1. Si por “vida en peligro” se entiende la amenaza que pesa sobre la vida física, estaríamos volviendo a etapas, creo, ya superadas en la Iglesia. Al menos en la mundo Occidental. No, felizmente hoy las cosas han cambiado. La Iglesia ya no hace autos de fe en las plazas públicas, ni quema brujas y herejes en grandes pilas de leña, ni tampoco deja pudrirse en inhumanas mazmorras a los/as “sospechos/as” y disidentes. Pero la amenaza o el peligro de la vida en la Iglesia ¿es solo cosa de antes?
Aunque hay nuevos signos que, viniendo del papa Francisco, nos invitan al optimismo, se trata de gestos excepcionales, más expresivos porque chocan con la tendencia general. Su llamada a una “Iglesia en salida” (EG 26-27) señala indirectamente otra Iglesia que es mayoritaria y que vive ensimismada y de espaldas al mundo. Ya en el consistorio del 9 de marzo de 2013 —en el que entró siendo cardenal y salió como obispo de Roma— lo dijo con claridad: “La iglesia debe salir de sí misma, rumbo a las periferias existenciales. Una Iglesia auto-referencial amarra a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir. Es una Iglesia mundana que vive para sí misma”. 2. La amenaza a la vida en la Iglesia es hoy más sutil. Se trata de un enclaustramiento en una ideología poderosa que impide el desarrollo natural de la vida. El indio Amartya Sen, premio nobel de economía 1998, ve la pobreza, en el marco del desarrollo humano, como una “quiebra de las libertades sustanciales”, es decir, de la capacidad de producir y realizar el potencial productivo de la propia vida. Un fenómeno similar al que afectó al pueblo judío en tiempo de Jesús y que el evangelista Marcos interpretó como enfermedad. Enfermedad, tan metida en el cuerpo eclesiástico de hoy día, que necesitará también de todo un milagro para curarse. Este encerramiento o quiebra se manifiesta en múltiples formas. Una de ellas es el centralismo que aparece en el nombramiento de obispos, hasta el mismo obispo de Roma. Un centralismo patriarcal que entrega todo el poder a los clérigos y excluye a los laicos y, en especial, a las mujeres. Frente al pueblo de iguales y la colegialidad que propugnaba el Vaticano II, esta reducción a la cúpula causa un debilitamiento creciente en las iglesias locales y en la misma conferencia episcopal. También el discurso único que se impone tanto en el modo de pensar (obsesión por la ortodoxia) como en el modo de sentir y celebrar (ortopraxis) es otra forma de amenaza a la vida. Es paradigmático ese mono-tono discurso sobre la moral sexual y reproductiva (celibato, matrimonio, anticonceptivos, homosexualidad) y el freno a la teología crítica y a la misma teología de la liberación, fruto más logrado del Vaticano II. Se trata de un discurso que enmudece las voces proféticas y empobrece la vida eclesial. Por citar otros fenómenos que amenazan la variedad y frescura de la vida en la Iglesia, no se puede disimular fácilmente el alineamiento de gran parte de la jerarquía con gobiernos conservadores, ultraconservadores y hasta dictatoriales; la imagen que proyecta a veces más preocupada por la conservación de atávicos privilegios que por la defensa de los derechos humanos y de los pobres; la falta de diálogo con la modernidad, la ciencia y las religiones; o su difícil aceptación de la opinión pública y el disenso. Todos estos fenómenos, que vienen directamente de la jerarquía, acaban afectando a la mentalidad del cuerpo social de la Iglesia y hasta a la buena salud de las personas. Es difícil no acordarse, a este propósito, de aquello de que “quien se mueve no sale en la foto”. Por pensar de otro modo, lo que antes se llamaba herejía, se te excluye de los centros eclesiales de enseñanza, poder y decisión. Por querer y sentir de otra manera se te aparta del ritmo normal de la comunidad. ¿Quién puede ignorar a estas alturas, la fría e inmisericorde postura de la jerarquía ante las personas que han dejado el sacerdocio o la vida religiosa, los divorciados y divorciadas que han vuelto a casarse por lo civil, los gays y lesbianas por ejemplo? Por ponerte al lado de los laicos, librepensadores y ateos, lo que llaman “espíritu mundano”o “socialización del descreimiento”, se te mira con desconfianza, como persona no-fiable y anticlerical. Y ¿qué decir de quienes manchan las manos y embarran los pies entre los “descartados” como los llama el papa Francisco? Me refiero a quienes realizan su vida en “malas compañías” y entre “gentes de mal vivir”: drogadictos y sin techo, migrantes y refugiados, etc. ¿Cuánto tiempo tienen que esperar y qué otros méritos tienen que hacer para llegar a ser reconocidos como hijos e hijas predilectos de la Iglesia? ¡Qué terrible contraste! Resulta que Jesús, a quien la Iglesia dice seguir, ¡fue matado por realizar su vida justamente entre estas personas! Con qué facilidad han olvidado las gentes que están en el poder en Iglesia aquella ternura del dueño del campo que, antes de arrancar la cizaña, prefirió dejarla crecer junto al trigo. ¡No sea que el diablo, por despiste, llegue a arrancar el trigo junto con la cizaña (Mt 13, 30). 3. La amenaza a la vida en la Iglesia se entiende entonces como el peligro que afecta a todo aquello que es distinto en el modo de sentir y pensar, querer, recordar y olvidar, creer y crear… amar. Este modo alternativo de vivir rompe con tradiciones de viejo arraigo que siguen siendo intocables para quienes están en el poder. Entre nosotros, y como paradigmas bien expresivos de lo que está ocurriendo en la iglesia española, quiero citar escuetamente dos ejemplos: La parroquia universitaria Santo Tomás de Aquino, ahora comunidad, y la parroquia San Carlos Borromeo, ahora Centro de pastoral. Cada una con su propio estilo, consecuencia de su lugar social de arraigo, han dedicado largas décadas de su vida a llevar la buena noticia del evangelio a quienes buscan otra cosa y a los/as perdedores e indignados de este mundo (expresos y drogadictos, migrantes y refugiados, etc.). Su herejía ha consistido en querer transformar la parroquia en comunidad de iguales y en hacer de la liturgia una fiesta de los fieles. Pero estas prácticas no han tenido acogida en las leyes rutinarias de la jerarquía y ambas experiencias han sido desacreditadas y olvidadas. Y, estando así las cosas, uno se pregunta, ¿qué hacer con el mensaje de Jesús ante las transformaciones socioculturales que la nueva tecnociencia, la secularización y las nuevas religiones están abriendo a diario? ¿Cuál es el lugar de este mensaje subversivo y alternativo en una sociedad cada día manifiestamente más plural y diversa? ¿Es el evangelio solo para los ricos y la sociedad burguesa y bien instalada? ¿No hay una contradicción flagrante entre el modo de realizar Jesús su vida y la praxis de la Iglesia que dice ser su prolongación en el tiempo? En definitiva, la amenaza a la vida en la Iglesia no está en quienes pretenden traducir y encarnar el Evangelio en las nuevas y cambiantes culturas, sino en quienes impiden la libertad sustancial de desarrollar el potencial creativo de la vida humana.
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