Título I. De los derechos y deberes fundamentales
Capítulo segundo. Derechos y libertades Sección 1.ª De los derechos fundamentales y de las libertades públicas Artículo 16 Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. En Valencia, con motivo del centenario de la promulgación del Código de Derecho Canónico Pío-Benedictino en honor a los papas Pío X y Benedicto XV, en 1917, se han llevado a cabo una Conversaciones Canónicas. El evento lo ha abierto el cardenal Rouco Varela, con una ponencia sobre la “Libertad religiosa”, en la que ha insistido en el “derecho de los padres a educar a sus hijos según su conciencia religiosa y moral”. Algo que no siempre la Jerarquía de la Iglesia ha permitido, y ni siquiera enseñado. Más bien ha intentado imponer su Magisterio moral, algo imposible de conseguir, ni siquiera para los propios católicos, que en lo moral y ético sólo están sometidos, realmente, a su propia conciencia. En su charla, Don Antonio María, además de recordar ese derecho de los padres, ha insistido en puntualizar ideas y principios que no aclaran nada la realidad ni teológica, ni canónica, ni vital de la Iglesia, ni la retratada en el código del 17, ni en el de 1983. Me gustaría hacer unos comentarios respetuosos, pero libres y claros, y varias precisiones. 1º) La libertad religiosa, como toda libertad, compete a las personas, no las instituciones. Son los ciudadanos los que disfrutan del derecho de no sufrir cortapisas en el desarrollo de su religión, sin al nivel de la conciencia, ni del desarrollo público y visible de la práctica religiosa, como libertad en el culto, y en las manifestaciones externas de religiosidad, con la única limitación “que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Esta limitación referente al orden público nos recuerda que se trata de un derecho ciudadano, tanto en su manifestación religiosa, como en otras: culturales, artísticas, folklóricas, de protesta social, de manifestación, etc. Conviene no tomar lo referente a la Religión com algo excepcional o de privilegio. A veces los no católicos tienen motivos para exponer ese reproche. 2º) Como consecuencia del principio anterior, sobre la titularidad de la libertad religiosa, llama la atención, o debería hacerlo, no solo a los ciudadanos neutros, sino también a los católicos, la mención explícita, en el nº 3 del artículo 16, a la Iglesia católica, y a las demás religiones. A mí me gustaría más, y resultaría mucho más exacto, redactar más o menos así: “El Estado colaborará con todos sus ciudadanos para que puedan hacer uso de esa libertad que esta Constitución expresa”. Claro que esta disposición resultaría tal vez gravosa a las arcas del Estado, porque tal vez lo obligase a colaborar más, por ejemplo, en la construcción de templos para el ejercicio del culto de las diferentes religiones. Y esto se debería a una redacción no tan laica y neutra como la propia idea de libertad religiosa parece indicar. 3º) Código de 1917. Hace Rouco varias afirmaciones que son, por lo menos, discutibles: a) “Detrás del Código Pío-Benedictino hay una idea de la Iglesia viva y vigente, que quiere ser independiente del Estado pero que desea colaborar con él; que no está alejada del debate de las ideas sino que, al contrario, quiere ofrecer una doctrina social concreta”. No sé de donde saca el arzobispo emérito de Madrid esas ideas tan atrayentes: el antiguo código defendía la famosa, pretenciosa e infumable idea de que la Iglesia “es una sociedad perfecta”, y que colabora con el Estado si quiere, porque es tan independiente y autónomo como él. Es la negación radical y flagrante de la “separación de Iglesia y Estado”, porque implica una subordinación de éste a aquella. Por eso, en los países católicos, y poco democráticos del sur, en España, concretamente, fue el cambio drástico de enseñanza sobre este extremo, el que soliviantó a los próceres católicos, ¡que de cristianos, muy poco!, y el motivo de la inquina indisimulada contra el papa Pablo VI, a quien sele consideraba responsable de esas ideas ultra modernas, como hijo de un socialista. b) El código piano-benedictino consagra una realidad instalada en la Iglesia desde hace siglos: esta afirmación no es de Rouco, sino de tantos cuantos estudiaron y observaron de cerca la realidad social de la Iglesia, la de ser un “gran monstruo”, con una enorme cabeza, y un cuerpo diminuto y enano. En efecto, la Jerarquía ocupaba todos los espacios, tenía todos los poderes, la clericalización llegaba a límites insospechados, y el pueblo fiel era un convidado de piedra. 