo deificado, cruel, vengativo, sádico que necesitaba de esta muerte como espiación, rescate y salvación! No, Jesús no fue a la muerte por voluntad de Dios, su Padre, para recabar ante él el perdón, el rescate y la salvación nuestra. Esa imagen de Dios, -la alimentada por una teología del sacrificio- es horrísona, indigna, reprobable. Dios no está sediento de sangre ni necesita de sacrificios, ofrendas ni devociones de nadie. Y suena a sacrilegio atribuirle la muerte de su propio hijo. La flecha histórica y sapiencial apuntan a los verdaderos asesinos del Justo y del Profeta por excelencia: el sanedrín y el imperio romano. Ambos, ante un hombre libre y cabal, de enseñanza original, pactaron quitarle la vida, pues de seguir con su proyecto ellos quedaban deslegitimados y anulados. ¿Cómo se pudo imputar a Dios la muerte de su propio hijo? ¿ Y cómo se puede seguir actuando como si este sacrificio se siguiera reproduciendo cuantas veces se celebra la Misa? Jesús anunció “haber sido enviado para anunciar la Buena Noticia a los pobres, para proclamar la liberación a los cautivos, y para poner en libertad a los oprimidos”. Y eso, ante los poderes dominantes de su sociedad, tenía un precio: la muerte. Y es el precio de todos los crucificados de la historia, cobrado por los que sirven al dios del dinero, adoradores ciegos de su egoísmo, avaricia y soberbia. Pero Dios les demostró que la última palabra la tiene El y no ellos, que Jesús de Nazaret, dado por ellos como fracasado y exterminado, resucitó, apareció y siguió vivo e hizo patente la nihilidad de sus enemigos. Acabaron, cayeron en el olvido, nadie los honra y El sigue perenne en la fe y en la vida de millones y millones de toda la tierra. Al Jesús histórico, se le reconoció no sólo por su libertad y coherencia sino por su proyecto, en el cual declaraba cosas como estas: . Hay que amar, incluso al enemigo. . Hay que perdonar y ser misericordioso. . Hay que ser limpios de corazón. . Hay que ser sinceros, ecuánimes, veraces. . No se debe tolerar la exclusión, discriminación o humillación de nadie. . Hay que aborrecer la hipocresía, el orgullo y la dureza de corazón. . No hay que apetecer el poder de mandar sino el servicio. . Hay que trocar la avaricia por la generosidad y el compartir. . Hay que detestar el dinero conseguido a base de oprimir y explotar a los demás. . No se pueden establecer líneas divisorias entre el amor a los hombres y el amor a Dios pues ambos son una misma cosa. . No se puede oponer el bien de Dios al bien de los hombres, pues para Dios la gran pasión es la felicidad . No se puede contraponer el acá al allá, la muerte a la resurrección, pues si Dios es el principio de todo lo creado, es también su fín. Entendámoslo bien: una cosa es el sistema de vida de los escribas y fariseos (de entonces y de ahora), del sistema religioso oficial del Templo (de entonces y de ahora) y otra el estilo de vida de Jesús. Volvamos de nuevo la vista a los templos cristianos con sus ritos, inciensos, cantos, plegarias y procesiones, ¿a quién están recordando? ¿Qué están celebrando? ¿La muerte de Jesús? ¿Su muerte física? ¿Nada más? ¿ Y eso una y otra vez, un año y otro año, un siglo y otro siglo? ¿No será que hemos convertido en momia sagrada la liturgia católica? La pasión y muerte de Jesús son referencia paradigmática. Pero su muerte no ha acabado, sigue reviviéndose en el Cuerpo de la Iglesia y de la Humanidad. Y sigue produciéndose en el altar del poder económico y del poder religioso. Hoy son otros los Faraones, los Pilatos y los Sumos Sacerdotes… ¿Dónde están los profetas y liberadores que, como él, tratan de rescatar el significado de su Pascua, hoy pascua cristiana? ¿Cuántas son las desviaciones y corrupciones que hay que destapar y corregir? ¿Quiénes son los tiranos y verdugos? ¿Quiénes los que sufren pasión y quiénes los crucificados? ¿Cuánto de esto está presente y se celebra en las liturgias de nuestros templos.
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