“La verdad no es un agujero en tierra. La verdad es lo infinito del amor recibido a veces en esta vida cuando ya no nos quedaba nada más. Un segundo basta para conocerlo y comprender –incluso si “comprender” no es la palabra– que este infinito tiene necesariamente un lugar que a su vez tiene que ser también él necesariamente infinito. Un agujero en la tierra no es lo bastante grande para contener todo eso”.
Lo escribe Christian Bobin, lo escribieron con su gesto antes que él estas mujeres que fueron al sepulcro en la madrugada del primer día de la semana. Lo mismo que todos los que pasaron el sábado encerrados en el cenáculo, se sentían engullidas por la muerte, fracasadas en todas sus expectativas, envueltas en la tiniebla del sin sentido. Y, junto a ellas, quizá también nosotros, abrumados por la ausencia de Dios, el exceso de dolor y la desesperanza, como si siguiéramos aún en el anochecer del viernes, volviendo con ánimo abatido de enterrar en el sepulcro proyectos, ilusiones y promesas. Aferrados a la reacción más fácil: “la verdad es un agujero en tierra” y reaccionando "llorando y hacer duelo" (Mc 16,10) "cerrando las puertas por miedo..." (Jn 20,19). La piedra es demasiado grande para nuestras fuerzas, el orden internacional demasiado injusto, la violencia demasiado arraigada, la presencia creyente irrelevante, la Iglesia demasiado temerosa... Vamos a prolongar el sábado, vamos a refugiarnos en una espiritualidad evadida y permanecer en una parálisis inerte. Volvamos a Emaús, lejos de los sepulcros y de los crucificados, escapemos no sólo de su dolor sino también de su memoria. Pero hay en la mañana del "primer día de la semana" un camino alternativo: “En la madrugada del primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro (…) De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: —Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies”(Mt 28,1.8) Lo mismo que ellas, sigue habiendo hoy gente que echa a andar todavía a oscuras y se acerca a los lugares de muerte para intentar arrebatarle a la muerte algo de su victoria. Como intentaban borrar algo de su rastro aquellas mujeres a fuerza de perfumes. Saben que no pueden mover la piedra pero eso no les detiene. Son conscientes de la fragilidad y la desproporción de lo que llevan entre las manos, pero esa lucidez no apaga el incendio de su compasión ni hace su amor menos obstinado. Quizá no viven todo eso desde la plenitud de la fe, ni le ponen el nombre de esperanza a sus pasos vacilantes en la noche. Pero hacen ese camino abiertos al asombro, apoyados en el recuerdo de palabras que prometen vida, dispuestos a dejarse sorprender por una presencia oscuramente presentida. Los evangelios de Pascua "están de su parte". Se lo dicen, nos lo dicen a todos, esas mujeres que irrumpen de nuevo en nuestros cenáculos anunciando: "¡Hemos visto al Señor!". De ellas recibimos la buena noticia: Un agujero en la tierra no era lo bastante grande para contener tanto amor. El Viviente sale siempre al encuentro de los que le buscan, los inunda con su alegría, los envía a consolar a su pueblo, los invita a una nueva relación de hermanos y de hijos. Él va siempre delante de nosotros. Galilea es la encrucijada de todos nuestros caminos.
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