3º) Código de 1917. Hace Rouco varias afirmaciones que son, por lo menos, discutibles: a) “Detrás del Código Pío-Benedictino hay una idea de la Iglesia viva y vigente, que quiere ser independiente del Estado pero que desea colaborar con él; que no está alejada del debate de las ideas sino que, al contrario, quiere ofrecer una doctrina social concreta”. No sé de donde saca el arzobispo emérito de Madrid esas ideas tan atrayentes: el antiguo código defendía la famosa, pretenciosa e infumable idea de que la Iglesia “es una sociedad perfecta”, y que colabora con el Estado si quiere, porque es tan independiente y autónomo como él. Es la negación radical y flagrante de la “separación de Iglesia y Estado”, porque implica una subordinación de éste a aquella. Por eso, en los países católicos, y poco democráticos del sur, en España, concretamente, fue el cambio drástico de enseñanza sobre este extremo, el que soliviantó a los próceres católicos, ¡que de cristianos, muy poco!, y el motivo de la inquina indisimulada contra el papa Pablo VI, a quien sele consideraba responsable de esas ideas ultra modernas, como hijo de un socialista. b) El código piano-benedictino consagra una realidad instalada en la Iglesia desde hace siglos: esta afirmación no es de Rouco, sino de tantos cuantos estudiaron y observaron de cerca la realidad social de la Iglesia, la de ser un “gran monstruo”, con una enorme cabeza, y un cuerpo diminuto y enano. En efecto, la Jerarquía ocupaba todos los espacios, tenía todos los poderes, la clericalización llegaba a límites insospechados, y el pueblo fiel era un convidado de piedra. 4º) Código de 1983. a) Afirma Rouco: En este (código), la Iglesia se concibe en lo visible “como una realidad profundamente espiritual y a la vez profundamente humana cuya misión, en relación con el Estado y el mundo, es ser un testigo de la dignidad humana que quiere vivir sus relaciones con la sociedad y el Estado sobre el principio de la libertad religiosa, no sobre el de la confesionalidad o los privilegios”. A mí la palabra espiritual, sin precisiones y matizaciones, me desazona. Y la Iglesia no pretende, ni es su misión, sobre todo ni principalmente, “ser un testigo de la dignidad humana”, sino del Reino de Dios y del “Señorío de Jesucristo”, y, en lo práctico y cotidiano, del perdón, del amor al enemigo, del profundo compromiso con la igualdad y la justicia social, y con la misión de profetizar a favor de los más pobres, desvalidos y abandonados, gritando lo que haga falta para que los poderosos oigan el grito desgarrador de los pobres. b) Evidentemente, no quiere vivir sus relación con el Estado en un régimen de confesionalidad ni de privilegios, pero, muchas veces, a partir de la propia Conferencia Episcopal Española, (CEE), notada, y notablemente con la presidencia del arzobispo dimisionario de Madrid, ese olvido de la confesionalidad y de los privilegios, se nota muy poco, ¡ni se nota!. Al contrario, en contra de la verdadera “Libertad religiosa”, igual para todos los ciudadanos, y del separación de Iglesia y Estado, hemos visto cosas como estas: serias y fuertes tentativas no solo de influir, sino de marcar la tarea legislativa del Estado; injerencias en los planes educativos; abusos en el desarrollo de los Tratados con la Santa Sede, (como el caso dela profesora de Almería, en el que la jerarquía no obedece ni al tribunal Constitucional ni al Supremo); inmatriculaciones de inmuebles, dejando de lado los derechos, como ciudadanos y habitantes de un municipio, de los que, según el nuevo código, forman “El Pueblo de Dios”. Es decir, una cosa es predicar, y otra, dar trigo, como tantas veces nos recuerdan nuestras ingenuas, pero no tontas, gentes.
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