El evangelio de hoy es un texto, como mínimo, provocador. En las ocasiones en las que lo he profundizado con otros, sobre todo con jóvenes, ha surgido siempre alguna pregunta por el comportamiento de las llamadas “prudentes” en la parábola. “¿Dónde queda el ser solidario y compartir lo que se tiene?” – preguntan algunos. “¿Esta enseñanza no fomenta el egoísmo?” – cuestionan otros. Si nos quedamos en una primera lectura puede parecer que en el Reino de los cielos no hay cabida para todos o que, si no andamos con cuidado, no se nos perdona un despiste ni se acepta el arrepentimiento. La sabiduría (de la que se habla con entusiasmo en la primera lectura de hoy), relacionada con una postura aparentemente egoísta, no resulta atractiva.
La interpretación más convencional es la escatológica, fundamentada sobre todo en la sentencia final (velad, pues no sabéis el día ni la hora): la figura del novio se identifica con Cristo y se acentúa la invitación a estar preparados para reconocer su presencia y acoger su venida. Adentrándonos en la estructura y composición del texto, encontramos la combinación de dos relatos distintos, fusionados en uno por alguna necesidad pastoral surgida en el seno de la comunidad mateana. Uno de ellos sería el que narra la historia de las jóvenes que celebraron el banquete de bodas con el novio e iría en la línea de parábolas que subrayan la alegría del encuentro, como la de quien halla un tesoro en el campo (13,44) o la del que lo vende todo para comprar una sola perla (13,45). El otro relato sería el que introduce al grupo de quienes no han previsto lo necesario para la fiesta y estaría relacionado con la enseñanza sobre la prudencia/sabiduría o imprudencia/necedad, como en el conflicto con los fariseos (22,15ss). Esta doble perspectiva nos posibilita sacarle más jugo a la parábola, porque nos recuerda la dimensión de celebración por el encuentro con el novio y de alegría por ser invitados a la fiesta; realidades que, en una lectura rápida, quedan escondidas ante el sinsabor que nos suscita la desesperación de quienes pierden la oportunidad y quedan fuera del banquete. La realidad es que, desde el inicio del texto, el autor nos hace posicionarnos ante las diez mujeres reconociendo dos grupos absolutamente diferenciados: “cinco eran necias y cinco prudentes”. Nuestra atención se centra en ellas y el símbolo del banquete nupcial pierde fuerza. De hecho, resulta llamativo que se hable del novio, pero no de la novia. Tampoco se nombran otros invitados (aunque sí hay una voz externa que avisa de la llegada del esperado), ni se sabe nada del banquete en sí o de otros preparativos para la fiesta. Es significativo igualmente que se indique el retraso del personaje principal (¡en su propia boda!) y que nos sumerjamos en la narración en una noche profunda que hace que todas (también las prudentes) se duerman. Desde la perspectiva de los primeros receptores del evangelio de Mateo, en los inicios del cristianismo, podemos captar que están surgiendo dificultades. El retraso de la segunda venida del Mesías, que esperaban inminente, hace dudar a quienes han proclamado su fe en Jesucristo, perdiendo la esperanza y modificando su conducta. Con esta parábola el evangelista los cuestiona. Es el momento de preguntarse sobre qué están, realmente, asentando su esperanza. Nosotros también podemos hacernos esta pregunta. El texto provoca que, nada más comenzar, tengamos que posicionarnos: ¿en cuál de los dos grupos me encuentro? ¿en cuál de ellos deseo estar? La narración utiliza las lámparas y el aceite como símbolos que marcan la diferencia entre un grupo y otro. Nuestra vida, asentada en la de Quien es la Luz del mundo (Jn 8,12), está llamada a irradiar luz, a iluminar la realidad en la que habitamos, aunque a veces nos envuelva la noche oscura. ¡Vosotros sois la luz del mundo! (5,14). ¿Cómo está mi lámpara? ¿y mi reserva de aceite? ¿de qué modo colaboro para que el Novio pueda celebrar la fiesta? ¿cómo soy luz en medio de tantas noches por las que atraviesa nuestro mundo? Porque la realidad es que todas las jóvenes tenían lámpara. Todas habían sido invitadas a la fiesta. Todas tenían la misma encomienda. El hecho de pertenecer a un grupo o a otro no se les impone desde fuera. Cada uno de los personajes de la parábola, en el fondo, ha sido libre y ha decidido con su actitud (previsora y sabia, o imprudente y descuidada), en qué grupo situarse. También todos nosotros somos portadores de una lámpara y todos estamos invitados a la fiesta. Podemos alentarnos unos a otros para vivir desde nuestra verdad más profunda, desde la Luz que nos habita, pero, al final, que a nuestra lámpara le falte o no aceite depende de cada una/o, de nuestra responsabilidad, de nuestra previsión, del cuidado delicado y agradecido de todo lo recibido, de la capacidad para sostener la esperanza en las noches, aunque a veces sobrevenga el sueño y… sobre todo, del amor y la alegría que alimentemos en el deseo de encontrarnos, día a día, con el Novio, seguros de que siempre viene. Sólo así seremos luz creíble para otros, alumbraremos -humildemente- alguna oscuridad, y contagiaremos la alegría de sabernos, ¡todos!, invitados a la Fiesta.
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