Dentro del proceso de Jesús ante Pilato, según el cuarto evangelio, ocupa un lugar destacado la cuestión acerca de la verdad. Hasta el punto de que se equipara ser “rey” con ser “testigo de la verdad”.
Es justamente así. Solo adquirimos –nos hacemos conscientes de- nuestra realeza cuando comprendemos nuestra verdad más profunda. Hasta que eso no ocurre, vivimos como mendigos, tratando de apropiarnos y de identificarnos con todo aquello que pueda otorgarnos una cierta sensación de identidad. Sin embargo, al comprender lo que somos, todo se ilumina: el supuesto “mendigo” se descubre “rey”. La verdad, sin embargo, no es un “contenido mental”, que sería solo una “idea de la verdad”, nunca la verdad misma; un “mapa”, más o menos acertado, pero nunca el “territorio”. De la misma manera que nadie puede conocer el territorio sin adentrarse en él, por claros que le parezcan los mapas que posee, tampoco es posible conocer la verdad hasta que no la somos. En cierto modo, podría decirse que la verdad no pasa tanto por la mente, cuanto por la vida; ni por el pensar de una determinada manera, cuanto por serla. De entrada, lo que eso requiere es no absolutizar una idea determinada, sino situarse en una actitud honesta y determinada por vivirse en verdad. Por eso, frente al fanatismo que denota encierro y estrechez, la verdad requiere apertura humilde, cuestionamiento y flexibilidad. Y es precisamente la persona que vive esto la que, por usar las palabras de Jesús, “es de la verdad”, aunque no tenga ninguna creencia. ¿Qué significa “escuchar la voz” de Jesús? Al hilo de lo que vengo diciendo, no se trata del mero asentimiento mental a su figura ni a su palabra, sino más bien de reconocerse en su persona y en su mensaje. Jesús es consciente, como todos los sabios, de vivirse en la verdad de lo que es. No porque tenga algún “contenido mental” más del que otros carezcan, no porque posea algún “mapa” más elaborado, sino porque se ha adentrado en el “territorio” de su verdadera identidad. Y, al vivirlo, al experimentarlo, lo ha conocido. La invitación de Jesús es, por tanto, absolutamente inclusiva: toda aquella persona que, desde una actitud de búsqueda sincera y humilde, se “adentre” en la experiencia de su propia verdad, sentirá necesariamente la “sintonía” con Jesús, así como con todos aquellos que lo han vivido. Esa “sintonía” o re-conocimiento no es algo superficial, sino que nace nada menos que del hecho de descubrir experiencialmente que el Territorio en el que nos adentramos es siempre “compartido”, que nuestra identidad de fondo –más allá del yo individual, al que la mente se aferra- es una y la misma en la no-dualidad: no somos iguales, pero somos lo mismo. ¿Cómo no sería este reconocimiento fuente de una actitud inclusiva y amorosa hacia todos los seres, si el bien de cada uno de ellos es mi propio bien? Desde esta experiencia, es fácil percibir la dolorosa paradoja en la que cae la persona fanática o simplemente excluyente: creyendo tener la verdad, se halla justo en la dirección opuesta a aquella que le permitiría experimentarla. Es solo en la experiencia, donde venimos a descubrir que los criterios de verificación de la misma no son otros que la sabiduría y la compasión. Por eso, quien ha “visto”, como Jesús, hace suya para siempre la “regla de oro”: “Trata a los demás como quieres que ellos te traten a ti”.
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