Pues, nada que hacer. El evangelio no me pertenece a mí, ni a los intelectuales, ni a la gente de iglesia, ni a los expertos en Biblia, ni a los "televangelistas", ni a los curas, ni a los obispos, ni a los papas.
El evangelio pertenece a los empobrecidos y empobrecidas del mundo. El alma del evangelio es Jesús y Jesús es un pobre. Jesús vivió, luchó, se desvivió haciéndose solidario del pobre, compañero, amigo, compinche, hermano, defensor del pobre. Peleó por los pobres. Murió pobre entre los más pobres. Así como el sol brilla para todos, buenos o malos, ricos o pobres, así Dios ama a todos, dijo Jesús, sin por eso identificarse con los malos ni con los ricos. Se identificó con los pobres. Él quiso llegar al corazón de todos, pero a través y a partir de los pobres. Se identificó con los pobres haciéndose uno de ellos. Hizo suyos sus sufrimientos y sus esperanzas. Y si amó a todos los demás, fue desde los gritos y los sueños de ellos. Pues son los pobres los que inspiraron a Jesús las Bienaventuranzas y lo del Reino, que son ambos el corazón palpitante del evangelio. Sin los pobres, el evangelio simplemente no existe. Y Jesús tampoco. Él amó a los pobres hasta meterse por entero en la tarea de brindar una vida nueva a todos los rechazados que se le cruzaban por el camino. Se fijaba en ellos como en personas que tienen un nombre y un rostro. Él representaba para ellos la posibilidad de tomar la palabra y de gritar su verdad. Él les escuchaba. Les abría los brazos, les tendía la mano, les levantaba. Sobre los pasos de Jesús florecía la vida. Y cuando Jesús se cruzaba con algunos ricos que explotaban al pueblo, no los maldecía. A veces iba a banquetear con ellos. Pero se presentaba a ellos como pobre, tal como era. No cambiaba su discurso para complacerles. Incluso aprovechaba la oportunidad para decirles unas cuantas verdades. Sin escándalos, pero tampoco con componendas. Si Jesús es la Palabra creadora de Dios sembrada en nuestra tierra, esa Palabra no puede sino ser la palabra de los pobres. Para oír la palabra que Dios dirige a los humanos, hay que escuchar a los pobres. Para conocer a Dios hay que conocer de verdad a los pobres. Para acercarse a él, hay que acercarse a los pobres. Pero los pobres no son todos unos santos. Entre ellos los hay que son antipáticos, repugnantes, tontos, malos, falsos, aprovechados, haraganes, envidiosos, arrogantes y violentos. Para colmo, casi todos sueñan con ser como los ricos. ¿Cómo Dios puede hablarnos a través de esa masa de gente pobre mezclada con puros "desechos" de la humanidad? Pues bien, ¿cómo Dios nos puede hablar a través de aquel "desecho" humano llamado Jesús? Él fue excomulgado por su comunidad, fue torturado por rebelde, condenado por blasfemo y por subversivo, y crucificado por ser enemigo de Dios y de la Patria. Y, a pesar de ello, ese "desecho humano" que sigue colgando de los crucifijos, es venerado por los cristianos como el "Salvador" del mundo. ¿Acaso no es esa la suprema Palabra de Dios en nuestra carne mortal, a saber, que Dios nos salva a través de los rechazados del mundo? Se puede discrepar arguyendo que Jesús era inocente, a la inversa de los pobres que son pecadores igual que los demás. Esto es cierto. Pero no es justo echar a los mismos pobres la culpa de su pobreza. Ellos también son inocentes. La verdad es que los pobres son criaturas de un sistema delirante y perverso que desde hace siglos los fabrica por centenares de millones con la única finalidad de enriquecerse más y más. Ese monstruo crece sin parar con toda impunidad, gracias en particular a la complicidad de una multitud de "buena gente" como nosotros que aún seguimos creyendo ciegamente en la virtud de los más fuertes y en los milagros de la guerra y del dinero. Mientras pretendemos ser unos puntales de la democracia y del cristianismo. Incluso pedimos a Dios que bendiga todo aquello. En un mundo rebosante de riquezas, la pobreza es un crimen abominable contra la misma humanidad. Y las víctimas de ese crimen no son extraterrestres sino millones de personas vulnerables que son los propios miembros de nuestro cuerpo. Dejemos, pues, que el grito de los pobres nos perfore el corazón. ¡Ojalá sus lacras nos espanten y sus sufrimientos nos duelan hasta hacer reventar la gruesa burbuja de nuestra confortable tranquilidad! La nueva evangelización tiene que edificarse sobre las expectativas reales de los empobrecidos y empobrecidas de la Tierra, si no se derrumbará como aquella casa de la que Jesús dice que había sido construida por un tonto; el primer temporal se la llevó como un castillo de naipes porque no tenía sus cimientos asentados sobre roca sino sobre arena (Mateo 7, 26-27).
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