Se trata de la séptima y última señal de Jesús, en el cuarto evangelio. Tal como la narración ha llegado a nosotros, aparece profundamente elaborada, a la vez que cargada de simbolismo y de mensaje teológico.
John Meier, de acuerdo con los exegetas más rigurosos, afirma que estamos ante un relato que habría sufrido muchas modificaciones en la tradición, a lo largo de las décadas transcurridas antes de que llegara al evangelista. Es probable que Juan haya reelaborado, y con mucha amplitud, un texto muy breve en su origen, que hablaría de la curación de alguien que se hallaba al borde de la muerte. Aparte del análisis del propio texto, en el que se aprecia la intervención de diversas manos, hay más datos que confirmarían la profunda reelaboración catequética o teológica que realizó el autor último del evangelio. La intencionalidad de este autor –el mensaje que busca transmitir-, si tenemos en cuenta el desarrollo del evangelio en su conjunto, parece evidente: Jesús es la resurrección y la vida del pueblo, representado en la figura de Lázaro (o Eleazar, de ´El ´Azar: “Dios ayuda”). Todo el relato gira en torno a esta frase, absolutamente central: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. Parece que la comunidad joánica se reconocía en esa confesión de fe. Por eso se subraya especialmente frente a lo que era la creencia judía, que el autor había puesto en boca de Marta: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”. La larga historia del texto, a la que hacía alusión más arriba, junto con la profunda reelaboración última a manos del evangelista, nos aporta diferentes detalles:
Esa parece que era la convicción de algún grupo cristiano, como expresa este texto de un evangelio apócrifo: “Quien dice: «primero se muere y después se resucita, se engaña». Si no se resucita mientras se está aún en vida, tras morir, no se resucita ya” (Evangelio de Felipe, 90). Esa afirmación resulta admirablemente coherente con lo que podemos apreciar desde un nivel de conciencia transpersonal. En niveles anteriores, el ego entendía la resurrección como la perpetuación y pervivencia “eterna” de su propia forma. Cuando descubrimos que ese yo no es realmente nuestra identidad, todo se ve modificado. Hasta el punto de que, con cierta ironía, pero con toda verdad, podría decirse que la resurrección consiste, no en la perpetuación del yo, sino justamente en la liberación de él. La muerte provoca miedo únicamente al yo, y a quien se ha identificado con él. En la medida en que, deshecha tal identificación, vamos experimentando nuestra identidad más profunda, vemos la muerte –como Jesús- como un “paso” o un “despertar”. Desaparece la forma, pero no muere lo que realmente somos. Del mismo modo que, cada mañana, cuando salimos del sueño, muere el sujeto onírico y aparece la “nueva identidad” del yo vigílico, así ocurre en la muerte: muere el yo mental y “despierta” lo que realmente somos. Lo que ocurre es que solemos vivir tan identificados con el yo que estamos habitualmente “dormidos”. Tiene razón el conocido dicho sufí: “Ahora estamos dormidos; cuando morimos, despertamos”. El yo psicológico es sólo la “sombra” de lo que realmente somos. ¿Acaso sufres porque pisen tu sombra? Lo mismo pasa con el yo; vivimos tan identificados con él, que nos afligimos por su suerte: si lo “pisan”, si se deteriora y, sobre todo, si se muere… Quizás sea eso lo que quieren expresar estos poemas de Eugenia Domínguez: DOS FUEGOS Dos fuegos hay en mí: uno se apaga por cualquier golpe de viento; el otro, invisible, no dejará de arder cuando yo me haya ido. Hay dos fuegos en mí; uno es eterno y observa compasivo cómo el otro se consume tan lejos de la vida, creyendo que es la vida quien lo inflama. Dos fuegos hay en mí; uno artificio, el otro llama que arde inextinguible, con deseo de arder más y más alto, más hondo, más real. (Eugenia DOMÍNGUEZ, La música de las esferas, Torremozas, Madrid 2008, p.33) DESAMORDAZARME Y REGRESARME ¿Quién soy yo? Voy repitiendo la pregunta año tras año. Descarto lo que, sin duda, sé que no soy. Ni este cuerpo vulnerable ni los enloquecidos pensamientos ni los veleidosos sentimientos. Como tantas veces, nada en mi cuerpo, en mi mente, en mi corazón, que pueda llamar yo, considerar yo sin fisuras o incertezas. Ni la mano que escribe ni la boca que sonríe y besa ni los ojos que miran. Nada… nada… ¿nada? Quizá deba empezar de nuevo; ir más allá de los ojos, desamordazar los ojos, deshacerlos, quedarme con su esencia… Tal vez sea, en primer lugar, la mirada que contempla, que taladra y desvela, que une lo observado y el que observa… Acaso deba hacer así con todo; desamordazar la boca, que ríe, besa y alienta, capaz de pronunciar palabras que sanen o verdades… Desmordazar la mano que escribe, que nombra y silencia, que pregunta y contesta a la vez, mano que baila porque oye en el temblor de una garganta la voz del universo… Acaso deba hacer así con todo; ir siempre más allá de la apariencia, desmontar las tramoyas, los telones, y encontrar lo que soy, creciendo libre. (Eugenia DOMÍNGUEZ, Vocación de diamante, Torremozas, Madrid 2005, pp.38-39). No somos el yo que desaparecerá, sino la Vida que nunca muere. Tenía toda la razón Jesús cuando se definía a sí mismo diciendo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Eso es lo que, en el nivel profundo, no-dual, somos todos.
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